“No conozco a nadie que viva en un triángulo”: la atípica vivienda parisina con cuatro plantas y forma de cuña de queso
La casa del diseñador Yorgo Tloupas está asentada sobre un triángulo de 26 metros cuadrados, a caballo entre lo escultórico y lo industrial
El saganaki es una receta griega de queso feta frito. Pero la palabra, cuenta Yorgo Tloupas (París, 49 años), también “suena un poco a japonés”. Y algo de ambas culturas hay en la casa de este diseñador, apodada precisamente así, Saganaki House. Su planta es triangular, como una cuña de queso, y en ella todo está encajado al milímetro, como en esos abigarrados apartamentos del centro de Tokio. Pero no estamos en Atenas ni en Japón, sino en París, en una calle tranquila del distrito 18 donde, hace 15 años, este diseñador francés encontró lo que buscaba desde hacía tiempo. “Quería una casa en París, y no había muchas disponibles”, explica. Encontró este edificio, apenas un pabellón sobre una planta triangular de 26 metros cuadrados que había albergado un restaurante africano, pero llevaba tiempo cerrado. Y se enamoró: ”Nada más verlo, fui al ayuntamiento para ver si podía construir más plantas encima”. La respuesta fue afirmativa y, durante un par de años, Tloupas y el estudio BUMP —de un amigo que “hoy ha dejado la arquitectura y se ha hecho pastelero”, informa— idearon la reforma.
Construyeron las plantas superiores como cajas superpuestas. La baja conserva el cerramiento de aluminio y vidrio de la construcción original. La primera, pintada de blanco por fuera, el dormitorio y un baño. La segunda, el salón acristalado. Más arriba hay un pequeño estudio y una terraza forrada de madera. “No teníamos grandes planes. La idea era no gastar demasiado dinero, y que el aspecto fuese un poco crudo. Me gustaba que fuese un lugar atípico. A fin de cuentas, no conozco a nadie que viva en un triángulo”. Las esquinas afiladas convierten la casa en un reto sabiamente aprovechado gracias a muebles a medida que, una vez más, parecen cajas amontonadas. Están elaborados con madera laminada como la que se usa para vallar las obras en la calle. El suelo de las plantas superiores es de aglomerado, visible a través de una capa de pintura que se ha descascarillado con el tiempo. “No es madera de lujo, pero barnizada, pulida, con el color adecuado es muy bonita. Me encanta”. La sensación industrial, casi improvisada, sigue en el muro lateral del salón, que es el de la mediana del edificio de al lado. Los apliques son modelos clásicos de exterior, de barco, “deben costar diez euros”, aclara. “No había más intención que utilizar bien el espacio”.
Incluso las obras de arte o los muebles con nombre y apellido respiran esa vocación práctica. No es difícil reconocer, aquí y allá, piezas metálicas, de cerámica o de resina obra de Philolaos, escultor, padre del diseñador y un nombre de culto cada vez más popular en las subastas de arte y diseño contemporáneo. “No quería que mi casa fuese un museo de mi padre. Todo lo que tengo suyo son objetos útiles: el frutero, para poner la fruta; las sillas, para sentarse o las botellas para llenarlas de bebida”. El recuerdo a su padre también se materializa en su propia relación con su casa. Tloupas ha creado varios de los muebles de la vivienda, como una mesa de centro tipográfica, en forma de W, en cuyo interior ahora se recuesta Ulysse, su gato siberiano de un año. “Me gustaba la idea de diseñarlos yo mismo, igual que mi padre. Hay algo psicoanalítico en demostrar que, si mi padre lo hizo, yo también puedo. A fin de cuentas, me crie en una casa diseñada por mi padre, donde todos los objetos llevaban su huella”. Nos muestra algunas imágenes de su casa de infancia en un libro: grandes espacios diáfanos, sin tabiques, con ventanales. “Para mí, nuestra casa era normal. Luego me di cuenta de que las casas de los demás tenían cortinas y calefacción. La ventaja es que, aún hoy, puedo dormir en cualquier sitio y nunca tengo frío”.
Como su progenitor, Tloupas también es un creador, pero de otro lenguaje distinto. “Mi padre trabajaba con el volumen; yo, con la superficie”, reflexiona. Su estudio, Yorgo&Co, es el autor de la imagen corporativa, el grafismo y los logos de un buen puñado de marcas internacionales. Ha firmado campañas para Omega, Diptyque o Loro Piana, ha creado tipografías y publicaciones para Cartier y suyos son los logos actuales de Ricard o Mallet. Afirma compartir con su padre una tendencia a la depuración que tiene más que ver con la ascesis que con el minimalismo. También hay un cierto regreso a los orígenes en uno de sus proyectos más recientes, el café griego Yorgaki, en París. Pero reconoce que la mayor influencia estética de su trabajo, además de los clásicos del grafismo de los años sesenta, es el mundo del skateboard. “Una tabla de skate ofrece una gran superficie para expresarse”, explica. “Y, además, el skate siempre ha estado ligado a la contracultura”. Apasionado de la tipografía y las publicaciones impresas, fundó la revista de coches Intersection y ha ejercido como director de arte de Les Inrockuptibles o de la edición francesa de Vanity Fair. “El papel permanece, y eso me gusta”, explica. “La civilización humana está ligada al archivo. Y lo digital desaparece por definición. Pero, cuando imprimes algo, así se queda”. Por eso, este hombre que confiesa no sentirse apegado por los objetos, lo único que acumula en esta casa triangular son libros. “No los colecciono, pero no dejo de comprar”
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