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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Crisis que exigen valentía política

En coyunturas de crisis sistémicas los gobernantes han de elegir: o impulsar un cambio controlado, que puede ser doloroso, o dejar que la propia crisis haga los ajustes de forma descontrolada, con consecuencias peores

Canal d’Urgell
Falta de agua en el embalse de Rialb, que abastece de agua el Canal d'Urgell.Lorena Sopêna (Europa Press)
Milagros Pérez Oliva

Parece que haya pasado un siglo, pero solo hace tres años que salíamos de casa por primera vez después de casi un mes de confinamiento general en el que vivimos la experiencia colectiva más extraña e inquietante de nuestra vida. La covid-19 era una grave amenaza: en apenas dos meses el virus había paralizado la economía, había colapsado el sistema sanitario y la gráfica de las muertes nos encogía el corazón. Tres años después, justo cuando la OMS acaba de dar por finalizada la emergencia sanitaria internacional, sorprende la rapidez con la que hemos olvidado aquella situación tan traumática.

El olvido es un mecanismo defensivo que nos ayuda a pasar de una crisis a otra. Nos apresuramos a pasar página sin darnos cuenta de que la normalidad a la que tratamos de volver es cada vez menos normal. Nada más salir de la fase aguda de la pandemia tuvimos que afrontar la emergencia inesperada de una guerra en el corazón de Europa. Y una aceleración del cambio climático con un aumento de las temperaturas que está teniendo graves consecuencias, entre ellas un exceso de mortalidad por calor que se está convirtiendo en un nuevo problema de salud pública. Sin darnos cuenta nos hemos adentrado en un nuevo escenario de crisis globales sistémicas que se encabalgan. Igual que ocurrió con la pandemia y con la crisis energética derivada de la guerra de Ucrania, las cada vez más frecuentes y erráticas manifestaciones extremas del clima suponen un continuo test de estrés para los poderes públicos.

La sequía que ahora nos golpea es un buen ejemplo del tipo de desafíos que estas crisis representan. Sería un error tratarla como un fenómeno coyuntural que se puede resolver solo con medidas de urgencia. Por supuesto habrá que acordar inversiones millonarias para revisar las conducciones de abastecimiento, cambiar los sistemas de riego, construir nuevas desalinizadoras y crear infraestructuras de reutilización del agua, pero eso no bastará. Sabemos que en nuestra latitud nos encaminamos a un nuevo escenario de escasez hídrica permanente que pondrá en cuestión el actual modelo productivo. Por ejemplo, los cultivos intensivos de regadío que han proliferado en los últimos años, excesivamente dependientes del agua y de los fertilizantes químicos, o el sistema de ganadería intensiva, que genera tal cantidad de purines que está destrozando los acuíferos a causa de la contaminación por nitratos.

El abandono de las tierras de cultivo y la dejadez en la que se encuentran los bosques ha aumentado exponencialmente el riesgo de incendios devastadores. Es evidente que la gestión de esta amenaza exige algo más que aumentar indefinidamente el parque de bomberos. Tarde o temprano el estrés hídrico obligará a revisar también un modelo de turismo que consume una cantidad desmesurada de agua y que depende en exceso de unas playas menguantes y cada vez más saturadas. La principal característica de las crisis sistémicas es que provocan efectos irreversibles. En este tipo de coyunturas los gobernantes han de elegir: o impulsar un cambio controlado, que puede ser doloroso, o dejar que la propia crisis haga los ajustes de forma descontrolada, en cuyo caso, las consecuencias serán siempre peores y más injustas. ¿Tendrán esa valentía, los actuales gobernantes?

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