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tribuna
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La ‘nueva normalidad’ de Pedro Sánchez y Pablo Casado

La fragmentación partidista ha obligado a PP y PSOE a defenderse del ascenso de Vox y Podemos, respectivamente, pero la llave para obtener una mayoría de Gobierno está en un centro crítico y ecléctico

Juan Rodríguez Teruel
Nueva normalidad de Sánchez y Casado / Juan Rodríguez Teruel
Eulogia Merle

Probablemente, este habrá sido el mes de agosto más sosegado de la política española desde que hace diez años se iniciaran los movimientos tectónicos que produjeron el gran terremoto de esta década. Cierto, ha habido temas sustantivos en la agenda, que seguirán marcándola en otoño: Afganistán, la factura de la luz, los efectos del cambio climático… Pero precisamente ninguno de ellos quedará eclipsado por alguna de las cuestiones que agobiaron a los sucesivos gobiernos a lo largo de la década (la recesión, el rescate, la crisis política, la corrupción, la inestabilidad electoral, Cataluña). Y por ello, nadie duda hoy de que solo lo imprevisible puede poner en cuestión la estabilidad del Ejecutivo de Pedro Sánchez a corto plazo. ¿Hemos recuperado al fin algo de normalidad, incluso a pesar del momento pandémico?

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En ese contexto, hasta el auge del PP en las encuestas, alentando la hipótesis de un posible vuelco electoral en un futuro indefinido, parece contribuir a esa regularidad que exigen los asuntos públicos: dar verosimilitud a la alternancia en el Gobierno engrasa el engranaje de la democracia. No está mal, tras varios años en los que era el propio engranaje democrático el que estaba en cuestión.

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Por ello, el principal interrogante del nuevo curso político que iniciamos será comprobar si nos encontramos ante un verdadero cambio de ciclo gubernamental o solo ante los signos de agotamiento de esa ola de transformación que experimentó la política española.

El éxito electoral en Madrid en mayo y la posterior salida de escena de Pablo Iglesias e Iván Redondo (protagonistas activos en la resurrección de Pedro Sánchez) fueron la señal, según muchos, de un cambio de rasante para el PP tres años después de aquella moción de censura que desplazó el vértigo existencial de la izquierda a la derecha.

La mayoría de encuestas desde mayo han venido sugiriendo ese escenario, pasando del 21% de votos que el PP obtuvo en las elecciones de 2019 hasta un apoyo cercano al 30% (a excepción del CIS, con una muestra significativamente superior), al que no llegaba desde la irrupción de Vox. Hay pocos precedentes caseros para una recuperación tan rápida en las encuestas en un partido de la oposición sin cambio de líder. El PP de Aznar o Rajoy y el PSOE de Zapatero necesitaron períodos más largos para reconducir las expectativas de sus partidos.

Se trata de un rebote electoral robusto de los populares, difícilmente reversible, por dos razones. Por un lado, hay menos efecto Ayuso que defecto Ciudadanos: gran parte de la recuperación del PP proviene del retorno de miles de votantes que se marcharon con Albert Rivera. Dos de cada tres de quienes votaron a Ciudadanos en noviembre de 2019 ya declaran haber desertado de su anterior opción y pasarán, en bloque, al bando azul para no volver. Además, más que Casadófilos parecen Sanchífobos: les persuade su rechazo a la mayoría gubernamental antes que la orientación del nuevo PP. Y la fuerza de ese voto negativo hace improbable que se acaben absteniendo el día que puedan expresarlo en las urnas.

Por otro lado, la recuperación del PP apenas socava, de momento, el apoyo a Vox. Aunque esta se da en todas las franjas del centro y la derecha, son los moderados más que los extremistas quienes están aupando a los populares. Queda ahí, pues, un margen de mejora para estos. Aunque la fuerza de la derecha radical también es un indicador de sus expectativas: muchos de los votantes de Vox podrían volver con Casado siempre que con ello puedan impulsarle hasta La Moncloa; pero si perciben esto poco probable, tenderán a mantener su voto de protesta radical.

Ese es quizá el reverso de esa recuperación de la derecha: siendo obviamente una condición necesaria, no resultará suficiente para regresar al poder. Los precedentes mencionados lo avalan: cuando Aznar, Zapatero o Rajoy —incluso Sánchez— tomaron la senda del ascenso en las encuestas, lo hicieron sobre la caída en paralelo de su principal adversario. Es cierto que en un entorno tan fragmentado como el actual, el juego de fluidos es más complejo, y las opciones de cualquier aspirante comienzan por imponerse inicialmente dentro de su propio bloque. La primera victoria de Casado, como lo fue la de Sánchez, ha sido enterrar el temor al sorpasso, aunque haya sido más por los deméritos de sus oponentes que por las virtudes propias.

Como sus antecesores, la victoria del PP requiere también que el voto de la izquierda moderada se desinfle o se disperse, como ya sucedió en 1996, en 2000, en 2011 y en 2015-2016, lo cual depende menos de la voluntad de Casado de que de otros elementos. ¿Cuáles? La fuerza electoral del PSOE suele elevarse cuando coinciden dos circunstancias necesarias: una redistribución visible del progreso económico entre los asalariados y un líder efectivo. El primer punto es característico de los partidos socialdemócratas, cuyo voto es especialmente vulnerable ante las crisis económicas y la injusticia social que se deriva de ellas. El segundo es más idiosincrático del PSOE: poco podrá hacer si la atracción de su candidato no favorece una coalición entre edades diversas y grupos sociales desde el centro a la izquierda. Es una restricción que los populares sufren menos: quizá un perfil de nivel como el de Rubalcaba o Almunia podrían haber llegado a La Moncloa con el PP, pero alguien como Rajoy o Aznar no podría hacerlo nunca con el PSOE. La fuerte heterogeneidad social y política de la base electoral socialista la hace más sensible al factor liderazgo que la conservadora. Ese fue un dato que los socialistas críticos con Sánchez siempre infravaloraron.

Desde esta perspectiva, las expectativas optimistas para la recuperación económica —siempre que el Gobierno la traduzca en redistribución social—, deparan argumentos favorables para la mayoría gubernamental, a pesar del inevitable desgaste que conlleva la acción del Ejecutivo, especialmente para Unidas Podemos. Paradójicamente, las presiones de estos para reafirmar su presencia favorecerán la orientación más moderada del Consejo de Ministros de aquellos ministros que se mantienen tras la remodelación de julio.

Más vulnerable aparece la imagen del presidente, que acusa un desgaste allí donde menos le convendría: entre los electores moderados del centro (aquellos que se definen con un 5 en la escala izquierda-derecha), que confían en él menos que al inicio del mandato, en buena medida porque le ven bastante más a la izquierda que hace apenas año y medio. Es cierto que Sánchez, en general, sigue manteniendo un mayor margen de confianza por parte del electorado que Casado (entre 10 y 15 puntos), algo que expone un problema de este último: la mejora de las expectativas del PP apenas ha repercutido en la imagen de su líder (algo que sí sucedía en etapas anteriores). De hecho, esa franja de votantes de centro, los que permitieron al PSOE en el pasado superar ligeramente al PP, se fían menos de Casado que de Sánchez, pero también tiene más aversión a la influencia de Podemos en el Ejecutivo que a la que pudiera ejercer Vox desde la oposición.

Esa quizá sea una de las consecuencias más patentes de la transformación de los últimos años. Los dos grandes partidos del sistema han sobrevivido a la gran enmienda que plantearon las nuevas fuerzas, porque se hicieron más receptivos a las demandas de sus votantes a derecha e izquierda. Pero esta polarización también ha ahondado inevitablemente la desafección de esa amalgama de votantes de centro con demandas diversas, contradictorias, a veces incluso antagónicas, y cuya mayor volatilidad hará más imprevisible la competición electoral del futuro. Las opciones de Casado pasan por seguir ampliando su apoyo entre esos ciudadanos tanto como por evitar que lo haga su adversario. Las del Gobierno de Sánchez, también.

Juan Rodríguez Teruel es profesor de ciencia política la Universidad de Valencia y editor fundador de Agenda Pública.

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