Placeres del verano | Recolectar moras, higos y otros regalos del camino
En las últimas tardes de agosto, las rutas por la naturaleza se convierten en una gran despensa
Cuando se acercan las últimas tardes de agosto, caminar no es el medio para llegar a algún lugar, sino el propósito. La piel agradece los rayos del sol, el olor del mar compite con el de la jara por ser el mejor perfume. Los pasos desaceleran, no tienen apremio, no hay necesidad; y el crujido de la grava bajo los pies es lo único que marca el ritmo. El verde al filo del sendero toma un sinfín de tonalidades y diminutas pinceladas de color dibujan flores de angélica, de zanahoria, de achicoria. Los arbustos y árboles que te acompañan comienzan a tomar forma de lentiscos, pinos, o tal vez acebuches. Y la ruta se convierte en una gran despensa.
Solo si te has detenido lo suficiente, observas que los higos alcanzan a la vista antes de que el aroma de la hoja de higuera te invite a descansar bajo su sombra. Son más pequeños, más dulces y más abundantes que las brevas que comiste al principio del verano. Nunca te cansarás de ellos ni de su infinidad de variedades silvestres o cultivadas, solo hay que preguntar a Monserrat Pons, dueño de la mayor colección de esta especie del mundo en Son Mut Nou, en la marina de Llucmajor (Mallorca) con 1.486 ejemplares diferentes. Podrías preparar mil y una recetas, dulces y saladas, a partir de estas inflorescencias (no, no son frutos), pero hay que decirlo: el mayor lujo, la forma más deliciosa de consumirlas, es comerlas directamente del árbol. Aguarda con paciencia su punto de maduración, pero no permitas que los pájaros se adelanten. No dejes que pierda el calor robado al sol que aún entibia el azúcar y ni que el frío de un refrigerador altere su textura cremosa y su fresco aroma. Y entenderás entonces por qué Miguel Hernández impregnó su obra de alusiones a la higuera y sus higos.
En el litoral atlántico, escondidas entre dunas, aparecen pequeñas perlas blancas (así las llamaba Juan Ramón Jiménez). Son los frutos de la camarina, acuosos, de sabor dulce, pero refrescante. Encontrarlos en mitad de una calurosa caminata entre los arenales que separan la carretera de las playas más escondidas, pero más hermosas, es tan placentero como ver que aún queda hielo en esa botella que sacaste del congelador antes de salir de excursión. Aunque pocos la reconocen, algunos incluso la confunden con el brezo, la camarina ha sido una especie muy ligada al territorio y no hay más que pasar por Camariñas, en A Coruña; o por la gaditana Punta Camarinal, en Tarifa, para aprender a disfrutarlas.
Para muchos, estos días de agosto ya huelen a final de verano, pero pensar en las zarzamoras rebosantes de moras alegra a cualquiera como si comenzara de nuevo esta estación. Deshacerse de sus púas puede resultar tedioso, no es de extrañar que Charles Perrault la eligiera para proteger el castillo en el que Aurora aguardaba soñando en La bella durmiente del bosque (1697). Pero, ¿hay un mayor placer que comerlas de la zarza sin rodeos? Es posible. Pascal Baudar, en su libro The Wildcrafting Brewer (2018), explica de forma muy sencilla cómo elaborar bebidas naturales y puede servir de inspiración para crear nuestro propio vino de moras.
Las flores de saúco que han escapado a las cestas de los amantes del champán de esta planta, se han transformado en diminutas bolas violetas, casi negras, que una vez cocinadas, podrán pasar a ser la mermelada sobre una tostada, en la mesa de un eterno desayuno que bien podría tornarse en almuerzo.
A estas alturas del estío no hay que confundirse: ver endrinas no quiere decir que estén listas. Habrá que esperar hasta octubre si se quiere que el pacharán quede rico, porque esto solo se consigue cuando los frutos están maduros. Aunque esta bebida originaria de Navarra fue comercializada por primera vez en 1956 por Ambrosio Velasco, se tiene constancia de que se ha consumido en las casas como tónico estomacal desde la Edad Media. Hoy en día ya no hay que sentirse indispuesto para encontrar la ocasión de probarlo: solo, con hielo o combinado con vermut, por ejemplo, son buenas formas de tomarlo.
En pocos días, los escaramujos anunciarán espinosamente el final del verano. Aunque se pueden comer crudos, también son buenos en conserva. Prepara un sofrito, añade tomate y un puñado de escaramujo sin semilla. Deja cocinar hasta que espese y agrega miel, sal, tomillo y orégano. Tritúralo bien y antes de que pierda temperatura, viértelo en un tarro con cierre como para mermeladas, ponlo boca abajo y deja que haga el vacío. Es una forma ideal de retener un poquito más el verano. Y cuando septiembre pase, guarda las ganas de disfrutar, pero no la cesta: recuerda que las endrinas están por madurar. El otoño viene cargado de enebros y madroños.
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