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OPINIÓN
Tribuna
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Colores flúor, cadenas de comida rápida y meninas: ¿por qué las ciudades son cada vez más feas?

La controversia de una cadena de tiendas de colchones y sus llamativas fachadas en la capital devuelve a la calle uno de los grandes debates urbanísticos del siglo XXI: lo desagradable a la vista que se han vuelto a la calle

Tienda de Factory Colchón en la calle de Santa Engracia 66, uno de los locales donde la empresa ha tenido que repintar la fachada del color original del edificio por orden del Ayuntamiento.
Tienda de Factory Colchón en la calle de Santa Engracia 66, uno de los locales donde la empresa ha tenido que repintar la fachada del color original del edificio por orden del Ayuntamiento.Lucia Pardo
Sergio C. Fanjul

Por la calle se ven muchas cosas feas y, por lo general, los sufridos ciudadanos aguantamos la pena, miramos para otro lado con cierto dolor, apretando los labios, y seguimos caminando hacia el fin de nuestros días. Y todo se queda en el silencio. Pero hay veces que las cosas que se ven en la calle son tan feas que se forma un buen revuelo. Por ejemplo, el que se ha montado en torno a las tiendas Factory Colchón, con sus fachadas de colores corporativos chillones, verde, naranja, azul, que no se sabe si se han ideado para llamar la atención del comprador (aunque jamás volverá a conciliar el sueño ni en uno de sus colchones), para darse un aire moderno con esos tonos flúor tan propios de la Generación Z o para hacer sangrar los ojos del respetable paseante.

En Madrid algunas comunidades de vecinos y asociaciones defensoras del patrimonio se han quejado sonoramente por esos frontales que, a su juicio, estropean las fachadas de los edificios históricos protegidos, muestra de las diferentes arquitecturas tradicionales en el centro de la capital. En algunos casos la queja presentada al Ayuntamiento fue escuchada y la empresa obligada a moderar su exposición pública, en consonancia con el edificio que la alberga, y así seguir despachando sus colchones viscoelásticos a muy buen precio de una forma más modosa. Oigan, con el revuelo mediático la publicidad ya está hecha.

Las asociaciones, sin embargo, han señalado que no existe una regulación específica para este tipo de casos, de tal manera que cualquier tienda o franquicia puede colocarse en cualquier local exhibiendo sus colores de marca; y los ciudadanos solo podemos rezar porque los diseñadores no hayan sido demasiado horteras. Esto le hace a uno reflexionar sobre la cantidad de estímulos chungos, de basura visual, que recibimos en cualquier paseo: una basura que se nos ofrece constantemente a la altura de los ojos.

Se recordará de nuestra época la mucha y variada contaminación visual; también que los cines históricos se convirtieron en ruidosas franquicias textiles, las ferreterías con solera en anodinas coctelerías hipster o las antiguas joyerías en establecimientos de comida rápida donde lo único bello es el carbohidrato en foto. La ciudad contemporánea tiende a la fealdad, como tiende a ella España entera: lo cuenta el periodista Andrés Rubio en su libro España fea (Debate), donde achaca el fenómeno a la especulación salvaje, al afán de la propiedad privada, al desprecio por los ricos estilos arquitectónicos tradicionales, entre otras cosas. “El caos urbano, el mayor fracaso de la democracia”, dice Rubio.

Por ese caos urbano también se preocupa el dibujante Mauro Entrialgo en unos cromos sobre Madrid que se pueden coleccionar a modo de souvenir bajo el título Recuerdos de Madrid: uno se dedica a los “vertederitos” callejeros (las montañas de basura que se encuentran por las calles), otro a las plazas sin sombra, otro a las zonas infantiles balizadas, y así. La ciudad inhóspita que tiende a lo ciberpunk, pero con más colorines.

¿Qué dejaremos, en materia urbanística, a la posteridad? No el estilo Chicago de la Gran Vía, ni las catedrales góticas, ni los ensanches decimonónicos, ni los enrevesados cascos árabes, ni la arquitectura racionalista. Más bien amplios cinturones urbanos de ladrillo visto y toldo verde botella, inhóspitos PAUs clónicos para aburridas vidas de clase media (véase La España de las piscinas, de Jorge Dioni), centros comerciales (también clónicos) de extrarradio donde esperar un apocalipsis zombi. Alguna ocurrencia mal envejecida de alguno que fue arquitecto estrella. Escombros fluorescentes. O sea, saldremos también muy feos en los libros de Historia.

Demasiados estímulos para nuestro cerebro

Hace no mucho los periodistas Fernando Peinado y Mariano Zafra realizaban un estudio en este periódico sobre cómo las palabras en inglés han colonizado buena parte de los rótulos que leemos por la ciudad (bakery, drinks & food, cocktails & music, phone shop, tattoo studio, opening soon, etc), en una inapelable muestra de cosmopaletismo, pero también sería conveniente estudiar la cantidad de estímulos publicitarios, cartelones, fotones, lonas, mupis, logotipos, ofertas, pantallas, que se acomodan en nuestro cerebro cada día para que compremos mejor y más barato con resultados inciertos para nuestra salud mental.

En realidad ya hay quien lo ha estudiado: la agencia Neuromedia, en 2019. Recibimos al día 6.000 impactos publicitarios, de esos que en Factory Colchón quieren practicar sin mesura. También se han estudiado los efectos de un alto grado de contaminación visual en el espacio urbano: cansancio ocular, dolor de cabeza, obstrucción visual, estrés, distracciones peligrosas, incomodidad, bloqueo del paisaje natural y hasta ¡pérdida de los valores escénicos!, según una investigación de la Universidad Tecnológica Equinoccial de Quito.

Los ayuntamientos se gastan una parte no desdeñable de los presupuestos en borrar grafitis y piezas de arte urbano que vuelven luego a aparecer ante la indignación ciudadana, como le pasaba a Sísifo cuando se le caía la piedra, pero no se ve tanta indignación en el caso de los reclamos publicitarios que nos atoran los sentidos.

Tal vez el horror más horroroso que se experimenta en la capital de España sean las meninas. No las del cuadro Velázquez, sino todas esas que parecen haberse escapado del “aire contenido” en el cuadro (como lo glosó Dalí) y que toman la ciudad con cierta frecuencia, como una invasión de ultracuerpos dispuestos, no sé sabe en virtud a qué oscuros intereses, a convertirse en la imagen oficiosa de la ciudad, de sus llaveros y camisetas, y a colonizar nuestra mente, como en una pesadilla lovecraftiana, hasta volvernos locos.

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Sobre la firma

Sergio C. Fanjul
Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados y premios como el Paco Rabal de Periodismo Cultural o el Pablo García Baena de Poesía. Es profesor de escritura, guionista de TV, radiofonista en Poesía o Barbarie y performer poético. Desde 2009 firma columnas y artículos en El País.

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