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Intoxicaciones, congelados a precio de oro y trampas para guiris: los ‘gastroterrores’ de agosto

Víctimas de los espantos típicos de la época vacacional comparten con nosotros sus traumas más profundos

Pesadillas estivales
Pesadillas estivalesTim Macpherson (Getty Images)

El verano ya llegó, y el infierno comenzó: la romantización de las vacaciones apesta. Ni juntando todos los reels de tus influencers favoritos en Lanzarote conseguirás olvidar las incontables perrerías de los listos que intentan hacer el ídem cada maldito agosto. Casi todos los veraneantes almacenamos en nuestro recuerdo historias de terror relacionadas con la comida. Tenemos el castigo tan asumido que incluso las incluimos en el pack; las vacaciones no serían lo mismo sin una intoxicación furtiva, unas bravas de marca blanca camufladas o un ticket de infarto de miocardio.

Puedes ocultar la porquería debajo de una bonita alfombra instagramer, pero la inmundicia de la canícula seguirá ahí, latente y tóxica cual moco de Chernobyl. En paralelo al desfile de tontainas en barcos prestados que disfrutan de ‘arrocitos’ a bordo con Cuca, Pipi y Bosco, existe otro verano, el del resto de los mortales. Un pandemonio de quemaduras solares, unicornios inflables, niños diabólicos ahítos de azúcar y, lo que nos interesa, pesadillas gastronómicas que harían llorar en posición fetal a Alberto Chicote.

Isla fantasía

Una de mis experiencias más psicodélicas tuvo lugar en un restaurante de Menorca que, afortunadamente, ha desaparecido. Todas las terrazas a reventar, menos una, y ahí que fuimos. La ingesta continuada de ginebra con limonada nos impidió sospechar del milagro; la insistencia de la chiquillada, seducida por la carta de pizzas, fue otra de las claves de la debacle.

De repente, empezaron a llegar a la mesa pizzas aterradoras con extrañas formas. Una pretendía emular la silueta de la cabeza de Mickey Mouse y parecía una deposición bovina. Otra intentaba tener la forma del cabolo de Bart Simpson, pero tenía peor aspecto que el bazo recién extirpado de un T-Rex. Calamares a la romana descongelados en aceite Repsol, vieiras del Pacífico rebautizadas como zamburiñas con un arroz que venía de un lugar mucho más allá de la quinta gama y una hostia monumental en forma de ticket. Solo nos faltó una intoxicación masiva para completar el pack.

Las Islas Baleares son terreno abonado para los tramperos gastronómicos sin escrúpulos. María Lo, cocinera, divulgadora y ganadora de Masterchef 10, ha sido una de las muchas víctimas del efecto Formentera, un fenómeno paradójico e inexplicable: en la isla hippy/bohemia por excelencia, los precios son 100% cayetanos. “Éramos dos personas, y pagamos 110 euros por un plato de seis gambones congelados, una burrata con una base de mezclum aliñada regulinchi, unas microsardinas a la plancha, y dos cervezas. Y era un chiringuito sin más: un robo a mano armada”, comenta.

Microsardinas a precio de oro
Microsardinas a precio de oroAntonio Hugo Photo (Getty Images)

Sangre y arena

Cuando calienta el sol aquí en la playa, algo viscoso y reptante se mueve en los chill outs. Sería muy fácil cebarse con el chiringuito aceitoso de toda la vida, pero de un tiempo a esta parte, han florecido en las playas de nuestro país espacios más chic que también dinamitan tu flora intestinal, pero con dos factores añadidos que los hacen más peligrosos: muchas ínfulas y sablazos astronómicos. El director del Comidista, Mikel Iturriaga, vivió un relato de ‘body horror’ en una de estas salas de tortura, en la costa barcelonesa.

“Era una de esas digievoluciones horteras, pretenciosas y abominables del chiringuito clásico llamadas beach bar, que suelen oscilar entre lo surfero y lo balinés. Mientras un DJ nos torturaba con música chill out repugnante, camareros de los que te dicen “¡Hola chicos!” aunque tengas 95 años nos sirvieron tapas mediocres, ensaladas desangeladas y arroces capaces de matar de un ictus a un valenciano. Pagamos 60 eurazos por cabeza, previa corrección de una cuenta en la que habían intentado colarnos cosas que no habíamos pedido (otro clásico de este tipo de locales, en los que siempre hay que mirar la nota con lupa)”, rememora.

De los mismos productores del beach bar, ha llegado ya otro formato todavía más nauseabundo a España: el beach club. Una versión 3.0 megapija del chiringuito que vuelve locos a jugadores de fútbol y cryptobros, con hamacas exclusivas, botellas Magnum más caras que tu coche, ceviches absurdos, y DJs de house que cobran un dineral por hacer monerías con los ecualizadores.

El chef y empresario Iván Surinder acabó en uno de estos templos del mal gusto y salió escaldado. “Estábamos en Mikonos y nos recomendaron un sitio que estaba lleno de turistas. No teníamos ni idea de adónde íbamos; era un beach club que parecía ‘bonito’, pero cuando llegó la comida, nos quedamos a cuadros. La ensalada era un manojo de Florette metido en un bol, y las carnes que nos pusieron eran directamente Hacendaño”. No es la primera trampa para turistas que se come durante sus viajes de vacaciones. “No sabes dónde estás y te fías de sitios que parecen bien puestos, pero precisamente en estos lugares en zona turística la comida es bastante floja”, comenta.

En todas partes cuecen habas

También en el otro lado del espectro playero se cometen salvajes agresiones a la dignidad del veraneante currante. Suele ocurrir en localidades costeras que reciben a visitantes cautivos, clientes que solo pueden refugiarse en un sitio y no les queda otra que someterse a la ley de la fritanga chunga o morir de hambre y sed, entre sesión de playa y sesión de playa. Lo cuenta Mònica Escudero, coordinadora y editora del Comidista, que suele pasar sus vacaciones en un pueblo del Empordà no apto para gourmets.

“Hay un restaurante supuestamente fino en el que he visto servir calamares ‘caseros y frescos de la lonja’ que son potones del Makro con su rebozado, ‘bravas caseras’ de bolsa con un chorrazo de ketchup Caster, y paellas con ingredientes más momificados que Nefertiti”. Ni siquiera puedes refugiarte en el frankfurt cuando te apetece un chute de grasa y relajo vacacional metido en pan blanco: “Ni una sola vez aciertan con los ingredientes, el cocinero-camarero fuma en la barra y encima de la freidora, y las cucarachas campan alegremente. Si crees que parte del concepto ‘vacaciones’ implica descansar de cocinar de vez en cuando -y además eres la persona que cocina habitualmente-, estás jodido”, comenta.

El escritor Kiko Amat sobrevivió también a un órdago gastronómico veraniego en un restaurante de la zona al que acudió con su familia y unos amigos. Un inferno del que dejó constancia en El Comidista. Para empezar, casi les dejan morir de hambre y sed de tanto esperar. “Habíamos empezado a palparnos los unos a los otros, sospechando que alguien nos había echado por encima el manto de invisibilidad de Frodo Bolsón”, asegura.

Pero hay algo peor que espicharla de inanición y deshidratación: que te la peguen a golpe de ínfula. “Nos pusieron un ‘reducido crujiente de paella’, o lo que en países menos dados a la fantasía hiperbólica sería conocido como Do-ri-tos. Jodidos doritos, acompañados poco después de un qué-me-estás-contando explosivo, y casi etéreo en su insignificancia, de tomate con una anchoa. Pan con tomate en pildorita, para astronautas”, explica.

La historia de terror terminó como cabía esperar, con un ticket de 200 eurazos que olía a timo desde la otra punta de la barra. Es posible que Amat todavía se despierte por las noches, empapado en sudor, marcado de por vida por aquella incursión suicida de la que solo sacó, a modo de disculpa, unos miserables chupitos de garnatxa.

Todo muy bonito excepto la comida
Todo muy bonito excepto la comidaJuana Mari Moya (Getty Images)

De las mentiras a los retortijones

En verano, se relajan las fronteras entre ingredientes, como si hubiera licencia para dar gato por liebre al turista, y aquí paz y después náusea. La ternera se torna buey, y en los restaurantes más osados, cualquier cacho de carne es wagyu masajeado con Acqua di Parma. Diablos, cómo va a saber el guiri que ese jabugo de bellota premium que le has colocado es un jamón serrano de cuando lo anunciaba Bertín Osborne. Después está lo que le pasó al chef y propietario del restaurante Salicornia, Juan Höhr, en su ciudad, Cádiz. “Estudiamos la carta y decidimos pedir sashimi de atún. El atún que prometían resultó ser salmón; y el sashimi de salmón no estaba en carta, por cierto. Seguramente se les acabó el atún y decidieron ponernos otro pescado, sin decir nada. Decidimos no quejarnos y comernos el salmón, que también nos gusta. Después vino la camarera a preguntarnos qué nos había parecido la comida. En tono jocoso, le dije que el sashimi no era de atún. La camarera, que no sabía que era cocinero, nos dijo que nos equivocábamos, que son dos pescados muy diferentes y que era imposible. Para no discutir, le dije que seguramente nos habíamos confundido; después, mi mujer y yo nos reímos un rato”, explica.

Pero el truco del almendruco se convierte en una simple anécdota al lado de uno de los terrores más profundos de agosto. La intoxicación. El empresario de hostelería Mani Alam (co-propietario, entre otros negocios, de los restaurantes The Fish & Chips Shop de Barcelona y Madrid), vivió un trip alucinógeno que ríete tú del sapo bufo. “Mi hermano y yo nos sentamos en un restaurante, en Barcelona, y pedimos dos bocadillos de atún para desayunar”. Todo parecía en orden, pero cuando llegaron a casa tuvieron una sensación extraña. “Estábamos como inflados y la cara se nos puso roja. Era como tener un globo en el cerebro: todo iba lento. Fuimos a urgencias, distintos médicos nos hicieron varios controles, nos temíamos lo peor. Nos preguntaron si nos habíamos drogado, lo negamos, pero creo que no se lo creyeron. Nos pincharon algo, el globo bajó y quedó claro que nos intoxicamos porque el atún estaba en muy mal estado: ahora sabemos qué siente al estar drogado”, recuerda.

Emosido engañado

En agosto de 2015, el periodista Jon Pagola expuso en X -por aquel entonces, Twitter- un ticket que encontró en la mesa de un bar del epicentro turístico de Donostia. Dos cañitas y dos botellines, 17 euros. “Muchos decían que éramos unos exagerados, que Donostia no es Magaluf y cosas así. Pero una de las consecuencias de convertirte en destino turístico es ese: algunos hosteleros con pocos escrúpulos te pegan el palo”, comenta.

A partir de entonces, la gente empezó a fotografiar y airear en las redes notas abusivas deslizadas en trampas para guiris. Una práctica que se ha convertido en todo un género veraniego y nos ha revelado tasaciones inconcebibles: cervezas a casi 5 euros en también en Donostia, bofetones a la VISA y la dignidad, dónde sino, en Formentera, donde una lubina a la sal te puede costar la paga doble y el concepto “precios según mercado” significa “te vamos a poner una navaja en la yugular para desvalijarte y tendrás que llamar a Cofidis para abonar el ticket”. El museo de los horrores no tiene fin.

El sablazo transatlántico también existe

Pero no solo en España se tercian los navajazos típicos de agosto. El periodista Toni Garcia Ramon, que ha viajado por todo el mundo, podría llenar un best-seller de 800 páginas con los robos que ha sufrido allende nuestro mares. “Pasábamos las vacaciones de verano en Canadá. En Montreal, me recomendaron un restaurante al lado del hotel. Muy veraniego. Buenos pescados. El maitre nos sugirió el pescado del día. Lo pedimos sin entrantes, con tiramisú de postre, y dos copas de vino. Nos salió todo por 450 euros. Además, acabamos vomitando en el hotel”. Por cierto, en Toronto les cascaron 500 euros por un tempranillo que aquí cuesta 28. “No vayáis de vacaciones a Canadá”, zanja.

Halloween es el 31 de octubre, pero es indudable que el auténtico terror acontece en agosto. Cuidado con esas ensaladillas amarillentas que llevan eones en el mostrador. Que alguien estudie a fondo los precios de toda la carta antes de coger una mesa y es mucho más seguro meterse en la discoteca de Irreversible que en un beach club. No a las ensaladas de bolsa a precio de langosta y, como decía el sargento Esterhaus en Canción triste de Hill Street: en agosto, tengan cuidado ahí fuera.

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