¡Que les den!: el voto gamberro que impulsa a Vox
El partido de Abascal creció ante el fracaso de PP y Ciudadanos a la hora de sostener una mayoría, lo que generó una reacción de penalización al sistema y políticamente incorrecta
Ante la perplejidad de muchos, la campaña autonómica madrileña ha marcado un inquietante precedente en nuestra conversación pública, al situar los términos retóricos del debate en torno a conceptos mayores como el fascismo. En el fondo, es una muestra de la dificultad que tienen las principales formaciones políticas para afinar el tono ante Vox, desde que este irrumpiera en las elecciones andaluzas y en menos de un año se convirtiera en la tercera fuerza del Congreso y actor clave para la formación de gobiernos autonómicos.
Para ello, resulta necesario comprender mejor las razones que hay tras su ascenso y su actual atractivo para miles de votantes. Los trabajos académicos han propuesto, entre otras, dos grandes explicaciones de por qué los votantes de formaciones tradicionales pasan a dar su apoyo a estos partidos. Algunos han visto en estos partidos una reacción conservadora ante los desarreglos sociales producidos por nuestro sistema económico, resumida en exceso bajo la idea de los perdedores de la globalización. Con una perspectiva más cultural, otros explican el ascenso de ultraconservadores y populistas como resultado de una crisis de valores democráticos. En ambos casos, el resultado es la aparición de formaciones políticas que propugnan discursos xenófobos, euroescépticos, contrarios a la igualdad de género y con valores ultraconservadores.
Pero ambas explicaciones resultan bastante insatisfactorias para entender a Vox y su electorado. A diferencia de casos más ejemplares en otros países, Vox apenas obtiene apoyos en sectores sociales obreros o humildes, con problemas económicos o muy afectados por la Gran Recesión. Por eso, hasta hoy, PSOE y Podemos no pierden más votos hacia Vox de los flujos naturales que suelen darse entre partidos dispares. Y si tenemos en cuenta las denominadas guerras culturales, tampoco aclaramos mucho más. Es cierto que la mayoría de ciudadanos con ideas xenófobas o antidemocráticas en España hoy votan a Vox. Pero también lo es que la mayoría de votantes de Vox no parecen muy atraídos por esos valores, ni su granero de votos ha de buscarse en zonas rurales o idiosincráticas.
Por eso, la peculiaridad de su ascenso electoral en España debe buscarse más allá de su ideología o de su origen social o cultural. En un reciente estudio, he puesto el foco de atención más bien sobre las dinámicas de competición entre Ciudadanos y PP por el dominio de la derecha y los resultados que esto tuvo para la polarización y las decisiones de voto de muchos electores de centro y de derecha.
Todo comienza con los pobres resultados que recogió el intento de Albert Rivera de disputarle al PP el electorado de centroderecha, en un momento en el que el partido de Rajoy experimentaba una fuerte crisis de reputación, debido a sus problemas de corrupción y a la insatisfacción con parte de su gestión política, especialmente en Cataluña. Lo importante es que aquella disputa entre Ciudadanos y PP pronto adquirió una orientación centrífuga, necesaria para la expansión del partido de Rivera hacia la derecha. Y justo en el momento de máximo rendimiento en las encuestas, sobrevino la moción de censura en el Congreso, que dejó en evidencia la realidad: la derecha nacional no disponía de suficiente mayoría parlamentaria para tanto predominio gubernamental.
Si aquella disputa por el predominio en la derecha era incierta cuando ambos partidos gobernaban, se volvió suicida en la oposición. Y con ello, alimentó una profunda desafección entre aquellos votantes conservadores más concernidos por la llegada de Sánchez al gobierno, de la mano de Podemos y de los independentistas catalanes.
Es entonces cuando se manifestaron los efectos que la disputa PP-Ciudadanos había tenido sobre la polarización dentro del espacio conservador. Esa polarización difuminó, a ojos de estos votantes, las diferencias entre los tres partidos. Al fin y al cabo, Abascal no decía cosas tan distintas de Rivera y Casado. Además, ese votante de orden decepcionado de la derecha sabía -quizá mejor que sus propios líderes- que el cambio político iba a ser difícil de revertir a corto término. Y con esa convicción optó por ejercer un voto gamberro, de penalización al sistema, políticamente incorrecto, lo que algunos han denominado el ‘voto del ¡que te den!’ (up yours vote).
Probablemente -y ello es significativo- quizá Isabel Díaz Ayuso sea hoy quien sabría expresarlo más genuinamente: apoyo a quien me da la gana, y ya que no creo que PP o Ciudadanos estén en condiciones de recuperar el poder, votaré a quien dice cosas que yo pienso y que los partidos establecidos no se atreven a decir porque sería políticamente incorrecto: quizá la inmigración, quizá Cataluña, quizá el establishment, pero sobre todo, España. Y si además eso fastidia a Sánchez, Iglesias y la Sexta, ¡que les den!
Fue ese razonamiento el que favoreció en 2019 una transferencia masiva hacia Vox de votantes decepcionados de todas las franjas ideológicas desde el centro a la derecha. Sin un solo indicio de una radicalización. Simplemente no consideraban a la formación de Abascal tan diferente de las otras preferencias como para no votarla.
Por eso, Vox posee hoy uno de los electorados más diversos, en términos izquierda-derecha, del Congreso. El electorado de Vox se distribuye a partes iguales entre posiciones de centro, de derecha y de derecha extrema. Con una excepción: Madrid. Aquí es donde el electorado de Vox se manifiesta más radicalizado: el 41,5% se ubica en la posición de extremo derecho, más del doble que el resto de España.
Es también el votante menos apegado al partido que votaron. Según datos del CIS, los votantes de Vox de noviembre de 2019 se definían más cercanos ideológicamente al PP que a Vox, más cerca incluso que los propios votantes populares. Igualmente, ubicaban a Ciudadanos a la misma distancia que Vox. Incluso, se percibían menos distantes de PSOE y Podemos de lo que los votantes socialistas y podemitas hacían con Vox. Hoy los votantes de Vox son quienes más cerca ideológicamente se sitúan de Inés Arrimadas y se definen más lejos de Santiago Abascal que de Pablo Casado.
En suma, el votante de Vox resulta demasiado diverso para ser capturado por conceptos políticos demasiado gruesos. Y ello conlleva algunas pistas para intuir su evolución. Por un lado, es un voto perfectamente reversible si el PP supera su crisis de reputación entre su propio electorado tradicional. Algo que probablemente depende más de sus expectativas que de sus liderazgos. Además, es un voto con más visión pragmática de poder que pureza moral. Difícilmente toleraría que Vox perjudicara las posibilidades de gobierno del PP en beneficio de la izquierda. En realidad, ello limita enormemente las posibilidades de los de Abascal para ejercer cualquier tipo de chantaje parlamentario, como ya hemos comprobado en los parlamentos autonómicos.
Más bien, es un electorado que deja en manos de Vox una simbólica función tribunicia del conservadurismo: siempre apoyarán al PP a cambio de que este respete sus promesas electorales. Y con ello, fija el dilema para el futuro de Vox: ¿debe construir una organización orientada a ampliarse captando votantes desafectos de izquierda, mediante la introducción de esos nuevos temas que radicalicen el debate político? ¿o bien sellar sus fronteras, aún tan permeables en un electorado totalmente solapado con el actual PP, mediante una agenda política ultraconservadora? Las elecciones de Madrid sugieren que la primera es hoy inviable y la segunda, improbable. A menos que los partidos de izquierda dejen que Vox defina los términos del terreno de juego. En ese caso, no está claro que el principal perjudicado deba serlo el PP.
Juan Rodríguez Teruel es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Valencia y fundador de Agenda Pública.
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