Meyerowitz: “El fotógrafo siempre trata de adivinar aquello que se esconde”
Una exposición muestra los paisajes de este renovador de la fotografía y pionero del color
El paisaje es solamente una parte de la obra de Joel Meyerowitz (Nueva York, 1938). Supone una fragmentación de la realidad que surge de una anécdota; de una casualidad; de “un instante de revelación”. De ese mundo visible, que está ahí para todos, y que desde hace casi sesenta años ha atrapado el interés del artista a través de su misterio. Su ansia por descifrarlo lo mantiene vivo, alerta tanto al gesto de aquel con quien que se cruza en la calle, a la luz que se filtra por una ventana, como a la sombra que dibuja un bosque. Así, habla de la fotografía con la pasión del novicio y la elocuencia de un gran maestro. Sus ideas han ido evolucionando, sus temas varían, pero el enigma que le ha mantenido conectado a su arte, y a sí mismo, persiste.
La Fundación Tatiana Pérez de Guzmán el Bueno, en Madrid, comienza su ciclo Encuentros sobre Arte y Naturaleza con una pequeña y exquisita exposición compuesta por doce paisajes del fotógrafo nacido en el Bronx. Su inauguración estuvo acompañada por una charla con el artista, con el propósito de compartir ese espíritu que guarda su obra en la que se define un paisaje inherente. “¿Qué supone algo tan característico en su obra como es el cruce de gente en Manhattan? ¿Con quién dialogan estas personas que no sabemos muy bien a dónde van ni de dónde vienen? ¿Con el fotógrafo? ¿Qué posición asume este con respecto a este hábitat urbano y a otro tipo de paisaje?", se cuestiona Miguel López Remiro, comisario de estos encuentros.
“Vivimos en un paisaje amenazado”, señala Meyerowitz. Un paisaje irremediablemente alterado por la contaminación, la industria y el exceso de construcción, entre otros muchos factores, al que el artista a lo largo de su extensa trayectoria ha respondido de diversas maneras. “Cuando empecé en la fotografía no tenía ni idea de qué quería fotografiar. Aunque sí sabía que la vida en las calles era aquello que más me seducía. El paisaje no atraía mi interés, no lo entendía como un tema”, recuerda el autor, quien abandonó su trabajo como director de arte en una pequeña agencia neoyorquina y su afición por la pintura para lanzarse de lleno a la fotografía.
Todo ocurrió de forma inesperada, el día en que observó a Robert Frank —entonces un desconocido para él— disparar en movimiento durante una sesión publicitaria. Aquella sutil movilidad de la que hacía gala el fotógrafo suizo impactó al americano, de quien destaca su ágil y elegante coreografía para saber meterse en el recoveco más idóneo y disparar. Un ballet a quien el comisario de la muestra otorga un carácter de perfomance, casi pictórico. “La fotografía implica una extraña dicotomía. Requiere una acción inmediata, y aun así y al mismo tiempo existe un grado de lentitud, de emplear tiempo en prestar atención al lugar donde te encuentras”, señala Meyerowitz. “Uno se ve anclado al espacio hasta que se desencadena un momento de reconocimiento. Es como si existieran dos longitudes de onda distintas; en una te mueves y en la otra reaccionas. La vida te enseña que la presteza es una disciplina. El fotógrafo siempre está tratando de adivinar aquello que se esconde ante él”.
Había cruzado la frontera de México en 1962 y esperaba en la parada de un autobús cuando un arcoíris surco el cielo. “Esto generó una respuesta en mí”, recuerda el artista. “Podía haberme desplazado unos metros para prescindir de la presencia de los dos vehículos, pero mi instinto hizo que me parase y mostrase el arcoíris entre los dos extremos de los coches, marcando el espacio. En ese momento tuve mi primera revelación sobre qué podría ser la fotografía de un paisaje. Se despertó mi entendimiento y mi curiosidad”. Desde entonces la obra de este innovador de la fotografía ha abarcado prácticamente todos los géneros: en los sesenta captó el frenético latido de las calles de Nueva York junto con otros como Garry Winogrand y Diane Arbus, siendo uno de los primeros en hacer uso del color; ha retratado con cámara de gran formato los silenciosos paisajes marinos de Cape Cod, la Toscana y la Provenza; también ha practicado el retrato; fue el único fotógrafo al que se le permitió la entrada en la Zona Cero tras el atentado del 11/S. Hoy se dedica a observar la naturaleza muerta con la capacidad introspectiva de un místico, después de haber realizado dos series dedicadas a los objetos de Cézanne y Morandi, respectivamente.
El artista habló de las diversas formas en las que cada paisaje revela su potencial: “La fotografía trata de prestar atención a aquello que despierta a uno en una fracción de segundo. De reconocer algo que sólo uno mismo ve. Así, aunque la fotografía sea el medio más democrático de las artes, creo que es a través de la búsqueda de nuestra individualidad y de nuestra identidad como entramos en contacto con el artista que todos llevamos dentro”. Hizo hincapié en la importancia de dejar que el instinto se convierta en guía: “Prescindir del control cambió mi trabajo. Mi obra es cada vez más intuitiva, menos cerebral más de acorde con el espíritu”. Recalcó cómo a veces las figuras humanas alteran el paisaje con su curioso comportamiento, poniendo de manifiesto la ironía, tan tierna como incisiva que muchas veces subraya su obra. “A veces ocurre que una fotografía funciona relacionando dos cosas separadas entre sí dentro del marco. Estableciendo una relación puede dar como resultado algo novedoso “, destacó como una de sus prácticas habituales.
También subrayó la capacidad de la luz para alterar un paisaje. Así, describió el momento que dio lugar a Daily Land, una de sus imágenes más conocidas, cuando al atardecer, de camino a la compra, se percató de que un paisaje que bien podía ser un cliché se había visto completamente modificado. “Podía saborear el color”, recordaba. “A veces uno no necesita El Partenón, ni otra gran estructura, cuando un edificio humilde o una cabina de teléfono exhibe su grandeza en la forma de expresar un significado”.
La tragedia del 11/S pilló al artista en su ciudad. “Se trataba de un trozo de historia y alguien tenía que documentarlo y ofrecérselo a la gente de Nueva York”, relata el artista. “Durante 9 meses fui testigo de cómo el paisaje cambiaba a diario mientras se limpiaba la zona de escombros. Fue la experiencia más excepcional que he tenido. Me cambió como persona y como artista”. Tuvo que compaginar este proyecto con otro ya iniciado en la Toscana: “Aquella tierra cultivada desde hacia miles de años, me hizo adentrarme en el pasado y me enseñó que el mundo era un buen sitio donde estar. Me dio esperanza, esa que todos necesitamos, especialmente en la era de Trump”.
¿Se puede mantener el interés dentro de un marco sin tener un sujeto en concreto? Meyerowitz habló de la posibilidad de fotografiar el vació, una simple atmosfera, prácticamente la nada con una cámara que contradictoriamente describe todo, como lo hacen algunos de sus paisajes marinos, como Bay Sky. Y, ¿qué aporta la fotografía que la pintura no da para describir la naturaleza en concreto? “La pintura requiere un periodo extendido de tiempo, mientras la fotografía requiere solo una fracción de segundo. Es necesario que exista el flechazo con ese momento que estás viviendo”, explica este autor que en varias ocasiones ha estado tentado a retomar la pintura.
La gran lección que aprendió en la calle es que la gente siempre se comporta de la misma manera. Y que con el tiempo uno llega a desarrollar una percepción extrasensorial. “La calle es un texto invisible que se lee de forma global, en un mismo momento. Esta todo allí, como en un jeroglífico de una tumba egipcia. Solamente hace falta que quieras leerlo. Disponerte a buscar la belleza. Y, la belleza significa el momento, no solamente lo que es bello”.
Era ya de noche cuando Meyerowitz recorría las calles de Madrid. En una esquina ardía un contenedor. El artista sacó su cámara dispuesto a recoger el momento, interrumpido por un bombero que le advertía del peligro. A sus 80 años el mundo sigue estimulando sus sentidos y le rinde honor subiendo la cámara y apretando el botón.
Joel Meyerowitz. Fundación Tatiana Pérez de Guzmán el Bueno. Madrid. Hasta el 7 de diciembre.
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