Y la paella inició la desescalada en la Barceloneta
Barcelona estrena el fin de semana en fase 1 con las terrazas llenas, aunque los bares dicen que no les salen las cuentas
Había ganas de terraza y paella al sol. De “libertad”, coincidían los comensales que ayer estrenaron el primer fin de semana de desescalada a pie de playa en los restaurantes de la Barceloneta. La capital catalana entró el lunes en la fase 1 del desconfinamiento, que permite abrir las terrazas de los restaurantes al 50%, y los barceloneses se echaron a los bares.
El sol apretaba con fuerza a mediodía de ayer en el paseo marítimo. En la marisquería Salamanca, ubicada a pocos metros de la áspera arena de la Barceloneta, un trajín de camareros enmascarados sorteaba comensales con los platos en volandas. Todo lleno: “130 reservas en el primer turno de comida y otras 130 en el segundo. La gente tenía muchas ganas de salir”, explicaba Javier Sánchez, propietario del local.
En la cola de entrada al Salamanca y guardando la preceptiva distancia de seguridad que marcan unas rayas en el asfalto, Gerard Fernández, su primo y la abuela esperan su turno. “Solemos venir una vez al mes a comer paella. Esta es la primera vez que salimos con la abuela desde el confinamiento”, señala. A pocos metros, el camarero toma nota a una pareja: pulpo, sangría y, por supuesto, paella. También es su primera terraza desde que España se confinó para combatir la covid-19. “Se agradece poder volver”, zanja el joven.
La Barceloneta no es la de siempre. Le faltan los miles de turistas que, por esta época, ya estarían desbordando el frente marítimo en chanclas y bañador. Ni rastro de los guiris en este mayo atípico. Por primera vez en muchos años, la playa y los chiringuitos son de los locales. “Estoy a punto de llorar. Irradio felicidad. Lo que más echábamos de menos es la libertad”, explica Marcelo, que también espera turno para comerse una paella con su pareja África.
En otra mesa del Salamanca, Fernando y María Josefa, ambos de 83 años, estrenan la desescalada con dos de sus cinco hijos. “Es la primera salida. Hoy es San Fernando y celebramos mi santo”, dice el anciano, mientras degusta una langosta. Naturales de Lloret de Mar, todavía no pueden ir a su municipio, que pertenece a la región sanitaria de Girona. A partir del lunes, la capital catalana unificará su área sanitaria con las dos que conforman el área metropolitana y los vecinos podrán moverse entre ellas con libertad, pero para volver a Lloret, Fernando y María Josefa tendrán que esperar a que sendas regiones sanitarias superen la fase 3. Se consuelan, mientras, con una parrillada de marisco al sol de la Barceloneta. “No salimos ni a comprar, así que lo mejor es verlos a ellos, estar con la familia”, apunta la anciana.
“La respuesta del público es buena. Me ha sorprendido que no están tan asustados como me esperaba. Están relajados, pero prudentes”, valora Enric Suárez, propietario del restaurante Can Majó, también a pie de playa. Con la mitad de mesas, su terraza está repleta, aunque admite que aún le cuesta llenar el primer turno de comidas (a la una del mediodía). “A nivel de negocio no es rentable para nada, pero tenemos que reinventarnos. Ofreceremos cocina non-stop y buscaremos abarcar otro público, como gente joven, con tickets más bajos”, señala. Por ahora solo se han incorporado 15 de los 23 empleados y todavía no ha abierto por las noches. Cuando se va el sol, de hecho, la cosa se complica en la zona, admite también el propietario del Salamanca. “La gente se acuerda de los restaurantes el fin de semana y de eso no vivimos. Y hay alegría cuando hay sol, pero por la noche, lo perdemos todo”, agrega Sánchez.
Los hosteleros coinciden que trabajar con las salas cerradas y las terrazas a medio gas es inviable. De hecho, en el paseo Joan de Borbó, uno de los enclaves turísticos por excelencia de la Barceloneta, el grueso de locales están aún cerrados. “Esto no es rentable, pero tenemos que empezar la rueda, a ver si nos permiten ampliar espacios en la fase 2”, explica el responsable de El Rey de la Gamba, Héctor Zacarías. Todo es distinto en locales como este, acostumbrados a estar atestados de turistas embadurnados en salitre. En El Rey de la Gamba hay pocas mesas y menos camareros (dos en lugar de 11). Y las dinámicas de trabajo han cambiado: revisan la temperatura al entrar, invitan a los comensales a lavarse las manos con gel hidroalcohólico antes de pedir y reparten la carta —más limitada que de costumbre— en folios de un solo uso. La paella, al menos, sigue sabiendo a paella.
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