Parecen yogures, pero no lo son
La normativa española deja bien claro qué es y cómo debe elaborarse un yogur. Sin embargo, en ocasiones vemos productos etiquetados como tal que fermentan con bacterias diferentes.
Los llamamos yogures, pero no lo son. Se parecen por su envase, su presentación, sus variedades, la cantidad de producto, su sabor y hasta su uso gastronómico, pero muchos de esos lácteos no son yogures. Y dirás, “si se parecen tanto, ¿qué más da?". Pues es tan importante como que conozcas el producto que compras. ¿Te parece poco?
En España tenemos una norma de calidad del yogur que deja poco margen a la imaginación, porque lo describe con detalle y recoge qué variedades hay, qué ingredientes se le pueden añadir y qué requisitos de composición y calidad deben cumplir. Según esta legislación, el yogur o yoghourt es “el producto de leche coagulada obtenido por fermentación láctica mediante la acción de Lactobacillus delbrueckii subsp. bulgaricus y Streptococcus thermophilus a partir de leche o de leche concentrada, desnatadas o no, o de nata, o de mezcla de dos o mas de dichos productos, con o sin la adición de otros ingredientes lácteos que previamente hayan sufrido un tratamiento térmico u otro tipo de tratamiento, equivalente, al menos, a la pasterización”.
Ser o no ser yogur, esa es la cuestión
Para poder llamarse “yogur” es imprescindible que estas bacterias estén vivas en el producto terminado en una cantidad mínima de 10.000.000 unidades formadoras de colonias por gramo o mililitro. Y se prohíbe expresamente utilizar este término en productos que no cumplan los requisitos de la norma.
He aquí el quid de la cuestión: la fermentación la tienen que hacer estos dos tipos de bacterias. No vale que se usen otras aunque el resultado sea similar, tienen que ser estas. Qué sí, que si se usan otros lactobacilos -¿te suena el famoso “Lactobacillus casei”?- o bifidobacterias vamos a conseguir coagular la leche y va a tener un aspecto, textura y sabor similares al yogur.
Pero no será yogur: es más, la propia norma especifica que “la coagulación del yogur se obtendrá únicamente por la acción conjunta de cultivos de Lactobacillus delbrueckii subsp. bulgaricus y Streptococcus thermophilus”. Vaya, que si fabricas yogur con las bacterias que corresponde y, además, empleas también otras bacterias de renombre como los bífidus para darle más caché… tampoco será yogur.
¿Yogur o leche con cosas?
No pienses que solo los yogures naturales son legalmente yogures “de verdad”. A partir de esta definición podemos encontrar muchos tipos distintos según los ingredientes que se hayan usado. Los tenemos semidesnatados o desnatados, azucarados, edulcorados, versiones “con cosas” -frutas, zumos, cereales, jarabes, miel, chocolate, cacao, frutos secos o casi cualquier otro alimento; los hay con trozos de galletas- o los que tienen “sabor a” gracias a los aromas. También puedes encontrar yogures griegos -en los que se elimina el suero después de la fermentación para conseguir un producto mucho más concentrado- o “estilo griego”, que es el que predomina en el lineal y que es un yogur al que se añaden nata, proteínas o almidones para conseguir la consistencia del griego original.
Si es por variedad, podemos encontrar también yogures hechos con leche de especies distintas a la bovina, como los yogures de cabra o de oveja (eso sí, llevarán la indicación de la especie tras la palabra “yogur”). Pero lo que les une a todos ellos bajo el paraguas de la definición de “yogur” es que la fermentación se ha realizado exclusivamente por las dos bacterias que exige la legislación Te lo recuerdo: Lactobacillus delbrueckii subsp. bulgaricus y Streptococcus thermophilus.
Excepciones a la norma
La norma también permite que podamos encontrar en el súper otro tipo de yogures que no se corresponden con esa definición y que incluso parecen contradecirla: los “yogures pasteurizados después de la fermentación”. Son aquellos que se obtienen a partir de un yogur al que se le aplica un tratamiento térmico, de manera que las bacterias de la fermentación se destruyen. Como lo lees: si una de las características definitorias del yogur es que tiene muchas bacterias vivas, en estos no encontrarás ni una.
Esto no ha sido siempre así: la primera norma de calidad del yogur, del año 1987, no contemplaba esta versión de yogur con bacterias difuntas. Este cambio se produjo con la norma posterior, de 2003, y se mantiene en la actual. Llegar a incorporar el concepto legal de “yogur pasteurizado” no fue fácil, y se libró una auténtica batalla entre las industrias que elaboraban el yogur “tradicional” con bacterias vivas que necesita refrigeración y la láctea Pascual, que fabricada la versión pasteurizada.
Desde el punto de vista comercial, poder llamarlo “yogur” es crucial porque los consumidores relacionamos esta denominación con un producto al que atribuimos ciertas propiedades beneficiosas. Los nombres importan mucho (que se lo digan a las industrias ganaderas y lácteas con su otro frente abierto, el de las denominaciones de los productos vegetarianos con nombres típicos de productos animales como “hamburguesa” o “queso”) y la batalla por conseguir que el yogur pasteurizado figurase como yogur en la norma de 2003 implicó a Gobiernos de Comunidades Autónomas que luchaban a favor o en contra según los intereses de las empresas lácteas radicadas en sus territorios y buscaban tumbar el Real Decreto. Finalmente el Tribunal Supremo desestimó las peticiones de suspensión presentadas por distintas organizaciones y la norma y el “yogur pasteurizado” se mantuvieron.
¿Qué sentido tiene un producto así? Pues que pueden ser más cómodos de conservar porque no necesitan refrigeración y duran varios meses a temperatura ambiente. Hace un par de décadas tuvieron cierto éxito, pero ahora su presencia en las baldas del súper -si es que la hay- es minoritaria.
Si no son yogures, ¿qué son?
Depende, porque la variedad de productos con una presentación similar al yogur es inmensa, desde los postres a las especialidades lácteas pasando por los vasitos de queso fresco (esos rosas de los que “a ti te daban dos”). Los que más se les parecen en formato y composición son las “leches fermentadas” o “leches acidificadas”, que están descritas en el Código Alimentario Español como “las modificadas por la acción microbiana o fermentos lácticos específicos para cada uno de estos tipos de leche” y a las que se exige una acidez de 0,5 a 1,5 g / 100ml.
En la práctica, las “leches fermentadas” son todos los productos lácteos fermentados con microorganismos diferentes de los que actúan en el yogur y que, además, no son lácteos conocidos tradicionalmente por estar elaborados con un cultivo específico (como ocurre con el kéfir o el kumys o kumis, descritos en el Códex Alimentarius).
Hay múltiple variedad en el lineal del súper, pero los que se llevan toda la atención cual influencers de lifestyle entrando en una fiesta son los que contienen Bifidibacterium o Lactobacillus casei (y, ya que estamos, no sobra aclarar que la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria no permite hacer declaraciones de propiedades saludables para ninguno de ellos).
¿Cómo distinguirlos a simple vista?
Para alguien como tú, bregado en el arte de transitar por el supermercado, algunos productos que acompañan en el lineal a los lácteos fermentados son difíciles de confundir con los yogures (espero que no haya posibilidad de despiste con unas natillas o un arroz con leche).
Pero, por si todavía tienes dudas cuando te plantas en la sección de refrigerados -y no quieres morir congelado delante de la cámara mientras dilucidas envase en mano cual Hamlet y su calavera si estás ante un yogur o no-, ahí van las pautas más sencillas del mundo para saber qué es lo que metes en la cesta de la compra.
No hace falta que te compliques memorizando los nombres de las bacterias del yogur y buscándolos en la lista de ingredientes. No te servirá de mucho porque generalmente no se indica el tipo de microorganismo, sino que todas las bacterias capaces de producir ácido láctico se agrupan bajo el término genérico “fermentos lácticos” y no sabrás cuáles se han usado. Como mucho, si lleva bacterias que se destaquen en el etiquetado las pondrá separadas, por ejemplo, “fermentos lácticos y bifidobacterias” o “fermentos lácticos (fermentos del yogur y Lactobacillus casei)”.
Olvídate también de reclamos, de letras grandes y de la presentación, que ya has visto que puede ser muy engañosa: el truco definitivo es buscar la denominación de venta, ya sabes, el nombre legal que deben llevar todos los productos y que te va a decir, de verdad, qué es lo que estás comprando. Generalmente lo vas a encontrar justo delante de la lista de ingredientes. Si pone “yogur” o “yoghourt” -este nombre también está aceptado-, asunto resuelto, ES un yogur. Además, seguramente llevará esta palabra impresa en otras zonas más visibles del envase, como el frontal.
Si en lugar de “yogur” pone “leche fermentada”, “postre lácteo”, “especialidad vegetal fermentada”, “queso fresco”, “producto fermentado a base de...”, “leche fermentada tipo skyr”, “kéfir”, etcétera, NO son yogures. Lo que verás es su denominación legal, si la tienen -como es el caso del queso fresco, que está perfectamente caracterizado- o una denominación descriptiva que deje claro de qué alimento se trata.
Si quieres dedicarle unos segundos más, verás que, aunque la presentación puede ser idéntica a la del yogur -misma forma y tamaño, letras similares, colocados en las mismas zonas- en ningún sitio del envase pone la palabra “yogur”. Quizá se parecen mucho, puede que nutricionalmente sean tan estupendos como un yogur natural o tan deleznables como un yogur con caramelo y trozos de chocolate, pero no son yogures. Porque esa es otra: ¿los yogures son per se son saludables o, al menos, más saludables que las leches fermentadas?
Nutricionalmente, ¿hay ganadores?
De nuevo, depende. Si lo que escoges es un yogur o una leche fermentada natural, la diferencia en cuanto a su aporte nutricional va a ser bastante pequeña. Es cierto que sus bacterias son diferentes pero, por el momento, no hay evidencia de que haya grandes divergencias en el efecto que tienen sobre tu salud. Excepto si eres intolerante a la lactosa: en este caso te interesa saber que los yogures y leches fermentadas que contienen al menos 100.000.000 unidades vivas de Lactobacillus delbrueckii subsp. bulgaricus y Streptococcus thermophilus por gramo ayudan a digerirla, y esta es la única declaración permitida por la EFSA para estos productos.
Si te vas a otras variedades que tienen ingredientes como azúcares, jarabes, almidones, edulcorantes, chocolate, cacao, trozos de galleta, cereales azucarados o cualquier otra combinación con la que los nutricionistas tenemos pesadillas, va a dar igual que sea un yogur, una leche fermentada o una granja de probióticos. Ya sabes cuál es el mensaje: cuanto menos, mejor.
¿Con cuál nos quedamos, entonces? Por su valor nutricional y su precio, el podio se lo lleva el yogur natural: si te resulta soso y quieres darle un poco de gracia, ponle trozos de fruta, frutas desecadas o frutos secos. Sé tú quien decida los ingredientes (y, a ser posible, escoge dentro de los saludables).
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