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Columna
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La brecha generacional es un plato de lentejas

Cuando mi padre era pequeño vivía en el campo con su familia y apenas cocinaban ni comían nada que no viniese de la finca. La masía era una criatura plenamente integrada en el entorno

Columna de Maria Nicolau
FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty
Maria Nicolau

Cada día que pasa me atraen más las cosas muy pequeñas y las muy grandes, y me interesan un poco menos las que quedan en medio. Me puedo pasar un par de días dándole vueltas a por qué carajo me entra hipo cada vez que como cortezas de cerdo, y meses rumiando alrededor del fenómeno de cómo ha cambiado nuestra relación con la cocina en apenas un par o tres de generaciones.

Cuando mi padre era pequeño vivía en el campo con su familia y apenas cocinaban ni comían nada que no viniese de la finca. La masía era una criatura plenamente integrada en el entorno. Su despensa se llenaba como los animales acumulan grasa en otoño en previsión de la escasez del invierno. Con sus apéndices y brazos de madera, de metal o de carne, intercambiaba fluidos y alientos con la misma tierra que rascaban y transformaban los gusanos y los escarabajos. Bolitas de estiércol y balas de paja eran instantes de tiempo diferentes dentro de un círculo sin principio ni fin. La diferencia entre alimento y excremento era una cuestión de perspectiva.

La casa vivía en simbiosis con el resto de animales y plantas. Su actividad no era puramente extractiva ni iba sólo en una dirección: prados de siega y campos de cereales acogían un sinfín de aves de las que anidan en el suelo, y alimentaban tanto a cuervos, urracas y mirlos como a rapaces de las que cazan conejos, topillos y serpientes. En el tejado criaban avispas, golondrinas y vencejos. En el pajar, las pulgas. En el granero merodeaban los ratones, que terminaban atrapados en los huevos, transformados por la digestión de las gallinas, la versión moderna de los tiranosaurios —ellas dan a los roedores una muerte más rápida e indolora que los gatos, que, como los niños pequeños, tienen el vicio de jugar con la comida.

La casa era hogar incluso para las tormentas: cuando llovía fuerte —antes, que el cielo sabía llover y lo hacía durante semanas seguidas; antes, que el mundo se oscurecía hasta que era imposible saber si era de día o de noche—, los rayos entraban por la ventana y se quedaban un rato haciendo piruetas a ras de suelo antes de salir por la puerta. Una casa de payés no era una casa para vivir, era una casa viviente, en la que era difícil precisar dónde empezaba y dónde terminaba la cocina. Plantar, regar, cavar, abonar, cosechar, pelar, cortar y sofreír eran etapas de la vida de una cebolla, por ejemplo. En todas ellas existía intervención humana, y cada paso respondía a la intención última de alimentar. No tenían neveras; los vegetales se guardaban vivos, en el huerto. No tenían congeladores; la proteína animal y la grasa se transformaban y almacenaban en los cuerpos del ganado, un sistema más eficiente de conservación que el de la mejor nevera actual de la gama más alta. La cocina era un arte de nigromancia, de dar vida a la muerte. Cerca de la naturaleza es fácil ver el hecho de cocinar como una función corporal más, tan natural y sustancial como respirar, moverse, o reproducirse, y no como una actividad externa o accesoria.

Las verduras las hacían de todas las maneras y aprovechando todas sus partes, a veces directamente, a veces a través de los cerdos, la máquina mágica de convertir pieles de patatas y nabos y cáscaras de grano en chuletas. Se cocinaban una infinidad de samfainas, pistos, pucheros, tortillas y cazuelas que empezaban siempre con un sofrito de cebolla, pero que nunca se sabía de entrada ni qué se les iba a echar ni dónde podían terminar. Nada estaba escrito.

Aparte del par de cerdos, criaban gallinas y conejos. Las primeras se tenían por los huevos. Por eso se dice que las gallinas viejas son las que hacen buen caldo; no porque el suyo sea mejor que el que da una gallina joven, sino porque sólo se mataban cuando ya no valían como ponedoras.

Tenían una yegua difícil, demasiado impulsiva y nerviosa para el trabajo, de la que, sin embargo, nunca fueron capaces de deshacerse, porque también era buena y noble. La relación entre humanos y bestias se regía por el pacto ancestral que desde hace más de ocho mil años los ata, y según el cual unos ofrecen protección de los depredadores, cobijo, cuidados y comida, y otros, a cambio, trabajo, carne, piel, lana y leche. No existía la ganadería intensiva.

El día que el abuelo lo decidió, se marcharon. Esa tierra de la que no eran propietarios, que hasta ese momento había dado lo suficiente para vivir bien, no bastaría para alimentar las cinco familias de los cinco hijos ya en edad de casarse. Hicieron las maletas y se fueron a la ciudad. Era el año 1968. Como tantos otros, dejaron de ser campesinos y se convirtieron en obreros. En la ciudad encontraron pisos pequeños, trabajo con horarios, capacidad de ahorro y supermercados.

Pienso a menudo en esto cuando alguien, en redes sociales, me pide, aún hoy y por enésima vez, la receta para guisar unas simples lentejas, o las instrucciones para hacer un caldo, cosas que antes sabía hacer todo el mundo sin saber leer. Observo el abismo. La brecha. Y más que ningún tipo de nostalgia, me invaden, por un lado, el asombro, ante la capacidad de adaptación y de resiliencia (esta palabra tan moderna) de nuestros abuelos, y por el otro, la necesidad de reiterar, una vez más, y aprovechando que ya se atisba el fin del año en el horizonte, que para decidir hacia dónde queremos ir es necesario saber de dónde venimos.

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Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.

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