La zona de Madrid sin autobuses donde las únicas caminantes son quienes sirven a los ricos: “Nadie pensó en nosotras”
El barrio residencial Conde de Orgaz, donde las casas cuestan alrededor de dos millones de euros y carece de transporte público, supone un reflejo de la desigualdad de la capital
Hay algunas calles de Madrid que no están en obras. Tienen nombres de toreros ilustres, césped recortadito, coches de lujo aparcados en la puerta. Solo cuando se abre la puerta de un garaje se intuye lo que hay dentro: casas de más de 400 metros cuadrados, con sauna, sala de fiestas, jardín y piscina. Sin salir de la capital, entre Arturo Soria y Avenida de América, enclavada en una esquina que divide la M30 y la M40, hay una isla. Un rincón donde las aceras de un metro están diseñadas para no llegar a ninguna parte más que a la casa de alguien que puede permitírsela. En el barrio de Conde de Orgaz, en el distrito de Hortaleza, nadie camina ni toma el autobús (no hay líneas que atraviesen la zona) o el metro (que está a 20 minutos andando cuesta arriba), excepto ellas: las que limpian sus casas.
Nadie pensó cuando diseñó este laberinto de mansiones hacia los años cincuenta y sesenta, con trazados circulares o directamente callejones cerrados, que habría que salir de ahí para hacer otras cosas. Mucho menos, que alguien tendría que hacerlo a pie. Por eso no hay más que una ruta para llegar a la estación más cercana de metro —Esperanza— que, a pie, queda como mínimo a más de 20 minutos cuesta arriba para quienes regresan de trabajar. Si existiera otra calle en la otra punta del barrio se evitarían una vuelta innecesaria. Tampoco circula por esta zona ningún autobús, así que si alguien necesita tomarlo, debe salir de la isla y Subir a pillar la línea 122 o la 120, que comunican con Hortaleza, uno de los distritos obreros de la ciudad, del que forma parte este barrio y que ha disparado la media del precio de la vivienda.
Si uno observa el mapa del transporte público de la capital, divisa un agujero desierto de la ruta EMT (autobuses públicos) y del metro. Una circunferencia perfecta. Como si en el plan urbanístico hubieran decidido que ahí mejor no meterse. Este es el rostro del barrio Conde de Orgaz, una de las zonas más caras de la capital, donde las viviendas superan los dos millones de euros —el metro cuadrado está a 4.690, según los datos del Ayuntamiento y las casas tienen más de 400 metros, según Idealista—. Un lugar que las agencias inmobiliarias venden como “un barrio aislado y lujoso sin salir de Madrid”, una Moraleja accesible. Un sitio donde tener una piscina, jardín y perros de raza correteando en el césped, a prueba de nuevos confinamientos. Todo ello sin tener que huir a la periferia, como hicieron muchas familias tras la pandemia.
Se trata de una zona residencial donde no llega nada público ni se le espera. Entre las lujosas residencias, se suceden colegios privados con extensos jardines y las embajadas de Ucrania, Perú, Malasia o Kazajistán. En esta zona fijaron su residencia hace años Zidane, Figo o Marta Sánchez. Pero el glamur se queda en la puerta.
Feliza, de 60 años, sube la única cuesta empinada que lo saca a uno del paraíso, conocido también como el “pulmón verde de Madrid”. Camina asfixiada, cargando su mochila, con su ropa de trabajo y el táper en el que lleva la comida que apenas le dio tiempo de terminar, porque llega tarde. Casualmente, a mediodía del martes, en esa zona solo llevan prisa ellas, las que van andando. Feliza es de Bolivia y llegó a España hace ya casi 20 años. Sus dos hijos, de unos 40, se regresaron a su país hace ya una década y no tiene más familia en España que unos nietos en Valencia que viven con su nuera. Por las mañanas, limpia la casa de tres plantas de un matrimonio jubilado que descansa en este barrio acomodado. Pero no es lo único que hace: por las tardes, cuida a una mujer de 97 años y reza para que no se muera pronto, porque de su vida depende también la suya.
Si Feliza quiere tomarse un café —a un precio normal— que le permita aguantar el resto de jornada para llegar justa a los 1.000 euros al mes, tiene que subir también esa avenida empinada de Los Madroños. En esta isla sin transporte ni un centro de salud público —para llegar al de Hortaleza también hay que salir del barrio—, el único supermercado es de El Corte Inglés y no hay ni rastro de tiendas baratas de conveniencia. Cuando por fin sale de Conde de Orgaz y llega a la boca de metro, cada día se detiene y toma un café con leche por 1,50 euros en el bar Las Murallas, donde ya la conocen.
Mientras bebe su café, sentada junto a la barra del bar, cuenta que no sabe cuánto tiempo podrá seguir dedicándose a limpiar la suciedad de los ricos, porque de vez en cuando se fatiga. Pero ha calculado que le quedan por lo menos nueve años más, si no se muere la señora de 97 pronto. Porque encadena contratos de media jornada y ha cotizado solo ocho de los 18 años que lleva partiéndose la espalda para fregar suelos ajenos en Barcelona y en Madrid. Vive en un piso compartido con chicas mucho más jóvenes cerca de Plaza Castilla. Desde ahí tarda una hora en llegar a Conde de Orgaz, aunque el mapa marca que está a apenas cuatro kilómetros. Sale a las ocho de la mañana de casa y no regresa hasta las 20.00 o 21.00 todos los días, excepto los fines de semana.
Por la misma cuesta subía también Flor, con una coleta deshecha del trajín que implica limpiar una casa de esas dimensiones y cargando también una bolsa con su ropa. Ella es de Perú y lleva unos dos años trabajando en algunas casas de este barrio. Por las veces que ha subido la avenida, sabe perfectamente que no es lo mismo hacerlo por una acera que por otra. “Aquí hay más pendiente. O eso pienso yo”, comenta. Por la derecha, mejor. Y avanza pegada a las instalaciones del Liceo Francés, uno de los centros educativos más exclusivos de la capital. En Conde de Orgaz tampoco hay ningún colegio público. Flor viene de más abajo y se lamenta de que no haya otra salida para llegar al metro. “Ya lo intenté por otro camino al ver el mapa. Pero por allá está todo cerrado, son casas con sus muros y no se puede”, se queja. “Aquí nadie pensó en nosotras”, remata.
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