De dónde vienen las ‘calçotadas’, el festín de cebollas que une a personas de toda condición
Una cebolla y una mesa han obrado el milagro de unir por igual a payeses y urbanitas, mayores y jóvenes, locales y foráneos, siempre que se esté dispuesto a perder el sentido del ridículo, comer de pie en torno al fuego y llevar un babero
Quién le hubiera podido decir a Xat de Benaigues, un humilde payés que vivía en la comarca catalana de l’Alt Camp en 1898, que aquel sencillo invento para aprovechar los brotes de una cebolla tendría tanto éxito. Pero, como ocurre muchas veces, las circunstancias y el azar se conjugaron para que esta nueva variedad de cebolla se convirtiera en una delicatessen agrícola de tal magnitud que hoy en día es el centro de un peculiar e invernal ritual gastronómico que tiene su punto álgido en la Gran Festa de la Calçotada de Valls, que se celebrará el próximo 28 de enero en esta localidad tarraconense.
Tras la ocurrencia de Xat, llegó la tarea de darle nombre a la nueva variedad y se barajaron entre varios y neologismos —ceba, cebeta, ceballot— hasta que el Institut d’Estudis Catalans introdujo en su edición de 1977 la palabra calçot, término menos rústico y algo más elegante. Pero el éxito de la nueva cebolla y del sarao llamado calçotada llegó con Josep Gatell Busquets, apodado el Bou, gerente del restaurante Masía Hotel Fonda Universo Bou. Allí se reunían cada invierno los amigos de Gatell organizados en torno a la Colla de l’Olla, una peña artística, política, bohemia, musical y deportiva que en 1948 organizaron la segunda calçotada artística rindiendo honores a su “majestad y vicediós de nuestra cocina” (Ignasi Riera, dixit) con un “sacrificio” de calçots que se presentaron acompañados de una esquela mortuoria. Un inicio surrealista y disparatado para una simple cebolla que, con el correr del tiempo, acabaría teniendo IGP y hasta su propio Congreso de la Cuina del Calçot en 1998.
Acabada la posguerra, en los sesenta, los ferrocarriles, los seiscientos y los domingueros que los ocupaban empezaron a llenar las carreteras con un solo objetivo: encontrar la mejor masía restaurante —espacio natural por excelencia para estas comilonas— donde meterse entre pecho y espalda una buena parrillada de carne, una mongetada y una pila de calçots con mucho romesco… o salvitxada, según el historiador de la gastronomía catalana Jaume Fàbregas. En su libro La Cuina del Camp de Tarragona, Fàbregas señala que es la salsa perfecta para servir junto a los calçots u otras verduras y hortalizas a la brasa, pero que no se ha de confundir con el romesco, que es una salsa que sirve de base para otros platos como las romescadas de pescado típicas de la comarca de Tarragona. La salvitxada, en cambio —prosigue Fàbregas—, es una salsa para degustar en frío y deriva de sal y bitxo (pimiento picante).
En cualquier caso, todos están de acuerdo en que este acompañamiento debe su éxito al mortero donde se majan las almendras y las avellanas tostadas del territorio, la pulpa de unas ñoras, los tomates y la cabeza de ajos escalivados, el bitxo o guindilla, el aceite de oliva y el vinagre. Una salsa que debe quedar densa para que se pegue literalmente al calçot, que se sumerge en ella en un par de toquecitos suaves para luego volar sobre la cabeza del comensal haciendo equilibrios hasta llegar a la boca.
Pero, al margen de su origen peculiar y a la anécdota de aquellos primeros pioneros de las calçotades, ¿qué peculiaridades tiene esta cebolla para que sea la protagonista de este festín que moviliza a las gentes de todo el país en pleno enero? ¿Por qué el horizonte de viñedos del Alt Camp se llena de hogueras y señales de humo como si fuera una reserva india? En primer lugar, aunque no el más importante, porque es una cebolla que deriva de la variedad de cebolla blanca leridana y está calçada, es decir, tapada con tierra una y otra vez para que los rayos de luz no penetren en su interior y conserve ese blanco inmaculado que la caracteriza. Es esbelta —de unos 15 a 25 cm de largo por 5 cm de diámetro—, ni pica ni huele con la misma intensidad que una cebolla corriente, tiene un aroma sutil y es de textura fina, ideal también para otros usos, además del tradicional.
Pero, sobre todo, porque, es su versión más genuina, es una forma de “comunismo alimentario a la catalana” en la que una cebolla y una mesa han obrado el milagro de unir por igual a payeses y urbanitas, pobres y ricos, mayores y jóvenes, locales y foráneos, siempre que se esté dispuesto a perder el sentido del ridículo y a reírse de uno mismo, a comer de pie en torno al fuego, llevar un largo babero, lucir churretones de salsa romesco en las comisuras y acabar con las manos llenas de tizne, además de compartir un porrón que hay que pillar al vuelo si se quiere echar un trago.
El epicentro de estas movilizaciones populares gastronómicas de amantes del calçot y sus festivales es Valls, aunque otros pueblos de la comarca del Alt Camp y Camp de Tarragona se han unido al éxito furibundo de estas convocatorias. Suele ser fácil encontrar el lugar, solo hay que seguir las señales de humo, el aroma y el reguero de gente hasta llegar a una gran plaza donde verás, tras unas vallas de separación, a los turistas de ciudad observando a unos tipos ataviados con barretinas y trajes típicos cómo apilan calçots como para un regimiento, preparando inmensas hogueras donde pondrán la cebolla directamente sobre las brasas y luego, una vez ennegrecidas, las envolverán en papel de periódico con mucho mimo para que conserven el calor y las servirán sobre unas tejas directamente a la mesa.
Si lo tuyo no es comer de pie o esperar pacientemente tu turno, siempre se puede reservar en algún restaurante de la zona donde luzcan el letrero “Tenim calçots”. Hay tiempo hasta marzo. Después, el frío se llevará las calçotades hasta el próximo invierno.
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