He estado 10 días sin comer y esto es lo que me ha pasado
Así se comporta el cuerpo (y la mente) durante una decena de días de ayuno. Esta es la historia de mi confinamiento en una elitista clínica marbellí que se podría confundir con un hotel de cinco estrellas si no fuese por un pequeño detalle...
No me ingresé en la Buchinger-Wilhelmi marbellí por causa médica. Tampoco por necesidad personal. Un par de kilos de más, sí. Fumador social. Bebedor y comedor apasionado. No muy deportista, lo justo para mantenerme, por obligación. Algún problema de sueño. Imagino que soy como la media en nuestro entorno, poco interesante en este sentido. Si lo hice fue simple y llanamente por curiosidad, por contarlo aquí. ¿Qué ocurre tras las puertas de un lugar al que peregrina la jet set? ¿Es un centro de adelgazamiento, un retiro de desintoxicación, una secta médica a lo La cura del bienestar (espantosa cinta de terror de Gore Verbinski que me viene a la cabeza los días previos)? ¿Cómo es eso de dejar de comer?
Me planté en Marbella un 1 de septiembre. Me di dos días de indulgencia dietética y homenajes. No pensé en prepararme poco a poco para un período de dos semanas a caldos e infusiones, que sería lo correcto según supe después. No. Me aseguré de ir con las reservas cargaditas. El 3 de septiembre a las cuatro de la tarde, tras un almuerzo a base de carbohidratos, un taxista me dejaba a las puertas de mi cárcel de barrotes de oro. “¿Va a la Buchinger? Más de una vez algún interno me ha pedido llevarle a comer una hamburguesa”.
Iba nervioso. La noche anterior fue de pesadilla. Había leído los escritos de Vargas Llosa, un habitual, alabando el lugar. Llevaba semanas chequeando los testimonios positivos de decenas de pacientes, la documentación que se me remitió con las bondades de un centro de lujo, los servicios, las instalaciones. Casi parecía que me iba de vacaciones al paraíso. Excepto que en mi edén particular la comida y el vino no tienen fin y aquí, ni mijita. Hablé antes con médicos y nutricionistas amigos. Varios se cubrían las espaldas alegando desconocimiento. Otros se mostraban muy escépticos. Ni uno solo me lo recomendó: “Eso no vale para nada. No es bueno. Es un shock. Verás qué ansiedad. Cuando vuelvas ganarás el doble de peso”. Y a mí me entró el canguelo.
Admitiré que el ayuno no me era del todo desconocido. Dos veces en mi vida he llevado, a mi aire, esa modalidad intermitente que me contó alguna de mis amigas y que después se extendió al dominio influencer. Admitiré que en ambas ocasiones me fue de cine, perdí lo que quería perder y me encontré sobresaliente. Me propusieron contar los detalles entonces y me negué por la falta de rigor de una acometida tan casera. Esto es otra cosa.
Entro, me reciben, me guían por un complejo que, desde luego, tiene poco que envidiar a un cinco estrellas. Preciosos jardines, piscina, gimnasio, spa, comedores con mesas bien vestidas y vistas a la naturaleza… Hasta la noche estuve confinado en mi habitación, que también podría ser la de cualquier buen hotel, esperando un resultado negativo de la PCR. La cena me llega allí, un delicioso plato de champiñones rellenos de feta y un risotto. Hay cocina. Y buena. Ovolactovegetariana pero buena y con un cuidado producto bio, eco y local. ¿Tú no ibas a ayunar? Sí. Pero puede que tú no. En la clínica ofrecen también estancias basadas en dietas hipocalóricas. En el caso del ayuno, hay una jornada de adaptación al llegar y otras tres o cuatro al salir. No se puede pasar de 2.000 a 200 kilocalorías de golpe ni viceversa. Me queda claro que, en total, de 15 días de encierro, cinco como y solo diez son de ayuno total.
"Solo”.
Fruta-arroz,-fruta durante las siguientes 24 horas. La Santa Trinidad que da la bendición a mi posterior peregrinaje por el desierto. Nunca me supo mejor. Los demás días serán a base de infusión-caldo-infusión-caldo. 2 litros de agua diarios. Nada más. La mención religiosa no es banal. El ayuno está presente en ella y esa carga histórica e ideológica se estudia en el ya patentado “método Buchinger” que creó el médico alemán Otto Buchinger en base a su propia experiencia de sanación hace justo un siglo y que ha evolucionado hasta nuestros días en manos de su familia. No exento de ataques de la propia comunidad médica, ya hay estudios, hospitales y universidades de renombre que lo avalan. Las investigaciones centrales se resumen en el libro El arte del ayuno, de la doctora Françoise Wilhelmi de Toledo, que me acompaña a lo largo de este periplo.
Perder peso no es el objetivo
Es obligatoria una analítica. Según los resultados hay a quien se le niega el ayuno aunque quiera hacerlo. Todo en orden, algo de colesterol. Poca vitamina D. Nada fuera de lo normal. Primer chequeo con la enfermera, que ocurre de manera impepinable cada día. Tensión, pulso, temperatura, peso. Soy muy pesado, pero no me sobran kilos: ¿no saldré desnutrido? Ella y el amplio equipo médico, liderado por el doctor José Manuel García-Verdugo, que me ve hasta tres veces por semana, repiten una serie de mantras: “No vas a pasar hambre. No vas a perder peso que no debas. Esto no es una clínica para adelgazar. Esto va más allá”.
“Perder peso no es el objetivo, es un efecto. Pretendemos cambiar el chip, mejorar en el largo plazo, promover un estilo de vida saludable del que este es el primer paso”, me aclara Ulla Höhn, responsable de Nutrición y Dietética. Operación sin bisturí. Autocuración. Gastronomía del alma. Viaje interior. Son expresiones que uno lee por doquier, que oye a un personal entregado cuyos miembros han pasado casi todos por esta vivencia que se sustenta en los citados estudios y viviéndolo individualmente. ¿Qué puede curar el ayuno? “¡Pregúntame más bien qué es lo que no puede curar!", le decía Otto Buchinger a su hija María, su primera sucesora. "Especialmente en las enfermedades crónicas, vale la pena probar el ayuno”. Eso sí, en todo momento insisten en la supervisión médica. Estoy en una clínica, no en un resort, aunque a veces se me olvide.
Intento resumir el quid de la cuestión: sobrecomemos y malcomemos. Y muchas enfermedades están relacionadas con ello. “Cuando ayunamos, los parámetros sanguíneos se normalizan. Las estructuras proteicas desnaturalizadas que saturan las células y el espacio intercelular se autodigieren (autofagia) o se reparan. Cuando los tejidos y los órganos se deshacen de estos elementos, se activa la microcirculación y crecen las defensas inmunitarias. Las células quedan protegidas y se regeneran en parte a partir de células madre”, cita en su libro la doctora Wilhelmi. Su hijo y su sobrina, Victor Wilhelmi y Katharina Rohrer-Zaiser, hoy al frente de la clínica de Marbella (tienen otra, la original, en Alemania), me ilustran sobre sus propias investigaciones y las de otros como Valter Longo, profesor en la Universidad de Southern California: “Ha probado el ayuno en ratones con cáncer y ha descubierto que los tumores disminuyen”. Con él colaboran aportándole datos y tienen demostrado que los parámetros en los pacientes mejoran. “La célula cancerosa ha perdido la capacidad de ayunar”, detalla su tía en su libro. Prevenir y curar enfermedades físicas y psíquicas, derivadas en su mayoría de nuestro estilo de vida, parece ser la razón de todo esto.
Día 3. Empieza la purga.
“Día de las sales”. Y yo que pensaba que con esto se referían a quitarme la sal de la dieta. Las “sales” son las sales de Glauber, sulfato de sodio que se bebe para limpiar el intestino. Aseguran que aumenta el bienestar y elimina la sensación de hambre. No hay que detallar por qué no se puede salir de la habitación en bastantes horas. Del WC, más bien. A su favor diré que en mí el efecto fue rápido. Hay quien me dice que pasa mañana, tarde y noche de perros. Yo, por la tarde, estaba tomando el sol y haciendo ejercicio.
El ayuno va acompañado de un programa con numerosas terapias, actividades deportivas, culturales y artísticas que se consideran pilares del método. Todo ayuda a estar con uno mismo, a superar las crisis durante el proceso, a relajarnos y escucharnos… Es parte crucial de la experiencia. Me llama la atención, dentro del entorno médico, el respaldo que se da a lo alternativo. Mindfulness, yoga… Incluso reiki, otro de mis grandes descubrimientos aquí por su efecto apaciguante. “Si comprobamos que tiene efectos positivos, ¿por qué no emplearlo?” Es su justificación. Mi terapeuta, Paula, insiste en la seriedad de este y otros procedimientos y previene sobre brujos y chamanes que lo imparten.
Van pasando los primeros días. Infusión con miel en la habitación para desayunar. Clase de gimnasia, running por la playa, meditación. Almuerzo a la una de la tarde en el comedor de ayunantes para evitar tentaciones frente a los que hacen dieta. Caldo de champiñones, de guisantes y menta, gazpacho muy ligero, algún zumo… Todo muy clarificado salvo por el aderezo de hierbas que dejan que te sirvas. Yo añado cebollino como si no hubiera un mañana, por aquello de masticar, aunque sea cual conejo. Otra infusión por la tarde después de una siesta mandatoria con una compresa caliente en el hígado “para ayudar a la circulación hepática y facilitar su función excretora”, me explica el doctor García-Verdugo. Un chapuzón, un rato de lectura antes de cenar a las ocho de la tarde. Los primeros días, en soledad. Los últimos, conociendo y escuchando al resto de la “comunidad”. Hay matrimonios mayores y hasta grupos de amigos que llevan 15 años yendo sin faltar. Hay una madre trabajadora de mediana edad que se organiza para dejar atadas sus obligaciones y dedicarse estos 15 días a ella. Hay gente de mi edad (32), de Suiza, Francia o Irlanda, que viene mentalizada sobre la importancia de la prevención aunque estén estupendos. Según Katharina, a los españoles les "sigue asustando”, aunque el público patrio es cada vez mayor. Casi todos son repetidores.
V., de Madrid, visita la clínica por segunda vez. Su primera fue un chute de positividad con resultados excelentes, perdiendo bastantes kilos y haciendo grandes amigos. Esta vez le está resultando más cuesta arriba, está más llamada al interior, menos fuerte. Hay ciertos síntomas que se manifiestan en un 8%-10 % de quienes ayunan, desde apatía a dolores corporales. En mí, apenas lo primero y alguna jaqueca al comienzo. “No hay un ayuno igual a otro”, es otro mantra que te repiten. Nunca se perciben las mismas sensaciones pero todo, en la medida de lo normal, contribuye a una sorprendente catarsis.
Al terminar de cenar, hay cine cada noche, un concierto o una conferencia. Recomiendan acostarse pronto y advierten de que el sueño puede ser muy ligero. Al parecer es lo más común. Yo entré con insomnio y dormí como un tronco. Aún me dura, casi un mes después, gracias a algunas pautas allí aprendidas.
Continúa mi ingreso. Me habían prometido que, con el tiempo, el hambre desaparecería. Hay quien me jura y perjura conseguirlo. Yo me comería cada foto que veo en Instagram cada noche (durante el día, en otro lugar que no sea tu habitación, los móviles están restringidos). ¿Es hambre física, es ansiedad, es recuerdo? Uno se analiza con la ayuda que allí le brindan. No me rugen las tripas, hablando en plata. Estoy tan relajado que casi tengo estrés de la tranquilidad que manejo. No me siento débil, todo lo contrario, hago más deporte que nunca y noto a mi cuerpo encantado quemando reservas con las que garantizan que podríamos sobrevivir un mes, la estancia máxima que ofertan. ¿Se me hace duro? Sí. Habría pedido Glovos por doquier. Pero no. En parte estoy deseando acabar, me acuerdo del taxista que me llevaría directo a una soñada hamburguesa. No, creo que no soy de esos que piden alargar la estancia. Muchos me cuentan que lo hacen.
Añaden unos suplementos a mi plan de ayuno. Un yogur desnatado cada mañana del que lamo hasta la última gota. Un zumo de zanahoria por las tardes que solicito me cambien porque será buenísimo pero me cuesta horrores tragármelo. Lo sustituye el quark o el kéfir. Ni con hambre. Unas gotas de vitamina D, unas cápsulas de magnesio. La vigilancia es constante. Las lavativas diarias, igual que las sales iniciales, siguen ayudando a mantener tu interior como una patena y evitar, supuestamente, ese hambre física. ¿Lavativas? ¿Mande? Sí. Eso no lo ponen en el folleto. Cada día la enfermera te enchufa un manguerazo de agua tibia y bueno, placentero no es. Así que sí, antes de que me lo pregunten, aunque solo sea por este proceso, uno va al baño a pesar de no comer nada. Vaya si va. El intestino, como los chorros del oro.
Ya es mi octavo día y toca caminata por la montaña. Mi energía, lejos de estar baja, va en aumento. Troto con el exeditor de un archiconocido periódico extranjero, que también es novato, y que se siente feliz. Con una mexicana que ha hecho la gran inversión de cruzar el charco solo por esto y está a punto de irse con todas las expectativas superadas y una dolencia solucionada. Me narra cómo ya ha concluido el ayuno, cómo está disfrutando de esos últimos días en los que te preparan, ya con sólidos, para la vuelta a la rutina. La envidio, ese día no tardará en llegar.
Y llega. Un día antes de lo previsto, en mi caso. Tan pronto como al día siguiente. Deciden adelantármelo para evitar perder demasiado peso. Aterriza en mi cuarto una compota de manzana que me sabe a gloria, por la que salivo hasta dejar secas mis glándulas y que, estaba claro, me cuesta acabar. Al poco, una manzana entera, un manjar rojo brillante. Por la noche, ya en el comedor de no ayunantes, con mantel, cubiertos y todo lo que echaba tanto de menos por su semejanza con un restaurante decente, una crema de patata y verdura junto a un mensaje manuscrito de enhorabuena y un manual repleto de recetas y consejos para afrontar la vuelta en casa. Lo de mantener hábitos, dentro de las posibilidades de cada uno, es un mensaje muy reforzado por el equipo de nutricionistas que también te supervisa diariamente y que da la posibilidad de consultas online una vez que ya no estés allí para cualquier duda que pueda surgirte.
¿Mi hambre era tan terrible? ¿Estoy gozando esta readaptación tanto como pensaba? Tal vez no estaba tan mal. Tal vez no era para tanto. Este sentimiento y esta nueva dieta se alarga tres días más. Ay, que igual no me voy a querer ir. Y así fue. El 17 de septiembre, a mediodía, me esperaba un coche para sacarme de aquella burbuja de serenidad y devolverme a las fauces de Madrid. Lo hice con fuerza, con ganas de comerme, nunca mejor dicho, este nuevo y complicado curso, con las pilas cargadas como jamás las había tenido. El balance de mi retiro es el siguiente: pasé de 71,6 a 67,2 kilos y he perdido una talla. Por lo visto, si uno va con más peso de lo que le corresponde, eliminará más. Así de inteligente y lógico es el cuerpo. Me entregaron una última analítica de libro. Lo poco que tenía fuera de los estándares, volvió a su cauce. Insomnio, a excepción de una noche, olvidado. Rutina de ejercicio, recuperada y mantenida después. He vuelto a las comilonas, eso sí, ni mi trabajo ni mi voluntad me permitirían apartarlas. Compenso más que antes. “Puedes hacer un día de fruta a la semana y/o un par de ayuno intermitente, cenando a las 7 de la tarde y no desayunando hasta las 10 del día siguiente”, me recomendó el doctor. Hace tres semanas que dejé la Buchinger. El precio, 7.000 euros (según programa y categoría de habitación, se puede ir desde 3.000). Hoy peso 68 kilos.
“Tenemos datos aproximados que indican que dos tercios de los pacientes se mantienen, alguno incluso sigue bajando de peso, y un tercio aumenta”, me indicó Katharina. Veré qué pasa conmigo. Por el momento, disfruto cantidad cuando la gente me exclama un “¡qué te has hecho, estás fantástico!” que ojalá se repita por mucho tiempo. O hasta mi próximo ayuno.
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