Abadal Arboset, el gran vino catalán que salió de una tina centenaria abandonada
La bodega Abadal readapta un método artesanal recuperando variedades de uva autóctonas en construcciones que estuvieron a punto de desaparecer
Miquel Palau lleva desde las seis y media de la mañana merodeando por el viñedo para saborear uvas y seleccionar algunas para el laboratorio de Abadal. La vendimia del Chardonnay se ha adelantado una semana por el calor. A lo largo de las 50 hectáreas de esta bodega del Bages, comarca de la Cataluña central, hay más de diez variedades de uva centenarias recuperadas con mucha paciencia, investigación y trámites burocráticos. El alma de esta bodega, que impulsó una de las 12 Denominaciones de Origen en vino catalán, es conectar con las raíces de una región que fue potencia vinícola a finales del siglo XIX. El enólogo Palau tampoco pierde de vista una hectárea muy especial, a 30 kilómetros de donde está. Representa apenas un par de miles de botellas de sus 300.000 anuales, pero esconde una rara avis a nivel nacional: la viña Arboset.
Entre olivos, encinas y robles se encuentran varias cepas de 80 años que custodian una construcción de piedra seca del siglo XVIII o XIX llamada tina. El payés Miquel Gibert les cedió esta tina que su padre usó para hacer vino cuando llevaba casi un siglo sin usarse. Animados por el sumiller de los hermanos Roca, Josep, la familia de Abadal revitalizó este paraje abandonado para usarlo como laboratorio desde 2011. Salieron varias añadas, pero se esperaron hasta 2017 para comercializar este vino Arboset fruto de un método tan artesanal. La del 2017 y la del 2019 han cosechado las puntuaciones más altas en la Guía Peñín (94 puntos) y en la del crítico estadounidense James Suckling (92 puntos).
La tina, de tres metros de altura y dos de diámetro, tiene una capacidad de hasta 10.000 kilos de uva, pero solo llenan un tercio. Entre sus paredes de arcilla vidriada hacen el cupaje de 10 variedades de uva autóctonas —principalmente Mandó, Picapoll y Sumoll—. Primero las chafan a la antigua usanza: con el pie, para conservar alrededor del 30% del raspón. Usar esa parte del cuerpo permite mantener esa parte de la uva sin llegar a romperla, evitando el amargor. Luego emplean un bastón durante los primeros días hasta que dejan fermentar el producto durante meses, cubierto con un “sombrero” que separa las pieles de la pulpa. Esa capa producida por el gas carbónico de la uva, explica Palau, es tan fuerte que puede sostener a una persona. Finalmente, extraen el líquido con el método del sangrado, donde han sustituido el tapón de corcho de la parte inferior por un grifo. Ante todo, Palau aclara que este vino tiene “la esencia de los de antes, pero no es como los de antes”. Si prensaran todo el contenido de la tina, incluyendo las pieles, resultaría una bebida muy amarga y dura con todo el raspón: “Queremos un vino con identidad, no uno friki”.
Esa tina forma parte de las 100 que quedan en un área de 10 kilómetros cuadrados entre las localidades barcelonesas de Manresa y Terrassa. Y de ese centenar, es la única restaurada para vinificar con cepas alrededor. Esta comarca llegó a tener 30.000 hectáreas consagradas al vino, en una “fiebre del oro” cuando el Bages exportaba al norte de Cataluña y a Francia. Hasta que antes de llegar al siglo XX una filoxera contaminó todos esos viñedos y destruyó esas tinas en una región que acabó reconvirtiéndose al textil. Eran muy útiles porque salía más rentable trabajar la uva en el mismo monte y luego transportarla en estado líquido por aquellos caminos. Pero para Palau son mucho más que eso: “Son el legado vinícola más importante del Bages”, unas construcciones comunes en todo el sur de Europa, pero que en su comarca han sido “un patrimonio muerto” y desconocido para sus locales durante muchos años. Aunque celebra que hace poco la Diputación de Barcelona decidió restaurarlas.
Más que usar la etiqueta de moda, vino natural, Palau prefiere vincular a Arboset como uno “poco intervenido”. Tras retirarse de la tina permanece un año en crianza, la mitad en arcilla —un material más poroso que marca menos el aroma— y después en barraca de roble. Él cree que el sector se ha “pasado con la industrialización” y el dominio del depósito de acero inoxidable, aunque tampoco cae en el puro romanticismo: “No recuperamos el método ancestral porque sí; creemos que aporta valor de cara al futuro”. Un escenario marcado por un cambio climático que traerá vinos más alcohólicos, ácidos y maduros. Pero no quiere vislumbrar como única alternativa huir a la montaña para trasladar los cultivos.
Es precisamente el bosque del Bages el elemento diferencial por el que luchan en Abadal con todos sus productos. Es una tierra “no tan fértil como el Priorat, entre el calor del litoral y el fresco del Pirineo”, pero que aporta un toque balsámico único, que se potencia al mezclar varias variedades autóctonas. Las cepas de sus viñedos están sobre un terreno de arcilla y piedra calcárea “más estresante” para aprovechar al máximo cada gota de agua presente.
Palau ha seguido bien de cerca las conquistas vinícolas de esta bodega que tiene 40 años, dos menos que él. Tanto el reconocimiento de la variedad tinta Mandó, que llevó una década, como la reivindicación histórica del Picapoll blanco. Pero antes de que Valentí Roqueta creara la marca, su familia ya llevaba haciendo vino en la misma masía de Santa Maria d’ Horta d’ Avinyó durante 800 años. Y como buena masía catalana, tiene una sala de trece barracas para desafiar a las sequías, plagas y toda mala suerte que le venga por delante, explica el actual director general, Ramón Roqueta. En esas mismas barracas de castaño del sótano de su casa hacen un vi ranci de hasta 70 años, que comercializan al igual que su exclusivo y sofisticado vino de finca 3.9, reconocido en 2016.
Pasan las horas y el termómetro ya se pone a 39 grados en plena ola de calor, pero Miquel Palau describe los viñedos de Abadal y narra la historia de las tinas que le acompañan diariamente con la misma fascinación como si las acabara de descubrir. Ya lleva 14 vendimias siendo el enólogo de Abadal, pero mantiene el mismo entusiasmo de la primera, cuando llegó siendo una de las primeras promociones licenciadas en esta disciplina tras estudiar ingeniería agrónoma. “Hay mucha técnica artesanal, pero también algo de ciencia y mucho método”. Hasta que no pasan muchos meses no sabe si ha podido mejorar algún aspecto de la temporada anterior, pero la paciencia es un ingrediente esencial de su oficio. Y siempre con la mirada puesta en sus raíces.