El paraíso de las butifarras
Cal Rovira es una pequeña explotación porcina que elabora butifarras y otros embutidos famosos por su altísima calidad. Su lema es la sostenibilidad, y se niegan a crecer para mantenerla.
En el ancho y proceloso mundo del embutido, con su infinita variedad de elaboraciones, las butifarras ocupan un lugar destacado en nuestro corazón. Las que preparan en Cal Rovira, en el pueblo de Sagàs -situado en la comarca barcelonesa del Berguedà-, merecen que las pruebes, disfrutes y acabes dando hurras por el cerdo, ese animal prodigioso del que todo se aprovecha. Tenemos que agradecérselo a una familia campesina, los hermanos Rovira, que ha conservado la esencia de la forma de vida de sus ancestros para crear un producto de gran calidad.
Se enorgullecen de su lema, “tancant cercles” -“cerrando círculos”-, porque esa es la filosofía que siguen: que el proceso en su explotación sea un ciclo casi cerrado del todo, en el que controlan el cultivo, lo que consumen los animales y la elaboración de los productos, como siempre se había hecho. “Que sea algo integral y equilibrado”, nos explica Jordi Rovira. Cal Rovira es una granja de cría de cerdos, sí, pero también tienen aves, vacas, huerto -sus tomates, en temporada, son de los mejores que he tomado en mi vida- y muy importante, campo en el cultivan cereales como cebada o maíz. “El 75% del pienso que consumen los cerdos está hecho en casa”, cuenta Jordi, “con cereales cultivados por nosotros”. Esto, unido a la genética de los cerdos -mezcla de duroc con landrace e ibérico- logra un cerdo equilibrado, sano y con una buena infiltración de grasa. Y en lo que sale de él, se nota la diferencia.
Cal Rovira no es una macrogranja ni una gran explotación agraria. Tienen 80 madres, que es el término que usan para referirse a la cantidad de animales, lo que se traduce en unos 800-900 cerdos en diferentes estadios de engorde (ellos mismos cubren todo el proceso). Las cerdas pasan los tres meses, tres semanas y tres días de gestación sobre un lecho de paja y los animales se crían en naves cubiertas semiabiertas. Hasta que llega el sacrificio -que se hace en matadero, claro- a los siete meses de vida, cuando alcanzan un peso de unos 100 kilos. La diferencia con un cerdo criado de un modo más industrial es notable: estos animales pesan alrededor de unos 80 kilos. Mayor tamaño puede ser indicativo de mayor calidad, pero no de más comodidad: el peso superior de los cerdos de Cal Rovira les ha ocasionado algún problema para encontrar maquinaria adecuada; picadoras y otras máquinas estándar se atascan cuando tienen que procesar su carne.
A la semana sacrifican unos cuatro cerdos ibéricos y 30 de su mezcla de razas. En Cataluña, región europea en la que la industria porcina es una de las más potentes, hay explotaciones en las que se sacrifican 25.000 cerdos al día. “No queremos crecer mucho más”, explica Jordi. “La situación en la que estamos ahora está enfocada a mejorar procesos y elaboraciones, no en intentar producir más cantidad. Hemos llegado a un equilibrio adecuado, por la superficie que ocupamos y por la gente que tenemos trabajando en casa. En la explotación somos unos 15, contando los cinco hermanos y los de la familia”.
Ellos mismos también se encargan de preparar los embutidos con la carne de sus cerdos. Hacen butifarra cruda, salchicha, chistorra, chorizo, fuet, longaniza o una más que notable sobrasada, pero sin duda son las butifarras clásicas, las cocidas, las más representativas de su trabajo. En Cataluña y en las zonas en las que se preparan butifarras existen tantas recetas como casas, metodologías que obedecen al clima y condicionantes como la humedad que permitía o dificultaba la conservación de la carne, de igual forma que en el resto de España sucede con los chorizos o las morcillas, que se secan o ahúman según sean las características de cada zona geográfica. En el caso de los Rovira, utilizan solo la carne de sus cerdos, sal y pimientas -algunas de las cuales cultivan ellos mismos-, cocción y secado todo en casa.
Para hacer la butifarra blanca, “catalana”, como la llaman ellos, emplean las partes nobles del cerdo, como jamón o espalda. Estas piezas se pican en una picadora y con esta mezcla se rellenan las tripas del cerdo –previamente tratadas, saladas y aclaradas- y se cuecen durante una hora y veinte minutos a 85 grados. De ahí sale la butifarra estándar que puede consumirse tal cual, a la brasa o cocida, o como dicte la imaginación del cocinero. La butifarra de perol lleva una mezcla de esas mismas carnes nobles -un 10%- con las “cocidas” (el 90%). Esto es: partes pegadas al hueso, vientre, corazón, pulmones, oreja o carrilleras que se cuecen en enormes calderas de 300 litros -tienen tres- durante varias horas, se escurren, se separan de los huesos a mano, se pican y se mezclan con las carnes nobles para elaborar la clásica butifarra de perol, que tiene mucha aceptación, sobre todo en el campo. A la butifarra negra se le añade además un 5% de sangre -nada en comparación con lo que lleva por ejemplo una morcilla de Burgos-, que le da su característico color y sabor. Con las partes más anchas de las tripas también preparan bull: el de lengua es de una contundencia y un sabor de los que ya se encuentran pocos.
¿Dónde podemos encontrar su producto? El “de la tierra a la mesa” es inmediato cuando se consumen in situ, preparadas en el restaurante Els Casals de Oriol Rovira, con una estrella Michelin, uno de esos lugares en los que kilómetro cero deja de ser palabrería para hacerse realidad. Tienen un pequeño hotelito y también venden sus elaborados de forma directa al público. También pueden probarse en los locales de Barcelona Pork… boig per tu, enteramente dedicado al cerdo, en Sagàs -¿los mejores bocadillos de la ciudad? si no lo son, por ahí andan- o en los restaurantes del grupo Sagardi. Además, pueden consultarse todos los puntos de venta en su página web; sobre todo distribuyen en Cataluña, pero también en Madrid, San Sebastián, Alemania o Bélgica. Estés donde estés no te quedes sin probarlas: son una auténtica delicia.
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