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Comer gracias a Santa Anna

Más de 200 personas sin hogar acuden a diario ala parroquia en busca de una bolsa de alimentos

Alfonso L. Congostrina
Un hombre recoge comida en la parroquia de Santa Anna.
Un hombre recoge comida en la parroquia de Santa Anna.MASSIMILIANO MINOCRI

La declaración del estado de alarma cogió a más de 1.000 sin techo que malviven en las calles de Barcelona sin un lugar donde protegerse de la pandemia. Unos claudicaron y se guarecieron en albergues, otros (cerca de 400) acabaron en uno de los pabellones de la Fira de Barcelona gestionados por la Cruz Roja y con desayuno, comida y cena a cargo del Ejército español. Otros, unos 300, siguen malviviendo en las calles de la ciudad. Ahora, con las avenidas desérticas, su presencia es mucho más evidente. La mayoría de comedores sociales han cerrado y la única opción que les queda a muchos es dirigirse a diario a la céntrica parroquia de Santa Anna. Entre las rejas de su puerta se entregan a diario más de 200 desayunos, comidas y cenas. Comida fría para unos vecinos que, tal y como asegura el párroco, Peio Sánchez, “llevan desde el 16 de marzo sin comer un plato caliente”.

Son las 9.00 en la calle Santa Anna y algunos ya llevan minutos haciendo cola. Respetan, más o menos, el metro y medio de distancia entre uno y otro. Alguno, pocos, lleva mascarilla. La cola llega al Banco de España. La calle ha hecho mella en unas personas que vienen puntuales y con miedo en busca de caridad. Entre ellos, conversaciones triviales. Algunos guardan un pequeño transistor e informan al resto. Otros advierten a sus compañeros que en las últimas semanas han asesinado a tres sin techo en la ciudad.

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“Hay personas que no han querido ir a los albergues por varios motivos. Algunos tienen miedo a concentrarse en equipamientos grandes y acabar contagiados, a otros les pueden las dependencias y no quieren estar controlados. Muchos tienen problemas de salud mental, los hay que tiene perros y no quiere estar sin sus mascotas. Por último, las parejas que no quieren que les separen en pabellones de hombres y mujeres”, destaca Sánchez.

Doce jóvenes voluntarios comienzan a preparar las entregas. En una mesa están las bolsas de las comidas y en la otra las de las cenas. “Hay siete voluntarios que nos hemos confinado en la parroquia para así poder seguir prestando servicio sin tener contacto con la enfermedad”, asegura Manuel, de unos 50 años. Algunos del resto de voluntarios también malvivían hace meses en las calles. El párroco abre unas bolsas para mostrar el contenido. Una vez a la semana entregan una bolsa extra con productos de higiene. Hay una mascarilla, jabones, pasta de dientes… Para las mujeres hay compresas. En la bolsa de la comida, una pera, garbanzos y un plato de pasta. En la de la cena: un bocadillo y cereales. “Siempre se lo comen frío”, denuncia el párroco. El religioso ya piensa en cómo mejorar el servicio. “Aquí en el claustro de la iglesia estamos preparando un comedor al aire libre para cuando las instituciones nos permitan servir comidas”, señala.

Varios voluntarios repasan la cola con unas carpetas. “La mitad de nuestros usuarios son habituales pero hay muchos nuevos. Han desaparecido los jóvenes extutelados, la mayoría se han ido a la Fira. Pero ahora vienen familias que se dedicaban a la economía sumergida y se han quedado sin un céntimo”, denuncia Sánchez.

Según los voluntarios, el 80% de las personas de la cola viven en la calle. El resto estaba al límite y el confinamiento y la falta de empleo les ha llevado a la indigencia en cuestión de semanas. “Tenemos un grupo de familias que se encarga de llevar comida a otras familias que malviven en habitaciones”, destaca Sánchez.

En la cola se desata una acalorada discusión. Pronto aparece un coche de los Mossos d'Esquadra que conoce las horas de entrega de las comidas. “Las peleas son habituales”, reconoce un voluntario que, en árabe, intenta mediar en el enfrentamiento.

Tras los Mossos d'Esquadra aparece un taxi. “Traigo una donación de un restaurante”, señala el taxista mientras descarga batidos de chocolate y latas de conserva. Los voluntarios cargan todo en carretillas y lo introducen en el interior del templo impactante por su aspecto de gran almacén.

“En la cola solo hay un 20% de mujeres. Tienen mucho miedo de vivir en la calle. Son más vulnerables. A veces se prostituyen a cambio de un techo donde dormir”, lamenta el párroco, que alerta que la crisis social puede convertirse pronto en humanitaria.

El año pasado se instaló frente a la puerta de la iglesia una réplica de la escultura Jesús Homeless, donde la figura de Jesucristo está envuelta en una manta estirado en un banco como denuncia a la situación de los sin techo. Hoy los sin techo son los más desprotegidos sin un lugar donde guarecerse de una pandemia que obliga a quedarse en casa.

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