Joel Meyerowitz, el mito de la fotografía que se descubrió a sí mismo en Málaga: “La experiencia española es central en mi vida”
El legendario artista neoyorquino vuelve a pasear por las calles andaluzas medio siglo después del viaje iniciático que transformó su visión
El músico callejero toca las notas de Bella ciao en su violín mientras la ciudad bulle a su alrededor. El sol aprieta. Cientos de turistas van y vienen con la prisa incorporada a su itinerario. Hay grupos que persiguen el paraguas de un guía, otros portan ruidosas maletas con ruedas, algunos miran souvenirs sin alma. Solo una persona camina despacio, sin revoluciones, un espíritu silencioso. Lleva una cámara de fotos en la mano. Observa atento, se desplaza con calma, acecha el momento. Pum. Lo encuentra de repente cuando un joven con kimono azul se pone a bailar. Tiene 86 años, pero Joel Meyerowitz (Nueva York, 1938) se transforma entonces en un chaval. Es instantáneo, un impulso. Dispara. Se gira. Dispara. Se contonea. Pulsa el botón, se aleja, dispara. Un gimnasta en busca del encuadre perfecto. Son segundos que concentran una eternidad. Hasta que el momento se evapora en un fogonazo y solo permanece en su vieja Leica, archivo de fantasmas. Entonces el fotógrafo vuelve a fundirse entre la multitud, se hace invisible. Meyerowitz en estado puro.
La leyenda, el mito, el símbolo de la fotografía callejera pasó unos días en España para mostrar unas 200 imágenes que tomó durante un viaje con su mujer, Vivian, por la Europa de los años sesenta. Muchas son inéditas y se expondrán, hasta diciembre, en el Museo Picasso de Málaga, ciudad capital en aquel periplo. Joel Meyerowitz. Europa 1966-1967 es un resumen de una iniciática excursión en la que recorrió 30.000 kilómetros por diez países e hizo 25.000 fotografías. Tenía 28 años. A su vuelta a Estados Unidos, el MoMA de Nueva York expuso 40 de ellas. Fue el despegue de uno de los fotógrafos fundamentales del último medio siglo, cuya trayectoria recoge un exitoso tránsito por todos los géneros posibles. Casi seis décadas después, mantiene una pasión por la fotografía que no se apaga, como el interés por su trabajo. Una muestra en la Tate Modern de Londres se une a la malagueña, como el recién estrenado documental Two strangers trying not to kill each other -dirigido por Manon Ouimet y Jacob Perlmutter- y la flamante publicación Joel Meyerowitz: ¿en color? (La Fábrica), su libro número 54. Este es, una vez más, su gran año.
Un paseo cualquiera por las calles de Málaga se convierte, a su lado, en una experiencia reveladora. “Cuando salgo no sé qué va a pasar. A veces es una persona, a veces el espacio, pero siempre ocurre algo”, relata. La conversación con el neoyorquino es vibrante. Habla de la importancia de mirar con curiosidad, de dejarse llevar, de estar preparado para pulsar el botón, de fotos perdidas e imposibles de recuperar por no reaccionar a tiempo. También de cómo llegó a la fotografía a principios de los años sesenta, impactado cuando pudo observar a Robert Frank en pleno trabajo. Luego conoció al británico Tony Ray-Jones y con él comenzó a fotografiar en la calle a diario “para aprender el lenguaje” e incluso llegaron a conocer a Henri Cartier-Bresson. Más tarde encontró nuevos compañeros: su vecino Garry Winogrand y Tod Papageorge. Recorrieron juntos la Quinta Avenida de Nueva York durante cuatro años. Usó el color para “redondear” todo lo que veía. Se convirtió en un pionero: sus imágenes dieron vida a aquellos personajes que solo se habían visto en blanco y negro.
Ahorró el dinero que ganaba como director de arte en publicidad y se fue a Europa. Los seis meses en Málaga le marcaron para siempre. Se descubrió a sí mismo. “Empecé a hacer fotos diferentes, a entender mi punto de vista personal”, relata como si fuera ayer. Jugaba con las sombras del sol andaluz. Creaba relaciones entre lo que aparecía en su encuadre. Pasó de la simplicidad a la complejidad en unos meses. “Y eso cambió mi vida”, asegura. “Todos estamos influidos por el pasado. Miras a Robert Frank o Cartier-Bresson y bebes de ellos. Eso está muy bien, pero no es suficiente: hay que encontrar una voz propia. Y de eso me di cuenta en Málaga. La experiencia española es central en mi vida”, revela con cercanía y un poco de pose. El flamenco añadió ritmo a su punto de inflexión. La familia gitana Escalona, con nueve hijos repartidos en cuatro habitaciones, le enseñó el flamenco puro. Cantaban y tocaban la guitarra por tradición, folclore y pasión, alejados de los tablaos comerciales. “Aficionados malagueños”, subraya el artista en castellano. De ellos aprendió la autenticidad.
“Cada vez que decían olé lo hacían desde el conocimiento de su historia, de su alma, de su pureza. Cuando algo así me pasa con la cámara es mi momento olé. Es un instante de inspiración, una respiración profunda que llena de oxígeno el cerebro. Tienes que ser consciente de la necesidad de ese momento, de que eso que has visto no puede esperar, moverte. Es el reconocimiento instantáneo del momento verdadero”, aclara. Cita a Carlos Alcaraz, al entrenamiento para prever dónde irá el siguiente golpe, anticiparse a lo que viene, estar en el lugar exacto. ¿Se consigue siempre? “No. Entonces solo te queda observar lo que perdiste”, reconoce quien se ha dejado muchas fotos atrás y siempre intenta que no vuelva a ocurrir la próxima vez. “Una vez pregunté a Muhammad Ali, cuando él tenía va 45 años, cómo era no ser tan rápido de reflejos pero, a la vez, ser más sabio que nunca. Me dijo: ‘No puedes dudar ni un momento’. Y eso hago. Yo ya no soy tan rápido como antes, pero siempre doy lo mejor de mí mismo”, sentencia.
Demuestra sus palabras con hechos mientras recorre Málaga. Ya no es la misma ciudad que visitó hace seis décadas bajo la dictadura franquista. Él se sentía entonces más libre para fotografiar que ahora, tras obtener el reconocimiento mundial. Se queja de la cantidad de turistas, de la “ofensiva cantidad de señales” que saturan con ruido visual el paisaje urbano. Disfruta al fotografiar a un grupo de turistas que se prueba sombreros frente a un espejo de mano, uno a uno, como si fuera un ritual. Luego se fija en dos chicas que le ven venir. Él se hace el despistado y empieza el juego. Enfoca a un edificio y se acerca a ellas. Apunta a unas palmeras mientras continúa su avance. Las mujeres le olvidan y aprovecha. Click. Su dedo anular martillea la cámara. Luego presenta una sonrisa para despedirse. Muestra su trabajo orgulloso pero, a la vez, lamenta que en la mayoría de las fotos de hoy -como esta- siempre hay un teléfono en algún lado.
Eso le aburre y recuerda entonces el día que Steve Jobs anunció el primer iPhone. El estaba allí -dónde si no- y capturó a decenas de personas levantando sus ya viejos móviles para fotografiar el flamante dispositivo: “Tenían todos las manos levantadas como en el saludo de Hitler. Lo vi como una profecía”. Eso le lleva a comparar la Europa que conoció en los sesenta y la actual, marcada por el ascenso de la ultraderecha: “Mira a los millones de personas que aman a Trump. Aman a un mentiroso. A él esa gente le importa una mierda, pero aun así ellos están dispuestos a votarlo. Aquí es lo mismo con la extrema derecha. Meloni en Italia o lo que pasa en Francia”. Culpa a internet. A titulares tendenciosos, bulos, manipulación. No entiende el apoyo juvenil a movimientos cercanos al fascismo. “Los jóvenes son dependientes de internet, les genera ansiedad y quieren gratificación inmediata”, añade quien practica la desconexión cada día a partir de las seis de la tarde. Tanto él como su mujer guardan sus dispositivos electrónicos en algún rincón hasta la mañana siguiente. Leen, cenan, conversan. Duermen mejor. “Solo hace falta disciplina”, recomienda. Es el primer consejo que da en toda la mañana.
¿Cuál es el secreto? Es la pregunta estrella en sus entrevistas, charlas o clases online. “No hay”, responde. “La única indicación que doy es que, si estás caminando por la calle y algo llama tu atención, no te des la vuelta y lo olvides. Si quieres tener tu propia identidad, ve hacia allá, sigue tu instinto, haz la foto”. Anima a llevar la cámara siempre encima, como hace él mismo. Y recuerda un básico: mantenerla siempre encendida para ser más veloz. Tras un puñado de fotos más y media hora de caminata, Meyerowitz avisa de que hasta aquí ha llegado. Tiene energía de sobra, pero también una agenda apretada. Busca sombra y agua mientras reconoce que también ha llegado el momento de mirar hacia atrás. “Ya no estoy tan hambriento como antes. Si llegas a una edad como la mía y has hecho medio millón de fotografías, necesitas pasar tiempo con tu archivo. Quiero darme ese placer”, dice con una sonrisa. Y advierte: “Acabo de escanear casi 240.000 fotografías de mi juventud que aún no he visto”. Queda Meyerowitz para rato.
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