La piscina de lujo sobre viviendas de protección oficial que indigna en Londres
Una piscina privada, suspendida a unos 35 metros sobre el suelo y erigida con vistas a un barrio de raíces obreras levanta cejas tanto por sus logros técnicos como por sus ramificaciones morales
Las piscinas como signo de los tiempos. Muy entrado ya el verano del hemisferio norte, la prensa británica se ha embarcado en una enconada polémica a propósito de uno de estos inventos consagrados a la indolencia en remojo. En concreto, el más original, ostentoso y extremo. “Un obsceno delirio”, llama el arquitecto, diseñador y columnista del Financial Times Edwin Heathcote a la piscina flotante del complejo de viviendas Embassy Gardens de Londres. “La crónica de un desastre anunciado”, añade. “Un alarde de desvergüenza y pésimo gusto”, escribe más adelante, además de asegurar que es un signo elocuente de la triste deriva del Londres contemporáneo, de “su mercado inmobiliario, su política local, su arquitectura y su sentido de la estética”. La compara a los puentes de cristal de la República Popular China, actos de insensatez y desmesura arquitectónica que cuelgan sobre abismos de cientos de metros de profundidad y que las ráfagas de viento hacen añicos, como ocurrió el pasado mes de mayo en la ciudad septentrional de Longjing.
La piscina londinense es un rectángulo transparente de material acrílico con capacidad para 150.000 litros de agua que cuelga entre las dos torres del Embassy, a unos 35 metros del suelo, en el nuevo barrio de Nine Elms, al sur del Támesis. En esta sky pool espectacular, y por supuesto privada, los residentes del complejo pueden chapotear de un extremo a otro sintiéndose entre las nubes (o en el séptimo cielo) mientras disfrutan de inmejorables vistas de la noria de Londres o de la antigua central eléctrica de Battersea, la de la portada de Animals, el álbum de Pink Floyd. Para Justin Tallis, corresponsal en Londres de la CNN, se trata de un excepcional logro técnico, “la mayor piscina colgante autosostenida del mundo”, la madre de las piscinas futuristas. Una obra maestra de la ingeniería recreativa diseñada por el estudio de arquitectura Arup Associates que se fabricó en Colorado y “acabó recorriendo 5.000 kilómetros para encontrar un nuevo hogar en Londres”.
¿La feria de las vanidades?
Para Heathcote, en cambio, el alarde de pericia no compensa lo inoportuna y desafortunada que resulta la idea: “Que algo pueda hacerse no significa que deba hacerse”. Lo que el arquitecto considera intolerable, además de absurdo, es que la piscina se eleve sobre las viviendas de protección oficial del muy cercano barrio de Vauxhall, ahora en pleno proceso de gentrificación acelerada, pero con sus credenciales de vecindario de clase obrera, “degradado y desprovisto de servicios y zonas verdes”, aún muy visibles. Heathcote encuentra “deplorable” que el ocio extravagante de los ricos sea exhibido de manera “impúdica” en un entorno urbano como este, “donde los proyectos urbanísticos ultracapitalistas auspiciados por el muy liberal Ayuntamiento del distrito de Wandsworth coexisten con islotes de sorprendente miseria”.
La flamante piscina viene a ser una de las joyas de la corona del nuevo barrio de Nine Elms, una zona de cerca de 200 hectáreas entre los puentes de Lambeth y Chelsea ahora en pleno proceso de transformación y que aspira a convertirse en los próximos años en distrito de negocios y área residencial de lujo. Los promotores prevén construir en este entorno un total de 17.000 nuevas viviendas, algunas de ellas tan exclusivas como las que ofrece el Embassy Gardens a un precio nunca inferior a medio millón de libras en el caso de los apartamentos más baratos.
La de Heathcote no ha sido ni mucho menos la única voz autorizada en criticar este nuevo desarrollo inmobiliario. El periodista y escritor Cyril Richert, por ejemplo, ha recurrido a munición de muy grueso calibre describiendo Nine Elms como “el paraíso de la arrogancia y la autoindulgencia”. Para Richert, la mayoría de los londinenses se están resignando ya a la idea de que el Londres del futuro “se está construyendo de espaldas a sus habitantes, en un ejercicio cínico y alevoso de apartheid social, para que lo disfruten millonarios y turistas y lo envidien y padezcan el común de los mortales”. Richert ni siquiera encuentra un especial aliciente en que la zona esté a punto de convertirse en un parque arquitectónico de talla mundial, con edificios a cargo de luminarias como Norman Foster o Richard Rogers: “El barrio necesitaba urbanismo responsable y a escala humana, no convertirse en zona cero de un ataque de megalomanía y arquitectura trofeo”.
Otra periodista, la redactora de la revista My London Ruby Gregory, intentó acceder a la controvertida piscina el pasado tres de junio con un argumento que parecía de peso: “Vivo en el barrio y he leído en la página web del Ayuntamiento que todo lo que se está haciendo en Nine Elms pertenece a sus vecinos, así que quiero bañarme en mi piscina”. No funcionó. Los empleados de seguridad del complejo, tras hacer una rápida llamada a su cuartel general, rechazaron las pretensiones de la intrépida reportera: “Lo hemos consultado y el ordenador nos ha dicho que no podemos dejarte pasar”. Para Gregory, lo más humillante de la experiencia, que ella describe como “un brusco aterrizaje en el Londres del futuro”, fue “sentirse expulsada del paraíso por un algoritmo”. Para José Carlos Delgado, paisajista español que lleva 25 años viviendo en Londres y que se instaló en un estudio sin ventanas de apenas 20 metros cuadrados en Vauxhall cuando llegó a la capital británica, “casi todo en la operación Nine Elms resulta humillante para el ciudadano de a pie, sobre todo para el que ha crecido en barrios como este”. Delgado recuerda una época en que la inmigración juvenil europea se establecía en Vauxhall y alrededores porque este era “uno de los contados barrios del centro de la ciudad, a pocas paradas de metro de Oxford Street o Piccadilly Circus, donde resultaba posible alquilar una habitación modesta a precios no abusivos”.
Ese Vauxhall con arraigo local, privado de casi todo, pero “enérgico, multiétnico, vibrante y muy vivo” es el que ahora ve como justo a su lado brota ese cuerpo extraño que es Nine Elms. Por mucho que los impulsores del proyecto prometan que el barrio de nuevo cuño será un entorno sostenible, inclusivo, con zonas verdes y espacios comunitarios (y, sí, piscinas públicas), Delgado vislumbra más bien “una jungla de hormigón fría, inhóspita y clasista, con guindas como la sky pool, que me parece un insulto y una ordinariez”. En su opinión, “lo más preocupante del proyecto Nine Elms es que las élites conservadoras aspiran a cortar todo Londres por el mismo patrón, para convertirlo en el moderno y lucrativo escaparate de la Inglaterra del Brexit, ya no el microcosmos vital y fascinante que ha sido durante décadas”.
A Quebec pasando por la Rusia oligarca y la España del pelotazo
El de Londres no es ni mucho menos el único caso reciente en el que las piscinas se han convertido en objetos de controversia. Uno de los ensayos más comentados en los últimos meses en nuestro país es La España de las piscinas (Arpa Editores), de Jorge Dioni López, crónica de urgencia del profundo efecto sociológico del bum inmobiliario y el urbanismo neoliberal. Dioni analiza cómo el sueño de vivir en “islotes verdes”, fuera de la colmena, sin aglomeraciones ni vecinos, ha acabado creando una nueva España “de chalés, urbanizaciones, hipotecas, alarmas, colegios concertados, múltiples coches por unidad familiar, centros comerciales, consumo online y seguro médico privado”. Una España que pretende acercarse a marchas forzadas al modelo de los suburbios estadounidenses, en la que reside una buena parte de la nueva clase media aspiracional y que, según Dioni, está modificando el mapa político en un sentido conservador al favorecer “el individualismo y la desconexión social”.
Ya decía Roald Dahl que no hay piscinas sin lujo ni lujo sin piscinas. La piscina parece haberse transformado en fetiche y tótem tribal de una nueva cultura de la ostentación pequeñoburguesa. Además, proliferan por doquier. Incluso en los lugares más insospechados. Manuel Español, profesor de lingüística y traducción en la universidad de Laval, en Quebec, cuenta que también en el Canadá francófono está arraigando profundamente la cultura de la piscina privada al aire libre: “Se ha convertido en un signo de estatus, a pesar de que el clima aquí es tan riguroso que apenas es posible hacer uso de ellas entre 15 días y un mes al año, por lo que construirse una no deja de ser una frivolidad carísima”. Porque no hablamos de modestas albercas o piletas de plástico, sino de enormes y extravagantes piscinas con diseños de fantasía que muy rara vez cuestan menos de 150.000 dólares canadienses, el equivalente a unos 100.000 euros. “Si vives en una residencia unifamiliar de los suburbios de Quebec City o Montreal y aún no tienes una piscina en el jardín, eres un fracasado, un paria”, remata Español con una cierta sorna.
Algo parecido, en fin, a lo que ocurrió a mediados de la década de 1990 en la también gélida Rusia de los oligarcas, donde las piscinas cubiertas de titularidad pública empezaron a ser sustituidas de manera gradual por piscinas privadas al aire libre, metáfora perfecta, una vez más, del tránsito a un tipo de sociedad distinta, presidida por la lógica de la especulación y el enriquecimiento acelerado. La perestroika, con su promesa de democratización y modernización gradual en el marco de una sociedad en la que habían echado raíces las tradiciones igualitarias, acabó ahogada en una piscina. Un director de cine brillante, Alekséi Balabánov, fallecido en 2013, retrató como nadie la emergencia de aquella Rusia demencial y anfetamínica que Jorge Dioni hubiese bautizado tal vez como la Rusia de las piscinas. Puede que muy pronto algún cineasta británico, como Andrea Arnold o Guy Ritchie, dedique una de sus películas al Londres en que las piscinas cuelgan de los edificios.
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