Placeres de verano | Perder la noción del tiempo: no saber si es domingo o miércoles
Durante las vacaciones, la vida deja de estar ordenada por las manecillas del reloj y se rige de forma anárquica por el sol, el hambre, el ocio y el sueño. Y nos preguntamos, ¿es posible abolir los horarios?
“¿En qué momento mi vida empezó a ser accesible solo en vacaciones?”, se preguntó Azahara Alonso al llegar a Gozo. En esta pequeña isla de Malta, pretendía la filósofa recuperar el control; disfrutar de una vida sabática, sin más propósito que ser improductiva. La cosa le salió regular, pues empezó a pergeñar Gozo (editorial Siruela) un ensayo novelado en el que reflexiona sobre el tiempo libre y el turismo. Un elogio poético de la pereza. “Me planteo a menudo cuánto se tarda en no hacer nada”, reflexiona en sus páginas. Alonso invirtió un año. Pudo hacerlo gracias a una beca, a un estilo de vida frugal y algunos trabajos no tan puntuales como cuenta en su libro. “En parte está ficcionado, la experiencia no fue exactamente igual”, matiza en un intercambio de audios. Para ella, como para la mayoría, este estilo de vida solo está disponible durante las vacaciones.
Uno de los mayores placeres del verano es quitarse el reloj. Ver como la marca en la muñeca, sombra nívea de la rutina, empieza a borrarse de nuestra piel. A medida que el sol va tostando las señas de nuestra vida real, esta empieza a parecernos más ajena, más extraña. Hasta que desaparece. La machacona pregunta de “¿qué hora es?” comienza a ser sustituida por otras mucho más interesantes como “¿qué cenamos hoy?”. Los horarios empiezan a deshilacharse por los bordes. Dejan de ser dictados por las manecillas del reloj y se rigen de forma anárquica por el sol, el hambre, el ocio y el sueño. Empieza uno a perder el tiempo y a ganar salud. Y cuando ha pasado el tiempo suficiente, se difumina también el calendario, sin saber muy bien qué día de la semana es.
“La mente no puede percibir el tiempo directamente”, explicaba en un artículo en The Conversation Adam Osth, psicólogo especializado en memoria de la Universidad de Melbourne. “Pero a menudo hay una serie de señales en nuestro entorno que nos indican qué día es”. Estas señales suelen estar relacionadas con el trabajo: entre semana coges el transporte público, vas a la oficina, comes de tupper. Los miércoles tienes pintura o quizá natación. Los viernes sales con amigos y los domingos comes en casa de tus padres. Y vuelta a empezar. Pero estas señales se alteran cuando nos vamos de vacaciones.
Esto sucede especialmente cuando visitamos un lugar mil veces visto y no somos turistas, sino simples vagos. Cuando viajamos más a la infancia que a un destino geográfico concreto. “Creo que es una reconquista de aquella forma de vivir, esta suspensión que conecta con lo más humano, que era no tener la sensación de perder el tiempo, sino de disfrutarlo”, reflexiona Alonso.
La historia del reloj está íntimamente ligada a la del capitalismo. El tiempo en las economías agrícolas estaba más en sintonía con los ritmos naturales de los días y las estaciones. Pero con la industrialización y el auge del ferrocarril, a principios del siglo XX, la humanidad se vio obligada a establecer un riguroso control del tiempo. Diminutos relojes se agarraron a los brazos del trabajador como garrapatas mecánicas. A cualquier hora podías saber qué hora era. Decía Julio Cortázar que cuando te regalan un reloj, en realidad, tú eres el regalado. Y fue un poco eso lo que pasó. Se compraron y regalaron millones de relojes que nos ataron a las horas. Desde entonces, la jornada de trabajo ha condicionado nuestra vida, haciendo que incluso el tiempo libre sea tasado, medido y cronometrado.
En 2019, la isla noruega de Sommaroy declaró que abolía la hora para convertirse en la primera zona sin tiempo del mundo. La noticia era demasiado buena para ser real: a los pocos días se descubrió que formaba parte de una campaña publicitaria. Pero su viralidad hizo que la sociedad se planteara una pregunta tentadora: ¿podemos renunciar a medir el tiempo?
“Hay tres tiempos que rigen nuestra cronobiología”, explica en conversación telefónica María de los Ángeles Rol de Lama, catedrática de Fisiología y directora del Laboratorio de Cronobiología de la Universidad de Murcia. “Está el interno, que marca nuestro reloj biológico; el ambiental, que sobre todo comprendería los ciclos de luz-oscuridad naturales, y el social”. Es este último, determinado por nuestros horarios laborales y medido al segundo por los relojes, el que se relaja durante el periodo vacacional, el que podríamos abolir, dejando que los otros dos rijan nuestra vida.
Nuestro reloj interno, marcado por los llamados ritmos circadianos, no es preciso y varía de una persona a otra. “Hay búhos y hay alondras”, explica la experta. “Personas que son más matutinas, están activas en seguida y por la noche, rápidamente pierden fuelle. Y están los búhos, que les pasa lo contrario”, añade. Cuando llegan las vacaciones, búhos y alondras vuelan libres, pero tarde o temprano tienen que volver a la jaula. Se atan entonces el reloj en la muñeca como quien se pone un favorecedor grillete nuevo y se someten a los estrictos horarios del capitalismo.
Azahara Alonso tuvo que hacerlo, en sentido figurado, al volver a España. Aunque se rija por sus dictados (“es imposible abstraerse”) mantiene aversión hacia el reloj y un miedo vago hacia el calendario. “Dan una idea demasiado clara de la finitud y de cómo estamos malgastando las horas en obligaciones que no son elegidas, que son supervivenciales”, explica en un último audio de WhatsApp. Después se disculpa por el formato. Habría preferido tener una charla telefónica con su entrevistador, pero está hasta arriba y no tiene tiempo. “Ya sabes, precisamente ando colgada del reloj”, lamenta.
Cinco veranos en los que el autor perdió totalmente la noción del tiempo:
El verano que descubrí a Stephen King: Puede que físicamente estuviera en Jávea, pero mentalmente me pasé dos meses en Maine, escenario de todas las novelas de este autor. Tenía 14 años y me quedé fascinado. Leía sus libros en la playa, pringándolos de crema y arena. En el sofá del apartamento, mientras todos dormían la siesta. En mi cama, hasta bien entrada la madrugada…
El verano que aprendí a coger olas: Una vez, en una entrevista de trabajo, el responsable de recursos humanos me preguntó por mi mayor virtud. Le dije que coger olas. Sin tabla ni nada, solo con las manos. Hice incluso la pose, con los dos brazos izados como si fuera un Superman varado en tierra o un exaltado de ideología difusa. Obviamente, no me contrataron, pero la anécdota sirve para ilustrar que el verano que aprendí a surfear a pelo fue el más feliz de mi vida. Sigo pensando que coger olas es mi mayor virtud.
El primer verano que suspendí: Muchos alumnos viven el suspenso como un drama. Para mí supuso una vía de escape, una excusa para quedarme solo en casa por primera vez, con 16 años. Así que cambié los libros de Stephen King por los de Matemáticas y las olas por los parques al atardecer. Madrid en agosto es una ciudad vacía y fascinante, un escenario de película en el que, por primera vez, fui protagonista.
Mis veranos en Ibiza: Durante una época tuve el mejor trabajo del mundo. Escribía para la revista de una famosa discoteca ibicenca. Mi trabajo consistía, básicamente, en ir a discotecas, a restaurantes, a playas y a conciertos y escribir sobre ello. El único horario que tenía era el que marcaba la imprenta una vez al mes. La forma más práctica de saber en qué día de la semana estaba, era consultar qué DJ pinchaba esa noche.
Mi luna de miel: No hay nada más hortera en el mundo que un viaje de luna miel al Caribe en hoteles de pulserita. Tampoco hay nada más guay. Toda mi preocupación era pensar dónde íbamos a comer (y a beber), qué templos y cenotes teníamos que visitar y en qué playa paradisiaca íbamos a bañarnos. Además, son 15 días de vacaciones que te regala el Estado y un viaje que te regalan los invitados. Hay que casarse más.
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