Una mujer enferma, un romance prohibido y un palacio pintado de rojo: así se fraguó el mayor éxito de Bergman
El castillo de Taxinge-Näsby, un edificio neoclásico edificado entre 1807 y 1813 a 50 kilómetros de Estocolmo, fue el escenario de ‘Gritos y susurros’, el gran clásico del realizador sueco
En 1971, el director de cine sueco Ingmar Bergman era un hombre en plena zozobra. Hacía ya cinco años de Persona, su mejor película, y ocho de su último éxito de público, El silencio. Pero, sobre todo, La carcoma, rodada en inglés y protagonizada por la estrella de Hollywood Elliott Gould, acababa de estrenarse con las peores críticas de su carrera y una mediocre recaudación. Estaba en su retiro de la isla de Fårö, al borde de la depresión (nada nuevo en él, por otra parte), cuando vino al rescate el proceso creativo. En su mente empezaron a tomar forma cuatro mujeres que hablaban en susurros. “La primera imagen siempre volvía: la habitación roja con las mujeres vestidas de blanco”, escribió en su libro Imágenes. Le contó la idea a Sven Nykvist, su director de fotografía habitual, y a ambos les pareció un comienzo prometedor, aunque de momento no hubiera nada más que eso. “Vuelve a visitarme en dos meses”, le dijo Bergman a Nykvist. “Entonces tendrás el guion”. Y así fue.
Bergman desarrolló Gritos y susurros, una historia ambientada a finales del siglo XIX sobre una mujer, Agnes, que agoniza corroída por el cáncer en una gran casa familiar, asistida por sus dos hermanas, la severa Karin y la frívola Maria, y por su generosa criada Anna. El guion exponía en toda su crudeza la enfermedad y el dolor, y también la alienación de unas personas que no han sido educadas para relacionarse desde el afecto cálido y sincero.
Aquello no sonaba a bombazo de taquilla, así que hubo dificultades para conseguir la financiación. El propio Bergman tuvo que aportar la mitad del presupuesto a través de su productora, y otra parte sustancial llegó del instituto sueco de cinematografía. No sin cierto escándalo, ya que voces críticas consideraron que esos fondos debían destinarse a los jóvenes directores que empezaban sus carreras. Se esperaba, al menos, que Bergman rodara la película en los nuevos estudios de la institución, de manera que parte del presupuesto sirviera para pagar los salarios de sus profesionales. Pero el director vio el castillo de Taxinge-Näsby, a unos 50 kilómetros al oeste de Estocolmo, y decidió que no había otra opción posible. “La casa es perfecta, como si la hubiera diseñado yo mismo”, concluyó. El único inconveniente era que parte de sus interiores presentaban un estado ruinoso. Pero eso terminó convirtiéndose en la ventaja definitiva: gracias a ello, se autorizó al equipo de producción para pintar las paredes de rojo, tal y como Bergman había soñado.
Esas paredes lo son todo para la película: otro director de cine, François Truffaut, escribió que fueron el motivo de que el público percibiera Gritos y susurros como una obra maestra y le otorgara un inesperado éxito comercial. Para Truffaut, la omnipresencia del tono carmesí, de una seductora belleza plástica, hacía soportables la historia durísima y el tono sin concesiones de la película. Por su parte, Bergman apuntó que esas habitaciones simbolizaban el útero materno, pero también el interior del alma humana.
El castillo de Taxinge-Näsby es en realidad un palacio neoclásico rodeado de magníficos jardines. Fue edificado entre 1807 y 1813 sobre una colina en la bucólica localidad de Nykvarn, en el condado de Estocolmo. El terreno lo había comprado uno de los hombres más ricos de Suecia, un potentado metalúrgico de origen alemán, Joachim Daniel Wahrendorff. Su hijo mayor, Anders, obtuvo en 1805 el título de barón von Wahrendorff del emperador alemán Francisco II, y decidió construir allí una casa solariega digna de su nueva condición, para lo que contrató al arquitecto sueco Carl Christoffer Gjörwell. El resultado combinaba las pretensiones nobiliarias de Anders von Wahrendorff con la sobriedad de las culturas luterana y escandinava.
La fachada principal de la vivienda, de dos plantas, está dominada por un gran frontón triangular a la manera de los templos griegos, como era típico de la arquitectura de poder de la época. El hijo de Anders, Martin –que, gracias a la invención y venta de cañones de guerra, había multiplicado la ya enorme fortuna familiar–, murió sin descendencia oficial, y la casa la heredó su hijo natural, Martin Ludvig Berg, y tras este su esposa, Ebba Augusta Hägerflycht, mujer de fuerte personalidad que se casó en segundas nupcias con el conde Arvid Posse, primer ministro sueco entre 1880 y 1883, y en terceras con el diplomático inglés Audley Gosling, y que convirtió la propiedad en una próspera granja. Según algunas fuentes, Ebba Augusta habría inspirado al dramaturgo August Strindberg el personaje protagonista de su obra La señorita Julia, una mujer educada para pensar y actuar como un hombre en pleno siglo XIX.
Strindberg era, precisamente, uno de los grandes referentes de Bergman. “El expresó cosas que yo había experimentado y para las que no pude encontrar palabras”, dijo el cineasta. Esta influencia se aprecia en el pesimismo con el que se retratan las relaciones de pareja en muchas películas bergmanianas, entre las que Gritos y susurros no es una excepción. En esos interiores rojos, mientras se espera a la muerte que debe llevarse a Agnes, suceden cosas terribles que ni siquiera Strindberg se había atrevido a plasmar. Maria, con su aparente dulzura y su amable despreocupación, está llena de vanidad y experimenta una urgencia patológica por seducir a quien se cruce en su camino. Karin, que parece la más madura, odia al género humano casi tanto como a sí misma, cree que su matrimonio es “una maraña de mentiras”, rechaza furiosamente el sexo y se autolesiona cortándose la vagina con un cristal roto, extendiendo la sangre sobre su boca, para horror de su marido. Ninguna de las dos parece capaz de transmitir afecto ni de conectar emocionalmente con otros seres humanos, menos aún entre ellas.
En cuanto a Agnes, solo encuentra sosiego durante los escasos momentos en los que no está poseída por el sufrimiento que le causa su enfermedad. Y Anna, la criada, con la que podría estar manteniendo una relación sentimental, hace lo que puede para confortarla, acompañándola cálidamente en el tránsito hacia la nada. Hay dos escenas sublimes, entre el sueño y la vigilia, que son el corazón –rojo, por supuesto– de la película: en una, Maria y Karin comparten caricias y confidencias arropadas por una suite para violonchelo de Bach, y en otra asistimos a una resurrección que cada personaje recibe de un modo distinto. Ante ella, el espectador también se pregunta qué sentimientos albergaría si volviera a la vida alguien cercano que acaba de morir tras una larga y dolorosa agonía: horror seguramente, quizá compasión. En otro de los momentos más emocionantes de la cinta, que sirvió para diseñar su cartel, las protagonistas comparten un momento de felicidad fugaz paseando por los jardines de la finca Taxinge-Näsby a plena luz del día.
Es una escena representativa del clima familiar que se vivió durante el rodaje en aquella casa, que duró 42 días del verano de 1972. Dada la escasez presupuestaria, se pidió a los actores principales que reinvirtieran su sueldo en la película, así que ellos también ayudaron a financiarla, lo que aumentó su vinculación con el proyecto. Las actrices que encarnaban a las hermanas protagonistas eran parte de la compañía habitual del director. Liv Ullmann, a la que él había descubierto en Persona, acometía el papel de Maria, y también el de su madre en un flashback. La regia Ingrid Thulin era Karin. Y Harriet Andersson, que había sido un sex symbol juvenil en Un verano con Monika (1953), uno de los mayores éxitos de Bergman, era la sufriente Agnes. El papel de la doncella Anna lo interpretaba Karin Sylwan, bailarina y coreógrafa con escasa experiencia en el cine, en sustitución de Mia Farrow, la primera opción contemplada por el director. Liv Ullmann había sido la pareja del director hasta hacía poco tiempo, como también, antes que ella, Harriet Andersson. La quinta y última esposa de Bergman, Ingrid von Rosen, interpretaba un pequeño papel. Igual que dos de las hijas del director, Linn Ullmann (también hija de Liv) y Lena Bergman (de su primera mujer, Else Fisher).
En Suecia la película fue bien acogida, aunque recibió ataques por su falta de posicionamiento político. A algunos críticos no les gustó que las protagonistas fueran unas mujeres burguesas en una sofisticada casa de campo, y que apenas hubiera alusiones a las implicaciones sociales de la situación: quizá esto les suene a quienes han seguido algunos comentarios públicos sobre La habitación de al lado, última película de Pedro Almodóvar, que por otra parte presenta evidentes semejanzas argumentales y formales con Gritos y susurros. Pero estas acusaciones no tuvieron mucho eco fuera de aquel país. En su estreno internacional durante el festival de Cannes de 1973, fuera de concurso, fue acogida con entusiasmo. A Sven Nykvist le valió su primer Oscar a la mejor fotografía (volvería a ganar otro 10 años después por Fanny y Alexander, también de Bergman), y también obtuvo nominaciones a las estatuillas a la mejor película, director, guion original y vestuario, algo muy inusual para una película de habla no inglesa.
Sin embargo, las grandes distribuidoras norteamericanas la habían rechazado. Asegura la leyenda que, en uno de los pases que se organizaron para vendérsela, alguien dijo que habría que pagar dinero a los espectadores en lugar de cobrárselo. Contra todo pronóstico, se llegó a un acuerdo con Roger Corman y su pequeña distribuidora New World Pictures, especializada en películas eróticas y de terror de serie B (Private Duty Nurses y Lady Frankenstein se estrenaron en 1971), y de su mano se convirtió en el mayor éxito comercial Bergman en los Estados Unidos.
El castillo Taxinge-Näsby pertenece hoy en día al municipio de Nykvarn. También sirvió como escenario para otra película, Las mejores intenciones (1992), de Bille August, con guion del propio Bergman, que contaba las vicisitudes de sus padres durante su noviazgo y primeros años de matrimonio. Allí se rodó una de las escenas más importantes de la película, la de la boda entre los protagonistas, ya sin paredes rojas. Pero en la actualidad también puede alquilarse para celebrar enlaces no ficticios. Además, su café es conocido por un suculento bufé de tartas, y durante más de una década se utilizó como plató para un reality televisivo de repostería que aún se emite, Hela Sverige bakar (“Toda Suecia hornea”).
Según contó Bergman en el momento del estreno, Gritos y susurros estaba inspirada en su madre, llamada Karin como una de las tres hermanas protagonistas. A partir de esta afirmación, se ha contemplado la película como el retrato de una sola mujer desdoblada en otras cuatro. Que, como escribió el cineasta en su diario, eran Agnes, la moribunda; Maria, la más hermosa; Karin, la más fuerte; y Anna, la sirvienta. Esa capacidad para trascender los clichés unidimensionales sobre las mujeres le valió la definición de “director femenino, más que feminista” (son, de nuevo, palabras de Truffaut en su reseña). Sin embargo, como toda obra de arte compleja, se resiste a cualquier intento por reducirla a una sola interpretación. Al cabo de los años, en una entrevista para el documental de la televisión sueca Bergman y el cine (2004), de Marie Nyreröd, Bergman se desmintió a sí mismo. “Lo de mi madre era una mentira que le conté a la prensa”, admitió. “Un comentario espontáneo, descuidado. Es muy difícil decir nada sobre Gritos y susurros”. En esto hay que darle la razón.
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