El pueblo que construía pirámides mirando a la Luna
Mucho antes que otros monumentos ancestrales de Latinoamérica, las edificaciones del valle del río Supe, en Perú, se levantaron hace 5.000 años orientadas según el lunasticio
Si hoy se valora la orientación al sol, en las ciudades peruanas de hace 5.000 años lo que se perseguía al edificar las construcciones más monumentales era la prodigiosa esfera de luz de la Luna. La orientación de las pirámides que siembran el valle del río Supe, contemporáneas de las del Nilo, obedecía a tres elementos: el cauce de la corriente de agua dulce cuyas crecidas fertilizaban la tierra; la forma de las estribaciones de los Andes que encajonaban y protegían los pueblos como una muralla; y sobre todo los momentos del calendario en los que la Luna marcaba el principio o el fin de las labores. Distintas fases del cultivo del algodón y la calabaza, o la terminación de la campaña extractiva en la costa donde desemboca el Supe, uno de los bancos pesqueros más ricos del planeta.
Según los investigadores del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC) que lo han descubierto, nunca antes, “en ningún lugar”, lo habían encontrado “con tanta claridad”. Después de estudiar 55 estructuras de 10 de los sitios arqueológicos de esta zona sembrada de pirámides rituales y plazas circulares hundidas cuya función sigue siendo un misterio, los científicos españoles han constatado que su disposición concuerda con las salidas más meridionales de la Luna. “Es decir”, explica César González-García, arqueoastrónomo del CSIC en Santiago de Compostela, los monumentos están orientados hacia “la Luna llena en torno al solsticio de junio”, y en particular marcan el lunasticio mayor, cuando el satélite terrestre alcanza su extremo más al sur.
Esta civilización, con epicentro en el gran sitio arqueológico de Caral (que es patrimonio mundial de la Unesco y está considerada la ciudad más antigua de América), se extendía por un rosario de localidades, todas orientadas según el mismo patrón. Las llanuras al borde del río, con sus beneficiosas crecidas en la época de lluvias, que traía el agua y los sedimentos de las montañas, se reservaban para los cultivos. Pese a no estar en la ribera misma, los monumentos se construían sistemáticamente en paralelo a su curso, “en un curioso fenómeno que converge con lo que ocurría a miles de kilómetros de allí, en el valle del Nilo”, apunta Juan Antonio Belmonte, coautor del estudio y experto en Astronomía Cultural del IAC.
Al mismo tiempo, las pirámides eran “espejos” de las montañas más inmediatas, explica González-García. Reproducían su forma, pero siempre teniendo en cuenta los dictados de la Luna. Esa Luna llena que se muestra al sur en junio y al norte en diciembre, en el punto cardinal opuesto al sol en los solsticios, y que alcanza su extremo máximo cada 18,6 años. Además, señalan los investigadores, el ascenso helíaco de Sirio en el momento en que se usaban estas estructuras ceremoniales “ocurriría en junio, quizás coincidiendo con el evento lunar”. El levantamiento heliacal de la Cruz del Sur, en cambio, “tenía lugar en septiembre, unas semanas antes del inicio de la inundación a mediados de primavera”, por eso había que plantar calabazas.
El estudio, iniciado en 2016 con la toma de medidas en los yacimientos de Caral, Chupacigarro, Vichama, Miraya, Alpacoto, Lurihuasi, Piedra Parada, Pueblo Nuevo, Era de Pando y Áspero (la ciudad pesquera en la costa, a 23 kilómetros de Caral), revela los vínculos de sus pobladores con las fuerzas de la naturaleza y sus ritmos. Su manera de orientarse en las dimensiones del espacio y en el tiempo.
Cuatro milenios más tarde, casi tres desde que alguna causa aún no despejada abocó a esta sociedad a abandonar sus lugares sagrados, su urbanismo muestra un significado conectado con el paisaje y el cielo. La Luna llena de junio (el comienzo del invierno en este lugar) señala el momento en que debe sembrarse el algodón con el que confeccionaban su ropa. También la época en que la pesca artesanal recoge, en la actualidad, las redes con las que captura durante seis meses al año la anchoveta (Engraulis ringens), ese pez pariente de la anchoa que vive en el sureste del Pacífico y está considerado la especie salvaje más pescada en el mundo.
En los yacimientos del valle del Supe se han hallado restos que demuestran que este pescado azul, junto con vegetales variados, era un alimento fundamental de una sociedad que no utilizaba la cerámica, que fabricaba flautas traveseras con huesos de ave y que no pensaba en la guerra. Los investigadores creen que la cohesión social entre los distintos estamentos se lograba a través de estos ritmos naturales señalados por los astros en los que se sustentaba la economía.
Bolsas antisísmicas en la base de los templos
Entre los hallazgos arquitectónicos de aquellos antepasados de los peruanos están las shicras, unas bolsas de red elaboradas con fibra vegetal que se llenaban de cantos rodados. Con las shicras, rellenaban la base de sus grandes templos y lograban estabilidad: si había sacudidas sísmicas, las piedras de estas bolsas se movían, pero se recolocaban y acomodaban en otra posición.
La civilización del valle del Supe se desarrollaba (a menos de 200 kilómetros de la actual Lima) al tiempo que lo hacían en la otra cara de la Tierra los sumerios o los egipcios. La importancia de esta cultura y su urbanismo se empezó a concretar en el último tercio del siglo XX. Pero la excavación sistemática después de la identificación de 18 sitios con la misma arquitectura no comenzó hasta casi el siglo XXI, de la mano de la arqueóloga Ruth Shady Solís. Ella y su equipo de la Zona Arqueológica de Caral han participado también en este nuevo estudio. El artículo The River and the Sky: Astronomy and Topography in Caral Society, America’s First Urban Centers (El río y el cielo: Astronomía y topografía en la sociedad caral, primeros centros urbanos de América) acaba de publicarse en la revista Latin American Antiquity de Cambridge University Press.
Existen en Latinoamérica otras civilizaciones posteriores en las que el sol parece haber jugado un papel dominante en el urbanismo público. Pero la importancia de la Luna y sus posiciones extremas en la orientación de las estructuras sagradas del Valle del Supe es “sorprendente”, reconoce desde el Incipit (Instituto de Ciencias del Patrimonio del CSIC) César González-García, autor principal del estudio. La relevancia de los cultos lunares aparece después en otros rincones de la tierra y en otras culturas americanas, “miles de años más tarde”, recuerda el artículo científico.
Tanto González-García como Juan Antonio Belmonte colaboran ahora en otros proyectos. El primero que verá la luz será la tesis doctoral de Maitane Urrutia, investigadora del Instituto Astrofísico de Canarias, sobre la orientación de los templos del Camino Francés a Santiago, desde Roncesvalles hasta la catedral compostelana. El otro persigue los secretos astronómicos en el cielo de Petra, la capital nabatea esculpida en la roca, aunque de momento la pandemia ha truncado su viaje a Jordania.
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