Un soberanismo sin sentimientos contra Canadá
Los independentistas quebequeses tienen muy en cuenta la viabilidad económica de su proyecto
Quebec, el espejo en el que pretende mirarse el nacionalismo vasco, es una isla francófona en un océano de habla inglesa. Sus 7,2 millones de habitantes constituyen el 25% de la población de Canadá, el 2% de las gentes de América del Norte, y, pese a eso, esta comunidad lleva 400 años manteniendo ininterrumpidamente su lengua y su cultura. Todo invita a pensar que seguirán resistiendo, puesto que nunca en su historia han contado con los medios para la supervivencia cultural de que disponen ahora. El Estatuto de la Lengua Francesa, más conocida como la ley 101, aprobada en 1977 en medio de una agria polémica, garantiza la consagración efectiva del francés como única lengua oficial de la provincia. Y la comunidad anglófona quebequesa, que ha quedado reducida al 9% de la población, da pruebas crecientes de su compromiso con la lengua, al igual que la mayoría de los inmigrantes.
"El gran logro del nacionalismo canadiense es valorar la diferencia como una ventaja"
Quebec, la provincia más grande de Canadá, es una región próspera y pujante
"Canadá necesita a Quebec para resistir mejor al aislacionismo estadounidense"
El soberanismo evita cultivar actitudes de hostilidad hacia lo canadiense
A la invasión de las televisiones y medios de comunicación estadounidenses -el 80% de los canadienses vive junto a la frontera de EE UU, en la franja más templada de menos de cien kilómetros de amplitud-, los quebequeses oponen sus propios medios públicos de comunicación con el aporte añadido de las televisiones francesas, a las que se conecta regularmente la mitad de la población. Aunque el panorama diste mucho del ideal que reclaman los soberanistas, el Gobierno Federal de Canadá trata de cumplir con la proclamada cooficialidad del inglés y del francés asegurando la enseñanza y la comunicación oficial en esta última lengua a los núcleos francófonos, un millón de personas, asentados fuera de Quebec. Dominar el francés es la condición no escrita para dirigir Canadá, de forma que no es fruto de la casualidad que en los últimos 35 años la casi totalidad de los primeros ministros hayan sido quebequeses -también Paul Martin, el más que probable sustituto del actual primer ministro Jean Chrétien-, a pesar de que Canadá, una monarquía constitucional presidida formalmente por la reina Isabel II de Inglaterra, está formada por otras nueve provincias, además de tres territorios autónomos.
¿Qué ocurre para que los descendientes de aquellos pioneros franceses, fundadores de Quebec y de Canadá, planteen periódicamente la separación y quieran echar por tierra tantas décadas de convivencia? ¿Por qué quieren deshacer los apretones de manos con que los líderes de las dos comunidades inglesa y francesa McKenzie y Papineau sellaron su acuerdo para la revuelta democratizadora de 1837? ¿Por qué acabar con la vieja "unión de corazones y hombres libres" proclamada sucesivamente por Baldwin y La Fontaine, por Cartier y MacDonald, ahora que la dominación económica, social y lingüística anglófona ha desaparecido? ¿Por qué disolver el abrazo entre las dos soledades que hace cuatro siglos se encontraron en un territorio inhóspito e inmenso de 10 millones de metros cuadrados, el segundo país más grande de la Tierra, azotado por el viento y la nieve en su largo periodo invernal -hasta 27 grados bajo cero en Montreal- precisamente ahora que Canadá es un país muy rico, que disfruta de la mejor calidad de vida, según la ONU, que tiene una acreditada fama de país tolerante, respetuoso con los derechos humanos?
Aunque algunos canadienses responden desde el despecho "que se vayan de una vez si quieren irse", la cuestión les resulta sumamente lacerante, porque cabe dudar del futuro mismo de un Canadá sin Quebec. "La Federación podría deshacerse al cabo de unas décadas y algunas provincias terminarían por unirse a EE UU", admiten políticos e intelectuales. "Sería un golpe tremendo para Canadá, pero lo que pasara luego con Quebec y con el resto de Canadá pertenece más bien a la bola de cristal", señala Francis Fox, presidente del organismo patronal Montreal Internacional.
"Canadá necesita a Quebec, entre otras cosas, para resistir mejor al asimilacionismo estadounidense. La lengua francesa y la cultura canadiense actúan de tapón fronterizo, y le recuerdo que somos un país bilingüe", subraya Pierre Pettigrew, ministro federal de Comercio Internacional, que, como otros altos cargos de la política y de las finanzas, está aprendiendo español. Quebequés y "nacionalista", de ese "nacionalismo tranquilo, solidario y liberado de todo etnicismo", Pierre Pettigrew no duda de la viabilidad de un Quebec independiente. "También Senegal es viable", dice, "pero lo importante es saber para qué quieres la independencia".
Tras admitir que la globalización facilita los pactos económicos internacionales, el ministro subraya que, en el plano político, el mundo camina en sentido contrario al de los separatismos. "La globalización nos permite ejercer la solidaridad a gran escala y nos lleva a reforzar las relaciones con los vecinos. El gran logro del federalismo canadiense", añade, "es precisamente el de haber inventado una nueva fórmula de ciudadanía que, al contrario que en el Estado-nación donde una nación mayoritaria domina a las otras, valora la diferencia como una ventaja".
Dice que la "emoción nacionalista legítima" nunca debe dar paso a la "fiebre nacionalista", a la irracionalidad y a la insolidaridad. "Si la convivencia es imposible en un país rico y democrático como el nuestro, imagínese qué mensaje de desesperanza estaríamos mandando a todos esos pobres pueblos de África y Asia envueltos en guerras fratricidas. ¡Pero si Canadá", exclama, "es justamente el estandarte mundial de esa nueva ciudadanía a la que aspiran millones de inmigrantes que llaman a nuestras puertas!".
Pese a que su nivel de renta está todavía por debajo de la media canadiense, lo que le convierte en una de las principales provincias receptoras del fondos de compensación interterritorial federal, Quebec, la provincia más grande de Canadá, es una región próspera y pujante que combina la explotación de enormes yacimientos mineros, bosques sin fin, ríos como el Saint-Laurent, uno de los más grandes del mundo -posee el 3% de las reservas de agua dulce de todo el planeta-, con la tecnología punta que le lleva a liderar un sector como el aeroespacial.
Pocos creen que el problema responda a ambiciones de tipo económico, aunque, a diferencia de los vascos, los secesionistas quebequeses tienen muy en cuenta la viabilidad de su proyecto. De hecho, el Gobierno del Partido Quebequés encargó hace ya 12 años un amplio estudio según el cual un Quebec independiente ocuparía el puesto 15 o 16 en el ranking mundial del PIB. Con todo, los economistas no terminan de ponerse de acuerdo sobre si la secesión beneficiaría o perjudicaría a los quebequeses. Hablan de un período problemático de cinco años, más o menos perturbador y comprometido en función de si la separación se produce de forma conciliadora o traumática.
¿Es posible la escisión en una sociedad desarrollada e interdependiente? "Buena pregunta", responde el profesor Louis Balthazar. "Si la soberanía pudiera hacerse tranquilamente, de acuerdo con los canadienses y los americanos, en un clima de amistad, es posible que el 70% de los quebequeses estuviera a favor, pero lo que ocurre es que somos un país industrializado, con una buena renta per cápita y mucho bienestar. Nadie quiere crearse problemas, así que no se puede ser radical. En un contexto de hostilidad, muchos se echarán atrás", pronostica. La posición de EE UU adquiere suma importancia en la medida en que el poderoso vecino del sur absorbe más del 80% de la exportación de Quebec, una provincia que vende fuera el equivalente al 40% de su PIB. "Los americanos no quieren saber nada de la independencia de Quebec. Les propusimos, sin éxito, mantener relaciones del mismo nivel que con París -Quebec goza de un privilegiado rango diplomático en la capital francesa-, pero nunca nos han dicho que dejarían de comprarnos, ni de que nos expulsarían del Acuerdo de Libre Cambio (ALENA). Y la postura de los inversores estadounidenses", añade, "puede resumirse en la frase 'Bueno, con tal de que ustedes no se metan en violencias o quieran hacer socialismo'. El Partido Quebequés (PQ) no es marxista", aclara.
Para el visitante que aprecia un aire europeo, familiar, en la arquitectura y en el ambiente que se respira en las calles, que agradece la buena gastronomía de inspiración francesa, hay algo de anacrónico en la leyenda "Je me souviens" (Yo recuerdo), inscrita obligatoriamente en las matrículas de los coches. Uno se pregunta de qué se acuerda esa familia de rasgos asiáticos que acaba de aparcar su coche en el Viejo Montreal, uno de esos barrios que muestran la diversidad social y cultural de la geografía humana quebequesa. "Pues no lo sé, y, si le digo la verdad, tampoco me interesa", responde un taxista de origen antillano. "Es una manera de decir que no olvidamos nuestros orígenes, nuestra cultura", contestan invariablemente otros quebequeses.
Es la respuesta políticamente correcta, porque en el fondo de la leyenda late el recuerdo agraviado y doloroso de la derrota francesa de los Llanos de Abraham, una batalla de apenas 20 minutos que se libró en 1759 a las puertas de la capital nacional Quebec, del mismo nombre que la provincia, donde se asientan el Gobierno y el Parlamento provincial. El general francés defensor de la plaza murió en la refriega, pero también el británico que mandaba las tropas imperiales, y ése es un gesto que ha producido efectos balsámicos, conciliadores, en la historia de la herida quebequesa.
Al contrario que en el nacionalismo vasco, quizás también en el catalán, donde anida un sentimiento antiespañol, el soberanismo quebequés evita cultivar actitudes descalificatorias o de hostilidad manifiesta hacia lo canadiense. Cualquier independentista, como el diputado del PQ Daniel Turp, suscribirá y hasta abundará en los elogios a los méritos de Canadá y reconocerá abiertamente la rica contribución anglófona al derecho -conviven el Código Civil surgido del Código de Napoleón y el Código Penal de inspiración británica-, a la arquitectura -hay muchos y hermosos ejemplos victorianos-, al progreso, a la cultura. Pese a todo, tampoco la realidad quebequesa es inmaculada. "A nadie se le ocurre mostrar sus fobias o deseos de venganza contra los anglófonos, porque el rechazo se manifiesta de manera más sutil", apunta el catedrático Louis Balthazar. "No se crea usted, también aquí hay algunos núcleos secesionistas que alimentan el discurso de los buenos y los malos quebequeses, de los auténticos y los falsos, de los patriotas y los traidores, la misma peste nacionalista de siempre y de todas partes", indica el profesor Louis Massicotte. Sea como fuere, todo el mundo coincide en que no hay una ideología etnicista y sí una censura pública de todo aquello que puede dañar la convivencia.
En el programa del Partido Quebequés, que algunos dirigentes del PNV guardan celosamente en sus despachos, no se ahorran reconocimientos a la aportación de la comunidad anglófona, estimada hoy en el 9% de la población. "Ha ofrecido a Quebec numerosas instituciones de calidad y, a menudo, de renombre internacional", se dice. "En lo que se refiere a los derechos de esta comunidad, no hay ninguna voz discordante en el propósito de reconocerles un estatus y unos derechos específicos, particularmente en lo que se refiere a sus derechos lingüísticos y a las garantías relativas al mantenimiento de sus propias instituciones. La comunidad anglófona es una adquisición preciosa para Quebec, y la Constitución de un Quebec soberano reconocerá y garantizará sus derechos". Parece mucho más que lo que el presidente del PNV, Xavier Arzalluz, reserva a los vascos no independentistas, a juzgar por sus pasadas declaraciones: "Como los alemanes en Mallorca, como los portugueses en Luxemburgo".
Estas gentes de Montreal y de Québec capital nacional, que cuando llega la primavera rompen el hielo invernal y se desparraman por las calles y los parques con la sonrisa puesta en los labios, se consideran una sociedad progresista, justa, igualitaria y solidaria. Pero, aunque Quebec aparece siempre algo más a la izquierda, o más apegada al modelo socialdemócrata clásico europeo, ésos son valores que, en gran medida, comparte con los otros canadienses deseosos también de marcar distancias con su poderosísimo vecino del sur. "¿Que cuál es la diferencia entre Canadá y EE UU?" Pues mire". Y el canadiense sacará su tarjeta de la Seguridad Social que garantiza la asistencia sanitaria universal. "Si te estás desangrando en la calle, aquí nadie te preguntará si dispones de medios para pagarte el hospital", subraya un periodista quebequés.
Aunque algo exageradamente, quizás, la película Bowling for columbine ilustra bien esa distancia, acrecentada últimamente con la guerra de Irak, entre el vecino aguerrido, dispuesto a solventar las diferencias echando mano a las armas, y los pacíficos canadienses, acostumbrados a arreglar sus problemas con el diálogo y la negociación. Las diferencias internas existentes no sólo con Quebec, sino también entre las provincias restantes, se representan a menudo como los conflictos clásicos conyugales que requieren el esfuerzo conciliador permanente de la pareja. Se agradece, desde luego, que los intentos de definir a este joven y artificial Estado con una frase rotunda, elocuente -"Canadá es una pareja haciendo el amor en una canoa", ha escrito alguien-, huyan de toda trascendencia y no contemplen más destino universal que el de la solidaridad y la paz.
"Canadá es una manera de vivir en América del Norte distinta a la de los estadounidenses. Es la herencia británica y francesa y la convicción de que el Estado tiene un papel importante que desempeñar", indica Louis Balthazar. Su colega de la Universidad de Monteral José Woehrling, que ha participado como conferenciante en uno de los actos organizados por el colectivo Elkarri en Euskadi, advierte de la idea engañosa que presenta a Quebec como una "isla francesa". A su juicio, el quebequés "es un americano que habla francés, una persona amiga del consenso que prefiere la espontaneidad y el sentimiento al análisis, y que, al contrario de los franceses, recela incluso de las ideas originales y las exposiciones brillantes". De origen alsaciano, Woehrling, dice que el francés que se habla en Quebec, ciertamente distinto en el acento, tiene también menos aristas y menos brillo. Sea como fuere, el quebequés es un americano que se reconoce en la arquitectura londinense, pero que se siente en París como en casa, aunque, como apunta Louis Balthazar, "ya sabemos que nosotros no tendríamos un sitio en un Estado tan jacobino como Francia".
Mañana se publicará la cuarta parte de este reportaje.
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