Diario de un paseo de otoño: así cambian los árboles con la nueva estación
La otoñada se origina como respuesta al estrés por la bajada de las temperaturas y el menor número de horas de luz solar. Recorriendo las calles, siempre es una gran idea detenerse a observar cómo están ahora los arces, las acacias o los madroños
Al salir a la calle, los perales de flor (Pyrus calleryana ‘Chanticleer’) ya muestran en sus hojas un ligero color distinto. En la noche desciende la temperatura, y las plantas que están en el exterior se sienten en la recta final antes del invierno. Se aprestan a rellenar sus despensas con las ganancias del año, y los glúcidos de reserva —como el almidón— se acumulan en sus órganos. Para algunas plantas esos órganos serán estructuras bajo la tierra, como las raíces o los tubérculos. Para los vegetales leñosos como los árboles o los arbustos, la alacena será su propia leña: en los cuellos de rama o la albura de sus troncos. Así, hoja tras hoja, retiran todos sus nutrientes móviles antes de dejarlas caer al suelo, en la magia anual que genera su vuelo colorido.
La otoñada es un proceso que se origina como respuesta al estrés por la bajada de las temperaturas y el menor número de horas de luz solar. Ambos factores inician este ciclo, esperado y amado por muchas personas que declaran su pasión por el otoño, incluso para elegirla como su estación favorita. En un paseo por las calles, de camino a un parque, hay varios arbolitos de aligustre del Japón (Ligustrum lucidum). Sus frutos están a punto de teñir su piel, que será alimento para las aves dentro de poco, pero todavía les quedan unas semanas para ennegrecer. El que sí negrea los frutos es el aligustre de hoja oval (Ligustrum ovalifolium), en uno de los setos de aquella urbanización, un muro verde que separa las casas de la calle.
Bajo la alineación de árboles, en cada acera, la tierra de los alcorques se ha empapado con las últimas lluvias, y las semillas de especies pioneras son las primeras en germinar, como las de las pamplinas (Stellaria media), con su verde alegre, o las distintas cerrajas (Sonchus spp.), que tapizan la base de los troncos hasta borrar el color ocre del sustrato. Algunas de estas hierbas se tapan con las primeras hojas amarillentas escapadas de las ramas de una acacia de tres espinas (Gleditsia triacanthos), una de las primeras especies arbóreas en otoñar.
Le acompañan con sus colores subidos otras plantas urbanas. Una de ellas, muy habitual en los últimos años, es el jabonero de la China (Koelreuteria paniculata), un árbol que también reabsorbe ahora su verde clorofila para exhibir amarillos foliares. Las vainas marrones de sus farolillos llenos de aire y de futuro contrastan maravillosamente contra el follaje de su copa. No es menos el almez (Celtis australis), cuyas hojas duras y ásperas viran a los verdes más claros, con ramillas adornadas con los frutos esféricos y comestibles, las almecinas. Una paloma torcaz parece saberlo bien, y da buena cuenta de los que ya están maduros, haciendo malabarismos para no caer, asida con sus patas a una minúscula rama danzarina.
Por la valla de una de las casas asoma una hermosa hiedra (Hedera canariensis), una robusta trepadora con decenas de años a cuestas, que corona muchas de sus ramas fértiles con las inflorescencias galácticas de estas especies. Unas cuantas de sus flores ya se han abierto, y se llenarán de insectos polinizadores hambrientos; ahora tienen menos restaurantes florales activos a su disposición que hace unos meses.
En el césped y las praderas, aliviadas de las altas temperaturas por el fresco de los días o de las noches, brotan las hojas de las chirivitas (Bellis perennis), del llantén mayor (Plantago major), de los ranúnculos (Ranunculus repens). Al mirar al cielo, el viandante se sorprende con los rojos incendiados de varios liquidámbares (Liquidambar styraciflua), el árbol norteamericano que conquistó los jardines europeos con sus tonos otoñales y su anatomía. Al lado, unos arces de Manchuria (Acer tataricum subsp. ginnala) compiten por la medalla al mejor carmesí en un día soleado. A quienes no les importa esta competición es a los fresnos ‘Raywood’ (Fraxinus angustifolia ‘Raywood’), porque su púrpura goza de una distinción especial dentro del muestrario tonal arbóreo.
Ya en el parque, los árboles del amor (Cercis siliquastrum) también se apagan poco a poco, con la gama de amarillos de sus hojas redondeadas y de sus vainas marrón chocolate. Cerca, un bosquete de madroños (Arbutus unedo) cubre el suelo con los frutos rojizos y anaranjados. Un gorrión pasa al lado, dando algún pequeño picotazo a su pulpa melosa. Más allá, el majestuoso olivo (Olea europaea) arrancado de una finca rústica y traído a la ciudad cubre con musgo su tronco lleno de vericuetos. Asimismo, pigmenta la piel de las olivas, algunas caídas a tierra. Entre dos de ellas emergen las hojas de un bulbo. Este encierra en la profundidad la flor escarlata que despertará en el albor de la próxima estación, como una llamarada.
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