El crecimiento de las colas del hambre tensiona aún más los costes de las entidades sociales
Los bancos de alimentos lamentan que pese a tener más demanda, las subvenciones públicas decrecen
Son las doce del mediodía y ha llegado el turno de la comida. Las decenas de personas que esperaban en la puerta, entran poco a poco a la parroquia de Santa Anna, donde les espera una bandeja con comida caliente. El comedor social de la parroquia, en Barcelona, da de comer cada día a más de 300 personas, una cifra que no ha hecho más que aumentar a lo largo de los años. La mayoría es gente sin hogar, pero “cada vez vienen más personas que sí que pueden pagar una habitación donde vivir, aunque sea precaria, pero que no tienen dinero suficiente para comer”, explica Peio Sánchez, rector de la parroquia. La situación, que arrastra aún los coletazos de la crisis financiera de 2008 y que se agravó con la crisis sanitaria de la covid-19, ha encontrado un nuevo bache con la reciente inflación. La subida de precios ha alargado las colas del hambre, a la vez que ha tensionado aún más los costes de las entidades sociales, que luchan por mantener su actividad.
“Nunca me hubiera imaginado estar así”, confiesa una mujer de 65 años, que prefiere no dar su nombre, alegando que mucha gente del barrio la conoce y no quiere que sepan de su situación: “Me da vergüenza”. Esta mujer perdió el trabajo en la crisis de 2008 y, hasta ahora, no ha encontrado nada estable. “Tengo que sobrevivir cada mes con 400 euros. O como, o pago el alquiler”, dice. Así que, diariamente, acude al comedor social de Santa Anna donde, junto con otras personas en su misma situación, puede desayunar, comer y cenar.
“La inflación se ha puesto encima de la crisis que ya teníamos empezada con la pandemia, que a la vez se puso encima de la crisis de 2008, que aún no se había resuelto”, explica Míriam Feu, responsable de análisis social e incidencia de Cáritas Barcelona. Las entidades coinciden en constatar la misma realidad: las sucesivas crisis, aunque terminen en una recuperación, dejan detrás una estela de personas que caen en la vulnerabilidad y ya no pueden salir, y esa estela es cada vez más ancha. En 2021, según el último informe Foessa, el 29,1% de los catalanes estaba en situación de exclusión social (2,25 millones de personas, un millón más que tres años antes), mientras que 584.000 hogares catalanes tenían un gasto excesivo por vivienda, es decir, que una vez habían pagado alquiler y suministros, se encontraban en situación de pobreza. Estas cifras son de antes del subidón de precios. Feu augura que las cifras de 2022 serán aún peor: “Tenemos muchas familias que viven en situación de realquiler, que nos dicen que los precios de las habitaciones se han disparado, de una media de 300 euros, a 400 o 500 euros”.
“Lo que se necesita son cambios estructurales. Tiene que ser la administración la que garantice que los derechos lleguen a toda la población”
Las entidades han notado este impacto en el volumen de ayudas que están dando. En lo que va de año, Cáritas Barcelona ya ha destinado dos millones de euros a ayudas económicas, un 15% más que en el mismo periodo del año anterior. Una de cada tres ayudas va a alimentos, y las otras dos a vivienda. “La perspectiva es que las entidades sufriremos tensiones. Nuestro presupuesto es cada vez más ajustado porque hay más necesidades de la gente, y la experiencia de la pandemia nos dice que las ayudas puntuales no son suficientes, ya que lo que se necesita son cambios estructurales. Tiene que ser la administración la que garantice que los derechos lleguen a toda la población”, abunda Feu, que recurre a una metáfora para explicar el papel de las entidades: “Es como si intentas aguantar un edificio que no tiene bien los fundamentos en medio de un terremoto”.
Esta situación la viven todas las entidades que trabajan a pie de calle: mientras las colas del hambre se alargan, las arcas son cada vez más precarias, especialmente porque las subvenciones públicas han ido decreciendo. “Sobrevivimos a base de donaciones privadas”, denuncia el párroco de Santa Anna. Sin ir más lejos, este año, el ayuntamiento de Barcelona les concedió una ayuda de 3.000 euros, que sin duda rechazaron: “Nos pareció impresentable andar con estas cifras en esta situación”. Solo durante el mes de agosto, pasaron por esta parroquia un total de 2.474 personas y, desbordados, han decidido no acoger a ninguna más. En una situación similar se encuentran los bancos de alimentos. “Recibimos muchas menos donaciones y subvenciones, tanto de alimento como monetarias. En cambio, la demanda continua siendo la misma o mayor”, explica Lluís Fatjó-Vilas, presidente del Banco de Alimentos de Barcelona. Durante pandemia, las instituciones públicas les bridaron múltiples ayudas económicas, pero ahora estas ayudas han desaparecido. “No hay emergencia covid, pero sí una pobreza cronificada”, asegura el presidente.
“El encarecimiento del precio de los alimentos ha provocado que muchas personas que estaban en situación de precariedad pasen a estarlo mucho más”
Helena Fontanet, presidenta de la Confederación Empresarial del Tercer Sector, destaca que las entidades están sufriendo “como todo el mundo” el impacto de la inflación. “Las facturas de electricidad se han disparado, y esto, en recursos residenciales de atención a colectivos vulnerables, que están operativos todo el día y todo el año, es especialmente crítico. Esto tensiona la sostenibilidad de los servicios, y no hay medidas de apoyo”, explica. La Confederación cerró el jueves un acuerdo con el departamento de Derechos Sociales para incrementar un 3% este año las tarifas de parte de los servicios sociales, pero, avisa la patronal, no es suficiente para cubrir las mejoras laborales necesarias ni para garantizar la sostenibilidad del sector. “Por eso pedimos que se establezcan mecanismos de revisión anual de los precios de los servicios”, añade Fontanet, que enmarca esta reivindicación en el contexto de aumento de demanda de los usuarios ante el incremento de las situaciones de pobreza.
Una pobreza que afecta cada vez a más gente joven, como a un hombre de 31 años, que también prefiere el anonimato. Era entrenador de fútbol y camarero, pero a raíz de la pandemia perdió el trabajo. Duerme en la calle desde entonces y, cuando consigue reunir algo de dinero trabajando en lo que puede, lo invierte en pasar la noche en algún albergue; explica, sin embargo, que estos lugares están colapsados con tanta gente. La parroquia de Santa Anna acoge históricamente a mucha gente sin hogar, pero el perfil ha cambiado en los últimos años: ahora hay más jóvenes y más personas que tienen un techo bajo el que dormir, pero no dinero suficiente para llenar la nevera. “El encarecimiento del precio de los alimentos ha provocado que muchas personas que estaban en situación de precariedad pasen a estarlo mucho más”, explica el presidente del Banco de Alimentos. Y esto es algo que también les ha afectado a ellos, pues menos gente puede permitirse donar alimentos, y con las pocas subvenciones que tiene el Banco, no les llega para comprar todo lo que querrían. “Nuestras compras también han incrementado mucho de precio”.
La parroquia de Barcelona se queja de la falta de subvenciones públicas que tienen todas estas entidades y de que, a pesar de saberlo, el Ayuntamiento les sigue enviando a gente necesitada. “Les dicen que vengan a comer aquí, que vengan a nuestros médicos, y nosotros estamos desbordados”, explica el párroco, alegando que han llegado al límite y ya no pueden acoger a más gente. “No es tanto porque no nos ayuden, es más porque no se hacen cargo de la situación”, zanja.
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