Comidas bárbaras en Mallorca
Una agricultura popular fijó una mesa con repetición de sopas de pan con verduras y legumbres, sin apenas carne. Mientras George Sand o Gaston Vuillier denostaron especias o la ensaimada, Pla y Rusiñol elogiaron ese dulce
Los viajeros modernos modelaron con sus relatos una imagen sólida y a la vez con trazos polémicos sobre las Islas Baleares, un flash útil para forasteros (turistas), mil veces refrito. Con sus miradas fascinadas por los paisajes y los singulares isleños, los visitantes devenidos publicistas eran generalmente solemnes, exagerados ante la naturaleza y, además, bastante recelosos sobre las costumbres y algunas cosas que comían los nativos habitantes.
En el libro en el que aparece la Mallorca mundialmente más divulgada, la “cocina indígena” era formada por “drogas infernales cocinadas por el diablo en persona”, según denostaba George Sand, la pareja de Chopin (Un invierno en Mallorca. 1838-1839). Elitista y fumadora, la gran escritora recelaba de “todas las especias corrosivas que hacen peligrar la vida en cada bocado”; con ellas preparaban, según sus cálculos, “dos mil variantes de platos y, al menos, doscientas variedades de embutidos”.
Sin rasgarse las vestiduras patrias, estas citas son recogidas, al paso, por el profesor Josep Antoni Tur Marí que ha publicado una descriptiva, culta y amena Història de la cuina i l’alimentació a les Illes Balears (El Gall Editor). El científico Tur Marí documenta cultivos, animales, alimentos, cambios históricos y hasta las civilizaciones que marcaron el devenir del archipiélago y de la cultura de la mesa.
Los preturistas románticos, algunos refugiados, también funcionarios coloniales o esporádicos espías camuflados ayudaron a construir un mural social poliédrico, poderoso y mitificado y, siempre, rebozada de tópicos. Algunos de sus apuntes han quedado considerados como disparos de cañón y han dilapidado la posibilidad de aproximarse a la realidad con matices y sin prejuicios.
Los habitantes con linaje de los pueblos originarios insulares, los conquistadores medievales (una minoría, ya), por su condición de aislados, periféricos, generalmente sienten curiosidad sucursalista por conocer cómo los ven los otros, cuál es su retrato. Esta consideración secundaria hacia los transeúntes o neoresidentes con poder no ha cejado.
La naturaleza y la agricultura popular predominante fijaron una tradición arraigada en la mesa de las islas, con monótona repetición de menús de sopas de pan con verduras y legumbres, sin apenas carne. Josep Antoni de Cabanyes, empresario y narrador catalán, resumió en sus notas de viaje sus dos años en Mallorca (1837-39). Afirmó que payeses y señores “no comen otra cosa que habas”. El gran Josep Pla subrayó mejor en el siglo XX la preponderancia de la leguminosa en todas las mesas locales. Cabanyes y George Sand reprochan y anatomizan el “abuso” hasta dar “grima” que observan en el uso del pimentón rojo. “Sin él, que no saben comer”.
Gaston Vuillier, narrador viajero de Les Illes oblidades (1893), refuta “las comidas bárbaras” por las salsas “inauditas”, atávicas, únicas, con las que cada Navidad revive la minoría de ibicencos autóctonos. Vuillier degrada el valor de la ensaimada, grasa, “mala de digerir” y enlaza el reproche con “la pesadez física e intelectual que traslada el calor, el clima” de la isla y su gente.
Las raras opiniones desconsideradas hacia los manjares tradicionales —la ensaimada primero— quedaron disipadas para siempre en Pla cuando afirmó, a dos luces: “¿Cómo hicieron los mallorquines para realizar en un país tan pesado, seco, tosco, de tan poca expresividad, una fina maravilla? La ensaimada mallorquina es la cosa más ligera, aérea, delicada de la repostería de este espacio”.
Santiago Rusiñol, pintor y narrador costumbrista, que armó el gran topicazo de “la isla de la calma”, había dicho antes (y Pla lo conocía) que la ensaimada era “un vale de oro”, una “pasta misteriosa” de “solidez etérea, volátil”. Contra los anatemas, Rusiñol sostiene que es “una especie de fluido que llena la boca de dulzura sin saber hacia dónde se encamina”. Sin dejar rastro…
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.