Carlos Cruz-Diez, el último pensador cromático
Ideólogo del cinetismo en los años cincuenta y pionero del intervencionismo urbano en los setenta, el artista plástico venezolano hizo del espacio y el tiempo su práctica, cambió para siempre la relación entre obra y espectador e inventó el arte como experiencia participativa al servicio de la sociedad
Que lo sepan: eso que media entre ustedes y esta pantalla no es éter, invisible y transparente. Hay una energía ahí, manifestándose imperceptible, pero no por ello menos real. Un giro, un gesto, un breve desplazamiento podrían revelarla. Sí, está pasando. Es el color. Porque, en efecto, el color ocurre. Liberado de toda forma, instalado en el espacio con autonomía, ocupando el tiempo. Quién le iba a decir a Einstein que en su concepción de la relatividad también había una teoría cromática.
Carlos Cruz-Diez (Caracas, 1923-París, 2019) la intuyó de niño, viendo bailar la luz sobre el vidrio de las botellas en la licorería de su abuelo, farmacéutico y poeta, y decidió consagrar su vida a estudiarla y desarrollarla. “Me he propuesto establecer un sistema simple y directo de comunicación a través del color, donde el espectador descubra y constate sus posibilidades y limitaciones”, decía este alquimista y poeta colorimétrico. “Quiero implicarlo en la vivencia de una situación mutante que le permitirá descubrir el color haciéndose y la posibilidad de encontrar su propio razonador afectivo”. A día de hoy, la suya sigue siendo la explicación más sentida del arte cinético. Y su obra, la mejor manera de experimentarlo.
A este venezolano se le tiene por el último gran pensador del color del siglo XX. Investigador y filósofo tanto como artista plástico. “En su obra culminan el descubrimiento de la movilidad cromática de los impresionistas, la exploración del espacio de los constructivistas, las estrategias perceptivas impulsadas por Josef Albers desde la Bauhaus y la liberación de cualquier contexto objetivo de los expresionistas abstractos”, concede Carlos Cruz-Diez Jr., que ha vivido la peripecia cromática de su progenitor desde niño, en el taller junto al resto de la familia.
“Siempre decía que el aire está coloreado, solo que nos enseñaron a no verlo”, continúa. Empeñado en demostrar la existencia del color más allá de su condición como mero acompañante de la forma (“la anécdota”, que decía), Cruz-Díez cambió la relación entre el espectador y la obra, más elemental, directa, sin necesidad de que quien la contemple posea información previa. Una misión que comenzó en 1950, mientras trabajaba aún en publicidad como diseñador gráfico.
Instalado en París a partir de 1960, donde se mediría, confraternizaría e intercambiaría ideas con artistas como Pozo, Vasarely, Tinguely, De Marco y Le Parc, lo conseguirá al integrar el continuo espacio-temporal en sus piezas, que no fijan un instante concreto, sino que muestran infinitas posibilidades según la luz, la distancia y la velocidad a la que nos movamos, dando fe de lo cambiante de la realidad. “Por eso, y porque se realiza en el espacio y en el tiempo, su obra es en sí misma la realidad”, dice su hijo.
Sostenía el artista que ninguna de las teorías formuladas sobre el color era totalmente cierta. De las suyas derivan estas verdades: que allí donde colisionan dos planos de color vibra una sinfonía de matices contenida en una línea más oscura (“módulo de acontecimiento cromático”, sobre el que basó su principio del color aditivo), la cual surge como ilusión óptica; que el color virtual (el que permanece en la retina y provoca cierta “inducción cromática” al observar otro) es tan real como el físico (fisiocromía, resultado de la trampa de luz) y que lo importante será siempre el acontecimiento visual (por interferencia, saturación o transposición cromáticas). “De ahí su principal contribución al cinetismo desde los setenta: hacer del arte una experiencia participativa antes que contemplativa”, cuenta el hijo.
Son sus intervenciones urbanas, en espacios institucionales y privados, los que dan la medida de su conciencia social, activa ya desde sus inicios, cuando le daba a la pintura figurativa y a la fotografía para denunciar la miseria que veía en los barrios más deprimidos de Caracas (inútilmente, confesaría). “El arte es comunicación: lo que digo, lo que hago es consumo para la sociedad”, constató. Normal que haya quien lo considere pionero del street-art.
De darle continuidad a su invención del arte como servicio público se ocupan el taller parisino y la fundación homónima establecida en Houston en 2005, que ahora dirigen sus hijos e invo- lucra a sus nietos. Tienen trabajo “para varias generaciones”, dice Cruz-Diez Jr.
Uno reciente: el 11 de la madrileña calle Montalbán, en el edifico de la antigua Azucarera Nacional reconvertido en inmueble de lujo (allí se ubica ese ático tríplex que el pasado abril batía récords al venderse por 14,6 millones de euros, de los que parte pueden atribuirse a las piezas del caraqueño incluidas en la vivienda). Y el más reciente acaba de inaugurarse en Mahón: la intervención en clave de color aditivo de los pasos de peatones al final de la escalinata del Parque Rochina que lleva al puerto, el complemento urbano de la monográfica que la sede menorquina de la galería Cayón le dedica hasta el 27 de agosto. Para encender todos los colores que están en el aire, pero tenemos apagados.
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