Ni abstracción fría ni figuración narrativa: viaje emocional a las entrañas del color
El artista salmantino Rubén Rodrigo traduce su obsesión por El Greco, Velázquez, Van der Weyden o Francis Bacon en una serie de pinturas que no emocionan por lo que describen, sino por lo que evocan
Para muchos habitantes de Madrid la visión de la ciudad sepultada bajo la nieve durante el temporal Filomena fue una experiencia estética irrepetible. Al artista Rubén Rodrigo (Salamanca, 1980), sin embargo, aquello no le resultó tan imponente como otra imagen que había atesorado en la memoria meses atrás: visitar el Museo del Prado cuando reabrió tras la primera ola de la pandemia. “Resultó que todo lo que había leído sobre la luz del Prado era verdad”, explica. “Cuando no hay nadie más en el museo, las obras ganan otra dimensión, el aire está ahí, todo tiene una delicadeza invisible”.
Confiesa el artista que en Apóstoles. Tres estudios para una crucifixión, la exposición que acaba de protagonizar en la galería Fernando Pradilla (Claudio Coello, 20. Hasta el 10 de abril de 2021) ha querido, en la medida de lo posible, recrear esa solemnidad y favorecer el espíritu de contemplación a través de la luz y el color. “Me interesa esa seducción potente, como cuando te encuentras un Ferrari de frente”, explica. Por eso, por ejemplo, los muros de la primera estancia están pintados de un tono verde que podría recordar al de ciertas salas de la pinacoteca madrileña, mientras que la segunda sala presenta “una luz blanquísima” que, explica, ha conseguido modificando los focos originales con difusores y correctores de temperatura. “Así, los colores vibran de un modo determinado. Todo cuenta. Y mi prioridad era que el mensaje fuera muy limpio, muy claro”.
No es casualidad que el color sea primordial en estos grandes lienzos en los que enormes manchas de tonos brillantes y sumamente específicos parecen encontrarse, dialogar y superponerse. Para Rodrigo, el color fue una tabla de salvación –la expresión es suya– durante los días más duros del confinamiento. Explica que la serie Apóstoles surgió así, “Convertí la serie en un diario cromático, una tabla de salvación que me sacaba de la apatía del confinamiento. La rutina diaria de pintar se convirtió en algo excepcional que me sacaba de esa otra rutina espantosa, la de la pandemia”. El punto de partida fueron los apostolados de El Greco. “Mi trabajo es abstracto, pero mis referentes son mucho más clásicos y figurativos que abstractos y modernos”, apunta este artista que descubrió la pintura, asegura, a través de su fascinación por el Cristo crucificado de Velázquez.
De la serie del maestro cretense tomó la preocupación por el color, la simbología e incluso la numerología. “Me interesaba la relación de los doce apóstoles con los doce meses, ese trasunto del apostolado con el tiempo, lo solar y lo cósmico”, explica. La otra gran serie que expone, Tres estudios para una crucifixión, son una cita directa a las obras más conocidas de Francis Bacon, y también a la semiótica del tema. “Para mí, la crucifixión es una metáfora del cambio, de la transformación social, del estado de las cosas”, explica. La disposición de los paneles remite al Descendimiento de Rogier Van der Weyden, y los colores evocan El expolio del Greco.
Y, sin embargo, nada de eso está de manera explícita en las obras de esta exposición. “No soy religioso, pero la mayoría del arte sale de ese crisol, por eso me interesa”, explica Rodrigo. Por eso sería un error entender estas obras como interpretaciones en clave contemporánea de emblemas de la pintura del Siglo de Oro. Tampoco son abstractas sin más, por más que el uso de los pigmentos y la composición parezcan remitir a ello. Son obras figurativas que, gracias a su coherencia interna y al contexto –el montaje, la iluminación, los títulos de cada pieza, la agrupación en polípticos– invitan a ser contempladas como quien entra a una iglesia barroca o un museo de arte clásico. Son elipsis –es la palabra que emplea Rodrigo para describirlas– “que conectan la pintura clásica con el futuro”. Y que ha creado, asegura, fiándose solo de su memoria. “Funciono a partir de mi archivo memorístico. No he trabajado con ninguna referencia física. No tenía una reproducción del Apostolado del Greco en el estudio, prefiero trabajar con la memoria que, es algo que filtra, crece y se deforma. Hay colores que se amplían o empequeñecen en la memoria”.
El protagonismo, en todo caso, recae en el color. Color a ultranza, como lenguaje único. Y no de cualquier tipo. “Siempre he sido más veneciano que español en cuestión de paleta cromática”, apunta el artista. “Es curioso pensar que el color no es algo objetivo. Por ejemplo, hasta el siglo XX los tratados de historia del arte ni siquiera hablaban del color”, reflexiona. “Los colores son una vibración de la luz, son casi olfativos. Los colores huelen cuando salen del tubo, y cada uno huele distinto. No tengo un color favorito. Trabajo de manera intuitiva. Y, aunque no sepa por qué, aspiro a que ese color emocione al espectador”.
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