El PP defiende su feudo histórico frente al empuje sin precedentes del nacionalismo
Los populares llegan a las urnas tras una campaña accidentada y con las encuestas situándolos en el filo de la mayoría absoluta
Solo tres semanas atrás, el 80% de los 11.000 gallegos entrevistados por el CIS lo tenía muy claro: el PP volvería a llevarse las elecciones autonómicas convocadas para el 18 de febrero. Ha pasado menos de un mes y es como si el mundo en Galicia hubiese dado varias vueltas. Entre los populares cunde la inquietud, los socialistas están expectantes y el nacionalismo navega sobre una ola de euforia. En la calle, la certeza se ha disipado. Por primera vez desde que Alberto Núñez Feijóo recuperó la Xunta para la derecha en 2009 —y aunque el PP sigue encabezando las apuestas—, la atmósfera ya no es la de la victoria aplastante que se presumía y la que buscaban los populares cuando decidieron anticipar las elecciones a este domingo.
La importancia simbólica de Galicia para el PP está fuera de toda duda. De aquí era su fundador, Manuel Fraga, y de aquí salió hace dos años su actual líder, Feijóo, el dirigente que más se juega en este envite. Aquí consiguieron los populares, aún en el tiempo de AP, su primera victoria en toda España, precisamente en los comicios que inauguraron el Parlamento gallego en 1981, cuando todavía UCD ostentaba la hegemonía del centroderecha. Desde entonces solo perdieron el poder efímeramente por una moción de censura entre 1987 y 1989 y por la alianza entre socialistas y nacionalistas que gobernó de 2005 a 2009. A partir de ese momento, Feijóo encadenó cuatro mayorías absolutas y ahora es su sucesor, Alfonso Rueda (55 años), quien busca la quinta.
La campaña empezó torcida para el PP desde el primer día. Justo ese 2 de febrero se supo por una extraña filtración de los socialistas que Marta Fernández-Tapias, líder del Partido Popular en Vigo, primera ciudad de Galicia, había presentado la dimisión. Podía parecer poco relevante, pero fue como el preámbulo de una sucesión de malas noticias. Inmediatamente, llegó un debate televisado, el único al que accedió el candidato popular y del que, según todos los análisis, no salió bien parado. Luego empezaron los titubeos y las dudas sobre el mensaje, si convenía importar a Galicia el estridente litigio sobre la amnistía y el sanchismo, en una especie de segunda vuelta del 23-J —como hizo un omnipresente Feijóo y emuló por momentos el propio Rueda— o resultaba más eficaz ceñirse a la tradicional y exitosa fórmula de envolverse en la bandera de Galicia y la defensa de sus intereses.
Solo faltaba un bombazo y detonó a mitad de campaña: las extemporáneas revelaciones de la dirección del partido, en una comida con periodistas en Lugo, de sus tratos con el entorno de Carles Puigdemont para buscar su apoyo a la investidura de Feijóo, un asunto que ha sembrado el desconcierto en las filas populares y ha enturbiado su recta final al 18-F.
Enfrente ha emergido una rival con una fortaleza insospechada. La candidata del BNG, Ana Pontón (46 años), ha abarrotado auditorios por toda la geografía, sus vídeos han triunfado en las redes sociales vendiendo la imagen de una Galicia nueva frente al conservadurismo de los últimos 15 años y las encuestas la han encaramado a una posición jamás alcanzada por el nacionalismo gallego. Pontón llegó con un mensaje ilusionante, el de convertirse en la primera mujer y la primera nacionalista en presidir Galicia, y, según todos los sondeos, capitalizará el voto de los jóvenes y de la izquierda en general. Los esfuerzos del PP por presentarla como “un lobo con piel de cordero”, resaltando los aspectos más genuinamente nacionalistas de su programa o sus alianzas con los independentismos vasco y catalán, no parecen haberla dañado.
El ascenso de Pontón se nutre en buena medida de votantes socialistas. Pero al mismo tiempo, la viabilidad de su proyecto depende del PSdeG, cuyo concurso necesita para alcanzar la Xunta. El candidato socialista, José Ramón Gómez Besteiro (56 años), intenta reanimar a un partido que siempre ha jugado mejor en el campo de las generales y las municipales —tiene las alcaldías de las dos principales ciudades gallegas, Vigo y A Coruña— que en las autonómicas. El masivo desembarco del Gobierno, con Pedro Sánchez a la cabeza, ha servido para arropar a Besteiro, pero también para transmitir por momentos la idea de una campaña que miraba demasiado al escenario nacional.
La enorme crecida del BNG amenaza con llevarse por delante a Sumar. Yolanda Díaz no ha escatimado esfuerzos para levantar el vuelo en su tierra en apoyo de su amiga y candidata Marta Lois (54 años). Frente al pacto tácito de no agresión entre socialistas y nacionalistas, la vicepresidenta sí ha repartido algunos reproches a sus potenciales socios, como recordar el rechazo del Bloque a la reforma laboral. Las encuestas le son muy esquivas. Más aún para Podemos, cuyos pronósticos se mueven alrededor de un raquítico 1%.
Con todos estos ingredientes, el PP llega a la jornada electoral más apurado que nunca desde 2009. Algunos estudios demoscópicos señalan que la participación puede situarse en torno a un 65%, seis puntos más que en 2020, un nivel que tiende a favorecer a la izquierda. Los últimos días han apuntado un leve crecimiento de Vox —residual en Galicia— que podría dañar al PP. Y a pesar de todo, los populares siguen siendo favoritos. Tienen a favor una poderosísima maquinaria de partido que llega hasta la última aldea, una ventaja sustancial —42 de los 75 escaños del Parlamento— y un entorno mediático abrumadoramente favorable. También una ley electoral a medida, que prima a las provincias menos pobladas y más conservadoras en detrimento de las dos atlánticas, con mayor inclinación a la izquierda. Mientras A Coruña elige un diputado por cada 43.000 electores, en Ourense la proporción es de uno por cada 25.000.
Aun en el caso de bajar de los 38 escaños y perder la mayoría este domingo, a Rueda le quedarían algunos comodines. El primero, el populismo localista de Democracia Ourensana, al que la demoscopia otorga grandes posibilidades de estrenarse en el Parlamento y que ya ha pactado con los populares en su territorio de origen. En última instancia, Rueda aún podría aferrarse a los votos de la emigración. En Galicia están llamados a las urnas 2.217.710 ciudadanos, cuyos sufragios serán escrutados la noche de este domingo. Pero todavía habrá que esperar al día 26, cuando se empiecen a contar las papeletas que lleguen de entre los 476.514 electores inscritos en el exterior (el 17% del censo total), en su mayoría de Sudamérica. Tras la supresión del voto rogado, se espera un aumento de la participación en un colectivo que no se moviliza mucho (su máximo está en el 40%) pero que puede decidir en caso de algún último escaño muy disputado. Tradicionalmente, está inclinado al PP, a quien permitió en 2020 quitar un diputado al PSOE.
El reparto del voto por provincias y cómo se distribuya entre las formaciones de izquierda puede obrar cambios drásticos en el resultado. En 1989, Fraga alcanzó el 44,20% de los votos y su primera mayoría absoluta con 38 escaños. En 2005, sin embargo, con mayor porcentaje (45,81%), se quedó en 37 y cedió el Gobierno a PSdeG y BNG. Siete años después, en 2012, casi con unos números calcados (45,80%, una centésima menos que Fraga), Feijóo se llevó 41 diputados. Un factor clave es la diferencia entre la primera y la segunda fuerza. En 2012, Feijóo sacó al PSOE 25 puntos de ventaja, mientras que en 2005 la distancia del PP sobre el segundo fue la mitad, de 12. La media de las encuestas sitúa ahora al PP en torno al 46% y al BNG casi en el 30%.
Todo parece a merced de unos pocos miles de votos. De ellos puede depender que una de las tres comunidades autónomas consideradas históricas corone por primera vez a una presidenta nacionalista. Y también la suerte del líder de la oposición a Sánchez, quien, tras el 23-J, tendría muy difícil sobrevivir a otro revés electoral en una batalla en la que está tan personalmente implicado.
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