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A GUSTO
Columna
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La ‘calçotada’, o la celebración de lo salvaje

El ritual debe celebrarse siguiendo unos preceptos estrictos con sumo rigor

Calçotada
FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty
Maria Nicolau

Alto. Quédense muy quietos. Bajen de la silla con cuidado, arrodíllense y arrimen la mejilla al suelo. Silencio. Desde lo profundo, algo se acerca al galope. ¿Lo oyen? Despierta cada año por estas fechas. Como una obsesión recurrente, la llamada de Lo Salvaje viene envuelta en un halo de crines llameantes y chasquidos secos, directamente del centro de la Tierra. A su reclamo acudimos humildes y vestidos con harapos. En torno a su fuego, nos congregamos. En su presencia, partimos el pan y compartimos el vino. Nos abandonará tras de sí extasiados, bautizados de tizne. Es la calçotada.

El ritual debe celebrarse siguiendo unos preceptos estrictos con sumo rigor. Para hacer una calçotada como Lo Salvaje manda es necesario juntar un grupo de viejos amigos suficientemente grande en el que haya cierta dosis de riñas ancestrales. La misma clase de tensión superficial que mantiene una gota de agua erguida e íntegra encima de un cristal es la que mantiene a un grupo de compañeros, unido década tras década a través de matrimonios, divorcios, nacimientos, decesos y toda suerte de esas vicisitudes que azotan las vidas ordinarias. Lo mismo ata el amor que la inquina. La calçotada es cónclave anual sagrado, o no es.

La hermandad se juntará cada año, entre noviembre y marzo, en el lugar donde se den, en sincronía, dos fenómenos: el alzamiento de las grandes piras rituales, hechas de los ramones y los sarmientos resultantes de la poda de olivos y vides, y la culminación de la segunda parte del ciclo vital de las cebollas.

Contrariamente a lo que muchos creen, el calçot no es ni un primo cercano ni una variedad especial de cebolla. Un calçot es lo que le sucede a cualquier cebolla cuando madura y, en vez de ser metida en un saco para guardar y cocinar, se vuelve a plantar pasados unos días después de haber sido desenterrada por primera vez. El bulbo brota de nuevo y empieza una segunda transformación durante la cual el payés la irá cubriendo de tierra (calzando), para evitar que vuelva a ver la luz del sol y su color blanco se transforme en verde por la fotosíntesis. Curiosamente, en esta clase de campos donde se encuentran los calçots y los sarmientos suele quedar espacio donde aparcar unos cuantos coches en batería entre avellanos.

El mobiliario para la ceremonia constará de puertas viejas desconchadas apoyadas sobre borriquetas, tapadas con manteles de papel. La vajilla será poca, desconchada y desparejada. En la mesa, sólo se permitirán tenedores si son de puntas torcidas que se doblan al pinchar con demasiada fuerza. Las sillas serán de plástico, o de madera y plegables. Todas distintas.

Cada miembro del grupo ostenta un cargo de carácter hereditario al que van asociadas una serie de tareas que no es necesario explicitar cada vez que se convoca el cónclave: quien tuvo una abuela que hizo el alioli en la reunión primigenia sabe que tarde o temprano recaerá sobre él la responsabilidad de tomar el testigo; y que el alioli tiene que llevar ajo hasta doler.

Quien compra las bolsas de hielo trae las fantanaranjas, los kaslimón, las colas de litro y medio y los grandes barreños de plástico donde se mantendrán al fresco bajo el sol. Quien un día llevó el porrón lo llevará hasta que él o el porrón perezcan. Cuando el que lleva el porrón desfallece, el que le sigue en la línea sucesoria toma el porrón y sigue adelante con él, pero el vino nunca deberá dejar de correr. Y jamás se comprará en botella, si no en garrafas de cinco litros y a la cooperativa más cercana.

La parrilla será un viejo somier metálico de anillas, y ninguna otra cosa. Las cebollas se posarán en él ensartadas con alambre, formando un collar de un blanco de perla adornado con tallos verde esmeralda, carnosos y firmes, de un tierno que parece imposible por haber sido arrancadas la noche anterior. Cada una de ellas saldrá de las llamas como una Madre de Dragones: negra tizón por fuera, pero resplandeciente. Serán rápidamente envueltas en fardos de 20 en papel de periódico viejo y se repartirán entre los comensales. Pasarán de mano en mano como pasa la bolsita de terciopelo del cepillo en la iglesia. No es digno de su nombre quien no consigue terminar con dos veintenas.

El comensal más alejado de las llamas aún no habrá finiquitado sus calçots cuando el cordero a la brasa empezará a llegar al plato de los primeros. Este se comprará por unidades de animal que, un par de días antes, hubiesen podido ser vistas pastando en ese mismo olivar. El honor de rechupetear los sesos y los mofletes de las cabezas partidas cocinadas en la brasa aromática que queda tras el paso de los calçots por la parrilla es de las ancianas más venerables de la tribu.

Nunca se ha visto un babero en una calçotada: es una rebanada de pan de payés de kilo colocada entre el corazón y el calçot lo que mantiene el alma limpia en el acto de dejarlos caer en la boca como los arenques en Ostende.

El honor y la inmensurable responsabilidad de hacer la salsa de los calçots llevan nombre de mujer. Ella, Gran Sacerdotisa, vestida con la túnica ceremonial que es la bata de señora, siempre impoluta, emerge entre el gentío como una aparición. La muchedumbre, un mar de gente que hubiese podido ser encontrada en un desguace, se abre para dejar paso a La Gran Olla que carga en brazos y contiene los cimientos de la civilización occidental: pan, aceite, vino, frutos secos, ajo, pimiento seco y sal.

Vacía de significado, una calçotada en un restaurante o una barbacoa es a la calçotada lo que balancearse en un caballito a monedas en la puerta de un videoclub es a cabalgar con Aníbal Barca a lomos de un elefante de guerra en la segunda Guerra Púnica. Escuchen. ¿Oyen ese rumor que se acerca? ¡Respondan a la llamada de lo salvaje! Sólo el fuego en el vientre de la fe verdadera desencadena el milagro de la consagración.

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Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.
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