De promotor de rock a vender esparraguines (a 100 euros el kilo) a los mejores restaurantes
Carlos Camañes dejó su trabajo para cultivar de manera sostenible una hortaliza que emerge de las duras tierras familiares de Villena
Mucho antes de que sirviera sus suculentos espárragos a los restaurantes más selectos de España, Carlos Camañes ofrecía rock and roll a un público muy amplio. Llegó a organizar un concierto de Motörhead en su ciudad natal, Villena (Alicante).. También llevó “al pueblo Extremoduro, Los Rodríguez, Sabina, y muchos otros”, recuerda en mitad de los campos que heredó de su padre. A su espalda, su mujer, Isabel, y cuatro trabajadores más se mueven con destreza entre los caballones, las gomas del riego por goteo y las esparragueras. Seleccionan, cortan, recolectan y en menos de 24 horas las preciadas verduras estarán en su destino.
“Prueba, prueba”, propone Camañes mientras coge un estrecho tallo que acaba en una pequeña cabeza, nada que ver con sus espárragos verdes, rotundos y señoriales, que brotan justo al lado, o los morados, más estilizados, que nacen un poco más allá. “Estos son los esparraguines. ¿A que el sabor explota en la boca con intensidad y al mismo tiempo sutileza?”, pregunta el agricultor de 51 años, que dio un vuelco a su vida cuando decidió continuar con la labor de su padre.
Tiernos, jugosos, de varios colores, los esparraguines son el producto estrella de la empresa familiar Green Asparagus que dirige Camañes y que ya dedica prácticamente toda su producción al suministro de restaurantes. Para recoger un kilo se precisan entre dos o tres horas y su precio asciende a 100 euros. Restaurantes laureados como DiverXO, Ricard Camarena y Ramón Freixa, entre otros, sirven esta exquisitez que el propietario recomienda comer crudo o apenas cocinado, con un huevo revuelto, por ejemplo, y un poquito de aceite que previamente ha tomado “el sabor de un diente de ajo”.
“Digamos que los esparraguines, que tenemos registrados, nos diferencian sobre todo. Renunciamos a coger espárragos en una parte del campo para coger mini espárragos”, apunta Camañes sobre estas brácteas (hoja que nace del pedúnculo de las flores) inmaduras de la planta de la esparraguera a la que dejan crecer a la espera de que surjan esos nuevos brotes. La reciente historia de éxito de la empresa familiar está ligada a ellos. Pero no solo. También a los cambios de temperatura y sobre todo a la tierra arcillo-calcárea, rica en minerales, dura, compacta, que obliga a los espárragos a luchar para emerger de ella. No en vano, una de las variedades de los espárragos recibe el nombre de heroica por nacer y crecer en estas condiciones que son las que imprimen carácter y sabor a sus legumbres, a juicio del agricultor. Tiene poca producción, pero muy cuidada, cultivada sin fertilizantes sintéticos, dejando que crezcan a su alrededor algunas de las supuestas malas hierbas.
“Aquí, en la plantación de la montaña, las esparragueras conviven con el tomillo y el romero. Eso no puede ser malo, ¿no?”, señala Camañes, mientras se ajusta la visera de la gorra y mira más allá del campo, tal vez al lejano perfil del castillo de Villena, uno de los hitos verticales de la llanura junto con la cercana y un poco mastodóntica nueva estación del AVE. La ciudad alicantina del interior es sinónimo de espárragos verdes de calidad desde hace unos pocos años. No compite con Granada o Guadalajara, zonas tradicionalmente productoras, en cantidad sino en calidad. Navarra domina el espárrago blanco (el tallo joven que ha crecido dentro de la tierra y todavía no ha salido al exterior).
El paso vertiginoso de los trenes rompe por un instante la quietud del campo que sufre por la sequía. “Y el espárrago necesita humedad para crecer”, apunta preocupado Camañes, bajo el intenso calor del pasado martes de este verano sobrevenido. Las vías dividieron las tierras de la familia, una palabra que el agricultor repite en su conversación. “La familia es la base de todo; sin mi mujer, por ejemplo, no sería posible”, apostilla, antes de presentar a su hija Judith, que se dedica sobre todo al envío de los espárragos en cajas, a su hijo Marcos, que recolecta escuchando “el podcast de Jordi Wild”, y a su cuñada Ana.
Tras abandonar su carrera como promotor musical, Camañes regentó un restaurante familiar que pronto se labró un prestigio en la ciudad. La crisis financiera de 2008 le hizo replantearse la vida y la muerte de su padre acabó por convencerle para continuar con el legado, innovar y dedicarse a la agricultura, que siempre le había gustado. El estallido de la pandemia del coronavirus supuso una oportunidad inesperada para dar a conocer sus productos. “Los cocineros estaban encerrados en sus casas y les envié cajitas con nuestros espárragos y tuvieron mucho éxito”, explica
Fue importante la ayuda del cocinero alicantino y amigo Daniel Frías, que apostó en sus dos establecimientos (La Ereta y Santabar) por sus verduras, destaca el propio agricultor. El chef lo ratifica y echa la vista atrás: “Un día nos invitó a ver el cultivo. Yo hacía muchos espárragos de los suyos, sobre todo a la brasa. Yendo por el campo, vimos esas puntitas de espárragos que están aún más buenas y saben como el guisante lágrima que se vende a 300 euros el kilo y le dije que le pusiera precio”. “Y yo no sabía qué precio ponerle, pero es verdad que es escaso y hay mucho trabajo detrás”, rememora el agricultor. Al poco, se los quitaban de las manos.
Camañes solo cultiva dos campañas pequeñas: de marzo a junio y también en septiembre. Y mientras otros reemplazan las plantas a los siete años para que sean más productivas, él las conserva hasta los diez. Asegura que no está obsesionado con lograr una mayor producción, sino con tener un mejor producto. También conserva un campo de olivos por su valor sentimental, porque fue su padre quien los plantó. El mismo que también empezó con los espárragos en “una tierra tan dura que podría decirse que es antiesparraguera”, apostilla el hijo, que ahora pasea por Villena con reconocidos cocineros, como antes hacía con famosos músicos de rock.
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