Los culpables de la muerte de la naturaleza no van a la cárcel
Un grupo de artistas muestra en ‘El crimen perfecto’ los desastres ecológicos
Un archipiélago glaciar que se derrite poco a poco dejando pequeños islotes en su camino a la desaparición. Frente a él se encuentra un rastro de acuarelas color carmesí, similar al que dejaría un tiroteo sobre un lienzo. Esta última representa la madre naturaleza que sangra, la primera el calentamiento global. Asusta la facilidad con la que se identifican los objetivos de desarrollo sostenible en el marco de la Agenda 2030 a los que se refieren ambas obras de Françoise Vanneraud y Sandra Cinto. Ambas forman parte de la exposición El crimen perfecto, dentro del festival Madblue 2021, en el centro cultural Conde Duque.
Para el comisario de la exposición, David Barro, los seres humanos han sido víctimas y verdugos de un crimen contra la naturaleza, que se ha perpetuado durante toda la historia a base de responsabilizar al otro en lugar de a uno mismo. Si uno se fija bien, junto al cartel que inaugura la exposición, se pueden leer tres diminutos puntos, junto a tres rayas y otros tres puntos. En código morse significa SOS, y viene a reincidir en el significado de la exposición: “Una llamada de emergencia a la que todos estamos obligados a acudir”. Y lo más importante, todavía queda tiempo.
“El arte no puede ser ajeno a una serie de problemas que ocupan a la sociedad como es la paz con la naturaleza”, añade Barro, aunque insiste en que esto no significa olvidar el resto de heridas sociales como la igualdad de género o la educación de calidad. Ahí radica la importancia de la figura de un rayador de huevos de dimensiones desproporcionadamente grandes. Esta obra de Mona Hatoum habla de cuando el hogar deja de sentirse como un lugar seguro, la cotidianidad se vuelve afilada y hasta las cosas más diminutas se magnifican. “Son obras que hablan de realidades muy duras pero que realmente no nos descubren nada, simplemente atizan nuestra conciencia para contribuir a ese mundo mejor”, señala.
La obra de Gabriela Bettini muestra colibríes, insectos y plantas salvajes con tentáculos rojos superpuestos sobre paisajes inhóspitos donde ya nada ocurre debido al progreso y a la colonización. En la pared opuesta, un vídeo de Cinthia Marcelle sorprende con un relajado fluir de espuma, acompañado del sonido de lo que parecen ser las olas del mar, aunque el espectador tarda poco en comprender que en realidad son cepillos frotando con fuerza el suelo. A Barro le parece que podría interpretarse de muchas maneras. El peligro de los maremotos, la contaminación, la falta de agua potable, la desigualdad en el trabajo, o la recompensa del esfuerzo colectivo. “Al final cada uno lo interioriza y se lo lleva a su terreno”, explica.
La sensación asfixiante que produce el espacio, siempre oscuro, se convierte en otro elemento que da más consistencia a la atmósfera de tensión pretendida. También lo logra, colgada desde una bóveda, la siniestra masa negra de Amparo Sard y que recuerda a una nebulosa de petróleo flotando en los océanos. Otro buen ejemplo es el vídeo de Alberto Baraya, que muestra el paisaje de un río desde una barca. Las imágenes son algo inestables, parece que han sido grabadas por una persona con la cámara en la mano. Sin embargo, cuando, de repente, el sonido de los disparos sorprende al espectador, quien sujeta la cámara no parece inmutarse. Al final del todo, se encuentra la figurita de un hombre de brazos cruzados, cuyo cuerpo son varias carreteras apiladas. Para Barro esta es la guinda final perfecta. “En un mundo donde cada vez se anuncian más incendios, más nevadas, más sequías, más inundaciones y una mayor deforestación no hay más crimen que quedarse mirando, sentados al borde de ese abismo”, concluye.
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