¿Qué fue de los tenedores que clasificaban los restaurantes?
La categoría administrativa creada en el franquismo sigue vigente, pero ha quedado desfasada, superada por las clasificaciones de las guías y las opiniones online de los clientes
¿Qué fue de los tenedores que marcaban la calidad de un restaurante a la puerta, de esos carteles con tridentes verticales orgullosos, de esa orientación para el cliente de la pompa que iba a encontrar dentro? ¿Han desaparecido? No, pero casi: siguen existiendo como una categoría administrativa, pero pocos miran hacia ella. La historia de su declive es, en cierta forma, la historia de la transformación hostelera en el cambio de siglo.
La clasificación por tenedores se la inventó Manuel Fraga, el ministro franquista obcecado con atraer turistas que también alumbró la reglamentación estatal del menú del día. El 17 de marzo de 1965, el Gobierno franquista publicó una orden en el BOE que aspiraba a regular el funcionamiento de los restaurantes y el trato al cliente. Aparte de conminarles a usar producto fresco, ropa adecuada en cocina y sala, limpieza, o “decoro de los servicios sanitarios”, el boletín marcaba la primera clasificación del sector: “Las categorías de lujo, primera, segunda, tercera y cuarta, cuyos distintivos serán, respectivamente, cinco, cuatro, tres, dos y un tenedores, colocados verticalmente, uno al lado del otro”.
¿Qué les pedían? Para el mínimo, un tenedor, “comedor independiente de la cocina; cubertería inoxidable: vajilla de loza o vidrio irrompible; cristalería sencilla en buen estado de conservación; servilletas de tela o papel; servicios sanitarios decorosos y personal perfectamente aseado”. Para el máximo, el lujo, los cinco tenedores, muchísimas cosas más. “Entrada para los clientes independiente de la del personal de servicio; guardarropa; vestíbulo o sala de espera, en el cual podrá instalarse un bar; teléfono en cabina aislada; aire acondicionado; servicios sanitarios independientes, con instalaciones de lujo, para señoras y caballeros, con agua caliente y fría en los lavabos; ascensor si el establecimiento ocupa una segunda planta u otra superior del edificio; decoración en armonía con el rango del establecimiento; muebles, alfombras, lámparas, tapicería, cubertería, vajilla, cristalería y mantelerías de gran calidad; buffet, frío, a la vista, en el comedor; flameadores para el servicio de las mesas”. Eso, solo en el primer párrafo.
Existen, pero como si no
Hoy siguen existiendo los tenedores, “pero nadie pregunta por ellos, yo ni me acordaba casi. Jamás he tenido una reunión con un cliente en la consultoría en la que haya aparecido el tema. No les importa”, dice Diego Coquillat, asesor hostelero. Los tenedores siguen vigentes, en efecto, pero ahora los regulan las comunidades autónomas. Sorprendentemente, muchos de sus requisitos permanecen idénticos a la orden de Fraga: en Asturias no te conceden los cinco tenedores si no tienes cabina de teléfono insonorizada. En los cuatro -y cuando todo el mundo lleva uno encima-, si el teléfono disponible se puede usar desde las mesas. Sobre los servicios, el de señoras sigue necesitando disponer de “tocador”. Las vajillas, “de primera calidad”. Nada de Ikea.
Todos los hosteleros consultados para este artículo coinciden en la irrelevancia de los tenedores: no les interesan, no encajan con el funcionamiento del sector en el siglo XXI. Y no porque la exhibición de reconocimientos, públicos o privados, sea baladí, todo lo contrario; pero las estrellas Michelin, soles Repsol, las listas de restaurantes, los concursos y, sobre todo, las opiniones online de la clientela, son los aplausos que les quitan el sueño. La Administración asigna los tenedores cuando se solicitan las licencias y otros trámites de apertura, pero a nadie le importa qué concesión reciben, porque luego las ignoran. Ni el propietario ni el cliente las tienen en cuenta.
Cambio de tercio
“Cualquier intento de clasificar es un ejercicio de autoridad”, explica José Berasaluce, historiador, escritor y director del Máster en Innovación de la Cultura Gastronómica de la Universidad de Cádiz. “En gastronomía puede haber varias clasificaciones. Primero, por la clasificación fiscal, para que paguen más o menos impuestos”. Por ejemplo, las categorías de los hoteles. “La ciudad de Nueva York tiene tres categorías para los restaurantes, A, B y C, que regulan la seguridad alimentaria, por un criterio de salud pública. De la misma forma, hay empresas y agencias que certifican la calidad alimentaria. Por último, otra forma de clasificación son las famosas guías Michelin, Repsol o el 50 Best Restaurant”.
Sin embargo, a juicio de Berasaluce, esas guías, auténticas mandamases, sacerdotes de tendencias y coronaciones, “solamente persiguen la reputación de la propia guía. Estas empresas no viven de las guías que venden, sino de los patrocinios que consiguen y la reputación que se generan”. Los tenedores, en este contexto, “se han quedado viejunos”, porque “las clasificaciones responden a la aparición de dispositivos de poder que intentan vigilar, castigar y establecer normas, o más bien dogmas, que permitan realizar un ejercicio de control y autoridad”. Todos los hosteleros saben, más o menos, qué normas exige cada guía, incluso a qué agencias de comunicación es conveniente contratar.
Berasaluce dedicó su tesis doctoral precisamente a analizar este fenómeno, que determina la hostelería hoy con una segunda ramificación igual de importante: el público. El restaurante grande, con ambición, ha de estar posicionado en las guías. Pero el mediano o pequeño, necesita además estar posicionado online, y eso depende de las valoraciones del cliente. “Hay cierta obsesión con ese posicionamiento”, reconoce Coquillat. “Es lo que llamamos propinas digitales: las opiniones y recomendaciones que deja el cliente en distintas plataformas y que siguen teniendo una influencia capital en la captación de nuevos clientes”.
El fenómeno Tripadvisor y similares, vaya. “Para los hosteleros, es un elemento de consulta constante y prioritario. Lo principal que nosotros trabajamos con ellos es precisamente la reputación online. Porque no solo influye en la marcha del local, influye también en los traspasos de negocios”, sigue desarrollando nuestro experto. “No es lo mismo vender un restaurante que tiene un cuatro de calificación online que otro que tiene un cinco y medio, el precio de venta depende de eso en buena parte”. Sobre todo, ahora que muchas de las nuevas aperturas de restaurantes son digitales, sin presencia física.
Intervencionismo de estado al plato
El tenedor, como el menú del día, cumplió originalmente una función controladora. Primero, porque como señala la profesora de la Universidad de Marquette (Milwaukee) Eugenia Afinoguénova, en su artículo De la carta a la papeleta: el ‘menú del día’ entre la dictadura y la democracia en España, los tenedores pretendían regular un “modelo de abundancia”. Inicialmente primero ante el turista, luego ante el propio españolito, cuando empezó a rozar el sueño de la clase media (y su paladar).
Para ello, además de las instalaciones, la dictadura clasificaba también los alimentos y los platos, y obligaba a su servicio en función de las categorías, algo inimaginable hoy: “Los restaurantes de lujo tenían que lucir una improbable carta con un mínimo de diez entremeses y cuatro sopas y cremas; seis especialidades del segundo grupo; seis platos de pescado, seis de carne y tres postres, mientras los restaurantes de tercera ni siquiera tenían que separar grupos dos y tres ofreciendo cuatro entremeses y dos sopas, tres especialidades de las que alguna debía ser de pescado, y dos platos de carne”.
Por remate, Fraga marcaba también los precios de menús y cartas. Por debajo de lo que costaban las exigencias: “Los dueños de los restaurantes, huelga decirlo, no recibieron bien la intervención por parte del Estado y empezaron a quejarse de que la clasificación de los platos según la proteína principal encarecía sus servicios”. Por no hablar de cabinas telefónicas y demás. Fraga, que para algo era ministro de Información y Turismo, lanzó entonces una campaña en medios de comunicación masiva, con eslóganes como ‘Hay restaurantes de cinco tenedores, cuatro, tres, dos, uno... no hay restaurante sin el “menú del día”. Aspirar a un gran número de tenedores se convirtió en una obligación para cualquier cocinero/empresario. El Estado regulaba el mantel.
Ahora el hostelero ya no mira solo a su cocina y a sus mesas, sino que está pendiente de muchas opiniones ajenas, de demasiada gente, en su mayoría anónima, a la que ha de contentar. Lo resume con tiento este párrafo de Isabel González Turmo en su ensayo Cocinar era una práctica. Transformación digital y cocina: “El cocinero debe ofrecer, por una parte, la imagen más cercana de la industria de restaurantes. El cliente y los medios quieren ver cómo cocina, conocer su vida, escuchar su relato, que debe construir y readaptar de continuo. Pero, por otra parte, la competencia y la búsqueda de la excelencia requieren equipos de vanguardia y agilidad en la comunicación con el cliente, la industria y la investigación”. El tenedor, en medio de esa vorágine de creatividad que exige ser posicionada a diario en algoritmos, revistas y guías, ha perdido buena parte de su significado.
Sigue a El Comidista en TikTok, Instagram, X, Facebook o Youtube.