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Tribuna
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Lo que Andalucía no resuelve

El verdadero cambio de ciclo al que parece verse abocada la política española en las próximas elecciones es una recuperación de la concentración del voto en los viejos partidos, en detrimento de los nuevos

Lo que Andalucía no resuelve. Juan Rodríguez Teruel
SR. GARCÍA
Juan Rodríguez Teruel

Las elecciones andaluzas han reflejado bastante bien los pronósticos de las encuestas, excepto en un detalle: se sobrevaloró la demanda de un viraje radical a la derecha y, en cambio, se infraestimó a quienes precisamente querían evitarlo con la opción más efectiva para ello. A la postre, estos sí fueron a votar y resultaron mayoría, ratificando el Gobierno de esta legislatura.

Por eso, es necesario explicar los resultados andaluces con una clave esencialmente autóctona, al igual que las elecciones castellanoleonesas, madrileñas, catalanas, vascas o gallegas. A pesar de las lecturas interesadas o apresuradas con lógica nacional, hay que recordar lo obvio: no eran un plebiscito sobre Sánchez ni una reválida para Feijóo, aunque el resultado no resulte inocuo para ninguno de ellos.

Tampoco debemos observar estos resultados desde la inmediatez. Al contrario, responden a cambios estructurales que llevan tiempo gestándose en la política andaluza y de los que achacar la culpa a Espadas (o incluso a Sánchez) sería demasiado benevolente incluso para los socialistas.

Por un lado, hay un declive estructural de la izquierda andaluza, cuyas diferentes candidaturas obtuvieron el peor resultado conjunto desde 1982: apenas 1,3 millones de votos. Para el PSOE, un paso más en el encogimiento de su espacio, en caída constante desde 2004, que pierde así 1,4 millones de sufragios hasta hoy. También para las candidaturas más a la izquierda, que regresan a cotas previas a la irrupción de Podemos. Este declive de la izquierda tiene bastante que ver con la desmovilización de una masa importante de andaluces que han dejado de ir a votar: más de 800.000 votantes menos con respecto a 2008.

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Es el reverso de la derecha andaluza, que desde 1996 había venido consolidando una base de 1,5 millones de votantes, a la que se han incorporado nuevos electores en los últimos años, superando este domingo los dos millones de sufragios, una cifra inédita e igual a la que, por ejemplo, obtenía el PSOE en solitario hace 14 años. De hecho, no ha sido el mejor resultado en términos de votos para el PP (menor que el de Arenas en 2008). Pero, a diferencia de entonces, lo fundamenta con una base electoral claramente más orientada al centro, aligerada de los votantes más conservadores que se han ido a Vox.

Por todo ello, el éxito del 19-J no es un resultado únicamente atribuible a Moreno Bonilla. Más bien es el presidente andaluz quien ha sabido aprovechar su precaria posición esta legislatura para desvelar definitivamente lo que hasta hoy muchos se resistían a aceptar: el reemplazo social del PSOE por el PP como partido mayoritario de Andalucía, y la primacía electoral de las derechas frente a las izquierdas.

Con todo, es evidente que esta reconfiguración política de la comunidad más grande de España genera repercusiones importantes para la política estatal, y deja algunos interrogantes sin aclarar. En cuanto a las primeras, debemos evitar el error de hacer extrapolaciones automáticas, a pesar de las inevitables impresiones emocionales que dejarán estos comicios entre votantes y líderes políticos.

De entrada, es un resultado bueno para Núñez Feijóo, pero, sobre todo, lo es para su compañero andaluz. No ha habido un efecto Feijóo en Andalucía, sino que más bien el gallego puede beneficiarse de un efecto Moreno Bonilla, con un discurso que reivindica la moderación y rechaza explícitamente el tono ofensivo y la aparente sintonía con la derecha radical, en claro contraste con el de Isabel Díaz Ayuso.

Sin duda, es un discurso con el que se siente muy cómodo Núñez Feijóo, pero que es más fácil de practicar cuando se está al frente del Gobierno (sea en la Xunta o en San Telmo) que cuando se está en la oposición desde el Senado. No en balde, los buenísimos resultados de Moreno Bonilla (o incluso de Ayuso en mayo de 2021) han estado directamente relacionados con su acción como presidente. La reciente y estéril polémica surgida por la mención del presidente del PP a la nacionalidad catalana es una muestra de las dificultades para construir esos mismos discursos transversales, necesarios para llegar al Gobierno, cuando aún no se está en el Gobierno.

El éxito de Moreno Bonilla también es un precedente más que evidencia la fragilidad de Vox, cuya fuerza ha venido siendo directamente proporcional al nivel de reputación del PP entre los votantes conservadores. No deja de ser paradójico que la presencia de Vox permita incluso calzar mejor al PP en su recuperación del centro, una vez desaparecido Ciudadanos: sin la necesidad de contentar a esos votantes más a la derecha, el PP lo tiene menos difícil para disputarle los socialdemócratas moderados al PSOE. Por eso, Andalucía también es la enésima prueba del poco recorrido que tiene el temor a Vox como reclamo electoral de la izquierda: la mejor manera de detener la extrema derecha siempre fue tener un PP fuerte.

Pero Andalucía, como antes Madrid o Castilla y León, no le resuelve a Feijóo una de sus principales incógnitas: cómo ampliar apoyos parlamentarios si no logra mayoría absoluta propia o con Abascal. Feijóo sabe de primera mano que utilizar el discurso de la deslegitimación contra las fuerzas regionalistas y nacionalistas solo sirve para alinear a estas, por puro pragmatismo, con el PSOE, a fin de cerrar el paso a una derecha hostil con la pluralidad española.

Sin embargo, este no puede ser de ninguna manera el último argumento de la izquierda para preservar la mayoría parlamentaria. En realidad, con los resultados andaluces en la mano, y la injustificable división interna de la izquierda alternativa, ya es hora de extraer una conclusión: la irrupción de los indignados y de Podemos en la política española no ha contribuido finalmente a ampliar el espacio de la izquierda, sino más bien a tensionar sus fronteras por el centro y, con ello, a alienar a miles de votantes moderados respecto al PSOE. Quizá la elasticidad de las alianzas de Sánchez (y su reverso, el antisanchismo) también haya contribuido a ello.

Pero si este ciclo electoral va a marcar la defunción de la nueva política emergida en 2015, lo va a hacer con consecuencias distintas para izquierda y derecha, como muestran también las elecciones andaluzas. Mientras que Ciudadanos parece haber servido principalmente como vagón de enganche para que una parte de progresistas moderados se hayan desconectado del PSOE (por no ser la “verdadera” izquierda, por sus alianzas con podemitas e independentistas, etcétera) y hayan acabado encuadrados silenciosamente en el marco del PP, Podemos (más que sus confluencias) puede estar generando un nuevo abstencionista de izquierdas, decepcionado por las promesas incumplidas y por ello también reticente al voto útil al PSOE que se ejercía en el pasado. Y esa desmovilización es la verdadera palanca de la alternancia gubernamental en España.

Ahí se vislumbra el verdadero cambio de ciclo al que parece verse abocada la política española en las próximas elecciones, según el patrón andaluz: una recuperación de la concentración del voto en los viejos partidos, en detrimento de los nuevos, aunque con ello quizá se estreche aún más el margen de alianzas para aquellos.

Será ese un escenario en el que se formule, con toda crudeza, el interrogante que las elecciones andaluzas tampoco acaban de resolver: ¿debería el segundo partido apoyar al primero para evitar la influencia de aquellas fuerzas que el segundo partido considera ilegítimas? ¿O aceptar la legitimidad de esas alianzas? Los gobernantes acostumbrados a desenvolverse en entornos de mayorías absolutas difícilmente sepan despejar esa ecuación. Quizá sea el momento de clarificar la lista de vetos y exclusiones. O quizá debemos acabar aceptando que los márgenes ideológicos del sistema de partidos español simplemente se han ampliado. Aunque esa expansión también obligue a ciudadanos y representantes políticos a ajustar mejor su rango de prioridades y su nivel de responsabilidad ante sus decisiones.

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