Persona
Pensar se usa como sinónimo de que te coman el coco; pensar, comprometerse, es perjudicial
Se palpa en el aire. Es sabiduría popular. Sentencias de cajón. Los corderos mansos y los leones fieros. Poesía pura. Los ricos también lloran y Marina D’Or es lugar de vacaciones. Desde el mismo incomparable marco teórico, dos personalidades del panorama social —David Bustamante y Andrea Levy— apelan al concepto de persona: Levy justifica que Casado nunca habría podido cometer bárbaras declaraciones de intención, bárbaros análisis y pronósticos respecto al paro, la inmigración o las mujeres, porque Casado es, antes que político, “persona”. Bustamante subraya su pureza y bondad: “Ni machista ni feminista, soy persona”. Entonces imagino: ameba, maniquí, trozo de carne. Feministas, ecologistas, nacionalistas, federalistas, liberales, cristianos y cristianas, abolicionistas, animalistas, mártires del veganismo, budistas y nudistas —por poner algunos ejemplos— no son personas. Son gente corrompida por ideas, porque pensar se usa como sinónimo de que te coman el coco; pensar, comprometerse, es perjudicial: los libros pronto llevarán las mismas advertencias que los paquetes de tabaco. Corromperse con ideas es alejarse de la esencia de persona. El eau de persona. Intento decantar ese ideal: alguien se aprieta un granito y se alegra de que el amor triunfe. Corazones de vaca y buenos salvajes no contaminados por sofisticaciones civilizatorias, máculas educativas, retorcimientos argumentativos. Seres vivos que nacen, crecen, se reproducen, mueren y rechazan —¡lagarto, lagarto!— un exceso de instrucción que nos deshumaniza. Quizá esas son las “personas humanas” que escandalizaban la sensibilidad semántica de mi abuelo, que era de Lavapiés, mecánico, socialista, republicano y melómano. Sospecho que tales atributos le alejan del eau de persona. Persona arcángel, ameba, buena. Personas sin etiquetas a las que, no obstante, les encantan las marcas y, en sus selecciones, ejercen su libertad. Seleccionar no es lo mismo que elegir: seleccionar conlleva un plus de clase.
La apelación al hecho de “ser persona” estigmatiza ideologías —solo algunas—, desvaloriza la educación y ensoberbece la ignorancia. Consolamos a quienes no han disfrutado de una igualdad de oportunidades educativas porque naturalmente son personas —aunque haya quien las explote como animales—, y a la vez justificamos las malas prácticas de quienes han cursado másteres fantásticos, que no son lo mismo que fantásticos másteres, también porque son personas. La devaluación polisémica del concepto persona sirve incluso para desmerecer a las que más se esfuerzan en serlo y saben que a veces la educación no nos libera de la insolidaridad y el odio. Pero ayuda. Franco debía de ser persona porque no era comunista ni masón, y subía en sus rodillas a sus descendientes. Lo sabemos por Telemadrid. Ser persona —humana, débil— tal vez hasta exonera al dictador de asesinatos de otras personas que, más bien, eran demonios —¿recuerdan cómo Vallejo-Nájera trataba a las presas rojas?—. Ingmar Bergman escribió un libro y rodó una película tituladas Persona: actrices, cuidadoras, mujeres que pierden la voz y los rasgos de sus identidades. Rostro y máscara se ciñen indisolublemente. La máscara de mi indumentaria intelectual, mi acción, mis ideas políticas y religiosas, y de los prejuicios que modifico en función de mis experiencias y ganas de pensar, se funden con mi rostro y resultan en la persona que construyo —o me dejan construir—: la que va más allá del ADN, se transforma y reivindica el valor de la educación pública. A lo mejor la diferencia reside entre ser persona (adjetivo) o una persona (nombre). Mientras se resuelve el conflicto gramatical, decido ser coliflor.
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