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Columna
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Por qué ir al mercado con la lista de la compra es un error

Siempre me ha parecido curiosa esta costumbre tan extendida de salir de casa con una lista hecha, más allá de los artículos de fondo de armario y de los productos no perecederos.

Bosque gastro
FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

Comer es fundirse con la naturaleza y esto, claro está, es más fácil observarlo cuando se vive en el monte y se es un tejón. En su acepción más chiquitita, clara y sencilla, cocinar no es más que la acción de preparar los ingredientes para ser comidos, y lo hacemos porque ninguno de nosotros somos ni cabras salvajes, ni caracoles, ni orugas, y no podemos simplemente pararnos a mordisquear la primera ramita u hoja que veamos brotar en un margen o un parterre. Ni en las ciudades hay hierba para todos, ni nuestros aparatos digestivos están preparados para eso.

Estando lejos del monte, nuestra acción de alimentarnos empieza por recopilar ingredientes del medio natural, llevárnoslos a casa y, allí, almacenarlos, para finalmente, cocinarlos, comerlos, y devolver los restos metamorfoseados al medio para que sean de provecho para otro ser vivo.

La distancia a la que vivamos de ese medio natural determinará cuán complejo tiene que ser el mecanismo que abarque todos y cada uno de los pasos intermedios que van desde que un tallo es arrancado en un campo remoto hasta que alguien le pega un mordisco a una rebanada de pan con tomate a la hora de la cena, pero nuestro sistema agroalimentario no es más que una versión complicada de lo que hace una cabra desde que atisba una rama de durillo hasta que roe su corteza, y cocinar no es más que poner en funcionamiento una suerte de aparato digestivo externo que transforma lo que la tierra ofrece y hace que sea más fácil de asimilar en nuestro interior. Cocinar nos integra en el gran sistema alimentario que es la Naturaleza, nos hace porosos a ella, esta red inmensa de relaciones en la que todo es susceptible de comer o de ser comido.

La lejanía del monte, el desarraigo del mundo natural, tanto puede ser físico, si vivimos en una gran ciudad, por ejemplo, y los alimentos tienen que ser necesariamente transportados hasta nosotros recorriendo largas distancias; como mental, porque se puede vivir en el campo a base de ultraprocesados fabricados en el otro lado del mundo, mientras el vecino de al lado cultiva tomates y calabacines.

Y a mí se me ocurre que el camino hacia un modelo agroalimentario más sostenible puede no ser tanto el de las antorchas, el desmantelamiento de las grandes metrópolis y la vuelta al contacto directo con el medio natural en taparrabos, como el de recordar quiénes somos e imbuirnos, al abordar la tarea de alimentarnos, del estado de espíritu de aquel que se adentra en el bosque canturreando y con un cesto colgando del antebrazo.

Y es que el bosque es de una manera que uno tiene que estar dispuesto a entrar en él en busca de setas y salir contento de haber encontrado espárragos, porque no queda otra. Al bosque le importa poco o nada lo que uno quiera, va a lo suyo, florece, crece y se forma en base a sus propias circunstancias y sinergias, y no hay mejor baño de humildad para un espécimen de humano medio, criado en el marco mental del “pide y se te dará”, que ir en marzo a por colmenillas y ser condenado a volver con poco más que piñas verdes y un ramo de hinojo para la sopa de pescado. Hay abriles sin espárragos y febreros sin flores de almendro.

El espejismo de estar en lo alto de una cadena trófica se desvanece de un plumazo al encontrarse uno, una mañana de domingo, encaramado tristemente a un árbol raquítico durante el encuentro fortuito con una hembra de jabalí recién parida. En ese contexto, es asombrosamente fácil sentirse un saco de ingredientes andante, por más que sigamos insistiendo obsesivamente y neurótica en poner un plástico, una pantalla, una distancia artificial y palpable, entre nosotros y todo lo que pueda recordarnos que debajo del cemento está la tierra y que de ella venimos y a ella volveremos, nos guste o no. Y seremos comidos.

¿Cómo sería ir al mercado como quien va al bosque, abandonando el “yo quiero” caprichoso, medieval y antropocéntrico, propio de los berrinches de la infancia, que ve en la naturaleza una especie de despensa a su servicio, a la que explotar y exprimir; y abrazar el “qué puedo hacer yo con esto que he encontrado”, poniéndose uno mismo en disposición de hacer lo máximo posible con lo que la naturaleza cercana ofrezca? ¿Cómo sería, de paso, no renunciar a dejarnos sorprender?

Siempre me ha parecido curiosa esta costumbre tan extendida de salir de casa con una lista de la compra hecha. Más allá de los artículos de fondo de armario y de los productos no perecederos. ¿Cómo puedo decidir qué verdura voy a comprar sin haber visto qué ha recolectado el payés cercano? ¿Cómo puedo saber antes de salir por la puerta qué pescado voy a cenar si no sé qué ha traído el pescador en su barca? Nadando en reflexiones de este tipo me vienen a la cabeza Ricard Camarena y su última ponencia en Madrid Fusión: “¿Qué hacer con 50 kilos de cortezas naranja o 19.000 kilos de cosecha de calabazas que no han salido lo dulces que tendrían que ser?”, “Nuestro mayor propósito es que los proyectos sean sostenibles y para ello no tenemos que hacer lo que nos gustaría, sino trabajar con lo que tenemos.” Esta frase me parece poderosísima.

Camarena es de los pocos grandes chefs del panorama internacional que ha entendido de verdad que ser sostenible no significa tener un huerto en el patio trasero del restaurante, sino estar a merced de la huerta de tu alrededor, de los productores de tu entorno; que en las llamadas de teléfono al proveedor tiene que haber tiempo para una lista de peticiones, sí, pero también tiempo para escuchar.

En lo que a sostenibilidad se refiere, no basta con comulgar con la idea de comprar productos de proximidad. Es necesario que ese “yo quiero” sea menos rígido y dictatorial. Hay que ir al mercado inflamado de emoción y capacidad de sorpresa, emprender la tarea de alimentarse con el espíritu de quien sale a dar un paseo por el bosque con un cesto colgando del antebrazo. Cocinar es dar un paseo por el bosque

Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.

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