Dentro del agua pero sin moverse: ¿por qué ya nadie nada en las piscinas?
A medida que los lugares de baño evolucionan hacia espacios para el placer, socializar e incluso jugar al pádel, la natación termina siendo casi lo único que no se contempla
“Nadie nada nada”. Esta aliteración no es un recurso literario para comenzar el texto con gracia. Es la respuesta que da, una mañana de agosto, una responsable de las piscinas municipales de la Casa de Campo de Madrid. El termómetro marca 39 grados. La piscina principal está llena y, entre todos los bañistas, solo tres la cruzan nadando. El resto está sentado en el bordillo, tomando el sol en la toalla o aliviando el calor extremo dentro del agua, sin moverse. ¿En qué momento dejamos de usar las piscinas al aire libre para nadar? ¿Es un problema de las piscinas o de los nadadores, de la arquitectura o de la persona?
Comencemos por el principio: las piscinas no se inventaron para ser nadadas. Además, nadar como lo hacemos ahora, con técnica y como medicina, deporte o placer (o como todo eso a la vez) es una modernidad. Antes del siglo XIX, la gente nadaba para cruzar ríos, para pescar su comida y para no ahogarse. Por tanto, cruzar a crol una piscina es un artificio reciente, como tantos de los que pueblan nuestras contemporáneas y contracturadas vidas. A la primera piscina de la historia la llamaban “La gran bañera” o “El gran baño” y estaba en Mohenjo-Daro, actual Pakistán. Fue construida entre el 2500 y el 1800 a.C. y es rectangular (12x6 metros), tiene una profundidad de 2,4 metros y dos escaleras de acceso. Es una piscina canónica, similar a cualquier piscina de hoy, a las de la Casa de Campo, a la de un hotel urbano, a la de ese polideportivo en el que entrenamos una vez por semana. Una piscina tan honda requería que la gente supiera nadar o mover las manos y los pies para no hundirse; sin embargo, no se construyó para el ejercicio físico. Hay diversas teorías en torno a su uso: la más extendida defiende que serviría para rituales de purificación, comunes en el hinduismo. La historiadora Wendy Moneger lanza otra tesis: en ella afirma que el edificio del que forma parte la piscina podría haber sido un hotel o un burdel. Es decir, Mohenjo-Daro podría haber sido el primer hotel con piscina del mundo, uno de esos en los que ahora no nada casi nadie.
Para empezar, para que una piscina invite al nado serio debería tener una longitud suficiente, en concreto, unos 20 metros en su lado más largo. Eso sería lo ideal para Tomás Lorca, entrenador del Club Natación de las Rozas: “Sería el mínimo para poder nadar cómodamente sin correr el riesgo de sentirse como un hámster en la noria. De hecho, en EEUU las competiciones escolares y universitarias se realizan en piscina de 25 yardas (22,8 metros)”. En las grandes ciudades hay pocas piscinas de hotel que permitan unas brazadas cómodas; de hecho, en la gran mayoría solo se pueden dar cuatro o cinco. Son piscinas, en su mayoría, que están para… estar, como reclamo de reserva del hotel, como refresco entre el hormigón, como ilusión de vacación.
Una rara avis sería la del Hotel Emperador, en Madrid, que ahora cumple 75 años, que con sus 14 metros (casi, casi) invita a hacer unos largos. Es magnífica, honda y nadable, una piscina de las de antes; sin embargo, en ella hay más ambiente fuera que dentro del agua, como si su gran presencia o algunos baños rápidos fueran suficientes para darle sentido. La tendencia a la micropiscina cambia en cuanto nos acercamos a la costa o al interior, donde hay más espacio y otra energía. Las piscinas de los hoteles de playa suelen ser grandes, como si quisieran competir con el mar pero, ¿es eso suficiente para que la gente nade en ellas?
El hotel Meliá Villa le Blanc, de Menorca, cuenta varias piscinas, dos de ellas de uso común y con un tamaño suficiente para el nado. La principal mide 33,20 metros de largo y en ella sí se nada y la de adultos cuenta con 19 metros y, aunque por longitud se presta, en ella se acude a refrescarse. Su directora, Beatriz Ávila, destaca algo curioso: en ambas se nada más por la tarde, cuando los huéspedes vuelven de la playa o de realizar alguna ruta. Este es un hotel familiar y pudiera parecer que en ese rato muchas personas encuentran paz nadando. Hay alguna excepción: los hoteles que se dirigen a un público de nadadores. Un ejemplo es el del Hoposa Villaconcha en Mallorca, que cuenta con una piscina semiolímpica con calles y un sistema de vídeo y monitorización a través de pantallas para ayudar a perfeccionar la técnica. Nadar con vocación y vacacionar es posible.
Las piscinas de los hoteles de playa son un ejemplo de arquitectura que se puede prestar al nado: otra cosa es que se practique o no y en las próximas líneas veremos las posibles razones. Las piscinas municipales también lo facilitan, con sus muchos centímetros cúbicos y su obligación de refrescar a muchas personas. Las de pueblo, que Sergio del Molino glosó de manera tan romántica en un reciente artículo publicado en el suplemento Ideas, lo tienen todo: son espacios de socialización, alivio del calor y, por tamaño, se prestan al nado. Sin embargo, en ellas hay más charla y chapoteo que largos. La explicación es sencilla: quien nada puede molestar y ser molestado. El nadador de verdad acude a ellas en horarios poco frecuentados para poder nadar con calma. Y el que solo coquetea con la práctica hace un par de largos en cualquier momento y vuelve a su toalla. Hay otra rareza en Madrid, la de la Complutense, que es una piscina perteneciente a la Universidad que solo permite entrada a estudiantes o titulados. Es de tamaño olímpico (50 metros de longitud) y en ella sí se nada, al menos en las primeras horas del día. Hay, incluso, calles para ponerlo fácil. Quien nada aquí es un buen nadador.
Lo cierto es que, en algún momento de las dos últimas décadas, la piscina al aire libre se olvidó de que también servía para nadar. Un ejemplo sintomático es el del complejo El Quijote, de Madrid. Construido en 1971, fue uno de los primeros deportivos de la ciudad y este año ha reabierto tras tres de reformas. Lo ha hecho acortando la piscina, talando los árboles y cambiando el césped natural por artificial. Se alega un cambio en los hábitos de quienes la frecuentan, que coinciden con los de las otras piscinas públicas: de nadar se pasa a socializar, tomar el sol y disfrutar de los bares y ambigús, preciosa palabra tan en desuso como el nado. De hecho, encontrar piscinas al aire libre en las que se pueda aprender a nadar no es fácil: suponen bloquear la piscina durante un tiempo al resto de los bañistas durante la temporada alta. La tendencia no es construir piscinas más largas, sino más entretenidas y con más servicios en torno a ellas, algo curioso cuando los veranos son cada vez más cálidos. Cuando una piscina habilita una zona VIP, como tiene la del Club Deportivo Somontes (que la llama Premium), en Madrid, lo hace para garantizar hamaca y sombra; en ningún momento las ventajas pasan por dar una calle en la piscina o facilitar el nado en cualquiera de las dos piscinas olímpicas que tiene el complejo. Lo que ocurre en el agua es menos importante que lo que sucede en torno a ella. Por tanto, ante la pregunta de ¿quedan piscinas para nadar?, hay que responder que sí. Pero que pocos, en 2023, nadan.
Que haya poca gente nadando en una de nuestras piscinas veraniegas puede ser una buena noticia. Esta boutade que, como todas tiene algo de real, la defiende alguien que nada mucho y en muchas partes. Se llama Conchita Curiel y tiene un proyecto personal desde 2016 llamado “Circuito Lancaster” en homenaje al actor protagonista de El nadador (1968). Su aventura acuática tiene unas reglas: nadar durante diez años. Ella escoge una ruta y la nada; la última ha sido en Italia, donde realiza su propio Giro de piscina en piscina y planea realizar en Eslovaquia la de las piscinas de Mária Švarbová, que tantas ha fotografiado. Esta autoridad clorofílica se atreve a decir que: “nadar es un coñazo: es solitario, introspectivo y muy técnico. Te clausura todos los sentidos menos el tacto”. Para ella, esta no es una tarea acuática, tiene más con algo numérico: “cada vuelta me sabe a algo diferente”. ¿Dónde encuentra el placer? “En el cumplimiento de un quehacer”. De ahí que ella piense que las vacaciones no son momento de proponerse tareas ni objetivos. Por eso, esta profesora de meditación y fundadora del centro El Observatorio, piensa que está bien que las piscinas que frecuentamos estos meses no haya nadadores. Visto así, tiene sentido que a los nadadores de verdad no les apetezca nadar en la piscina de su pueblo o del hotel andaluz en el que está pasando una semana.
Por estas razones, ver nadar a gente en estos meses de calor es una rareza. También lo era en el pasado en cualquier época del año y lo fue hasta el siglo XIX, a menos que fueras soldado. Los miembros de los ejércitos napoleónicos aprendían a nadar en piscinas flotantes acotadas de forma rectangular, la más eficiente para entrenar el nado. A principios del siglo XIX, ya se había realizado en Gran Bretaña la primera competencia formal de natación, porque una vez que se supo nadar, se quiso nadar rápido. Los ingleses han nadado, por placer y para ganar, desde hace siglos y esto lo demuestra el libro que escribió en 1859 el Sargento Leahy, fue un soldado que ejerció de maestro de natación en Eton durante años. Su título es The Art of Swimming in the Eton style (El arte de nadar al estilo Eton) y en él deja claro que, en ese momento, la natación era un símbolo de prestigio social. Algo, lejano, queda de eso. La piscina sigue siendo un privilegio y el tiempo libre, también.
Quien nada de manera concienzuda lo hace en piscinas cubiertas, con disciplina y en cualquier momento del año y quien no hace algunos largos donde puede y se retira a su tumbona. La responsabilidad, por tanto, de que no se nade en las piscinas de verano es compartida. Si las piscinas al aire libre son pequeñas ni se plantea el nado y si son grandes, no es el lugar ni el momento para hacerlo.
Para algunos, la natación es liturgia, para otros, rehabilitación, para muchos deporte y para muchos más, pasatiempo. Para Paul Valery, nadar era “fornicar con las olas”; las piscinas no tienen olas, pero hay algo sexual en fluir con el fluido. Para el poeta Adam Zagajeski, es oración. Él escribe en su poema Nadar: “Nadar es como una oración/ las manos se unen y se separan/ se unen y se separan/ casi sin fin”. Sea como sea, exigen algo prosaico: metros y músculos y voluntad. Y no siempre se tienen. El escritor peruano Julio Ramón Ribeyro escribió “¡Cuántos libros, Dios mío, y qué poco tiempo y a veces qué pocas ganas de leerlos!”. Cuántos metros cúbicos de agua y, a veces, qué pocas ganas de nadarlos.
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