La solución nunca llega a los asentamientos de los braceros del campo almeriense
Unas 4.000 personas migrantes viven con el miedo de que sus campamentos sean derribados y sin apenas alternativas para residir desde hace 25 años
Repeinado, elegante, sonriente, el marroquí Abdelkrim (35 años) aprende español. Lo lee con soltura, pero se detiene ante cada palabra que desconoce. “¿Qué significa triunfante?”, pregunta con un acento de aires latinos adquirido tras hacer amigos colombianos en las redes sociales. Dos días en semana acude a un aula con pizarras, un puñado de sillas, suelo de tierra y techo de plástico ubicada en el asentamiento chabolista de Atochares, en Níjar (Almería, 31.816 habitantes). Licenciado en Geografía y diplomado en Gastronomía, la falta de oportunidades lo impulsó a subirse a una patera. En su quinto intento alcanzó Lanzarote desde El Aaiún. Pasó por Málaga y acabó en Níjar. No es el único nuevo migrante llegado en el último año. Otros lo hicieron tras su expulsión de otro campamento similar, Walili, derribado a finales de enero de 2023 y que forzó un plan local de erradicación de estos espacios, donde residen unas 4.000 personas extranjeras en esta provincia andaluza, cifra que se repite en Huelva, según cálculos de Andalucía Acoge. Desde entonces viven entre el miedo y la incertidumbre. ¿Y si su chabola es la próxima en caer? “El ambiente general es de desesperanza”, dice el activista almeriense Ricardo Pérez, de 27 años.
Atochares es un poblado formado por decenas de precarias casetas. La mayoría están levantadas con palés y plástico, aunque cada vez se ven más construidas con bloques y ladrillos, respuesta a los incendios que arrasaron parte del poblado en los últimos años. Hay calles de barro, cables por todas partes y una fuente que sirve de encuentro vecinal. Conviven unas 800 personas procedentes de Marruecos y el África subsahariana. Es el mayor del medio centenar de asentamientos de Almería parecidos a este, donde las condiciones son de “extrema exclusión”, según Andalucía Acoge.
Son casi invisibles. Y están rodeados de los mismos invernaderos donde sus residentes trabajan —con o sin papeles y “bajo un modelo explotador de mano de obra, según un informe de la ONG Ethical Consumer— para un sector agrícola almeriense que factura unos 3.500 millones de euros anuales. Nadie sabe a ciencia cierta cómo solucionar una paradoja que existe desde hace más de 25 años. “Es como barrer la playa. Ves mucha necesidad, pero no sabes por dónde empezar porque no hay vías de salida”, señala María Ruiz-Clavijo, educadora del Servicio Jesuita a Migrantes (SJM) y una de las responsables de las clases a las que acude Abdelkrim. También asiste su compatriota Ismael, de 25 años. “Vivir aquí es muy duro. No hay luz, no hay nada”, relata tras acabar unos ejercicios con los tiempos verbales.
Para los migrantes residentes en estos campamentos de Almería —muy similares a los de Huelva— poco o nada ha cambiado en el último año. Las administraciones anunciaron entonces que habría “alternativas habitacionales” para ellos, pero las promesas quedan en papel mojado. Las pocas alternativas ofrecidas son insuficientes para resolver el problema de la infravivienda almeriense, según coinciden la decena de organizaciones sociales consultadas por EL PAÍS y confirma cualquiera de los habitantes de estos asentamientos. Andalucía Acoge calculó que son unos 4.000 aquí y otros 4.000 en Huelva, pero las cifras fluctúan y nadie sabe cuántos son con exactitud. Por ello la Junta de Andalucía elabora un nuevo censo antes de aplicar su Plan estratégico para la erradicación de asentamientos de Huelva y Almería aprobado el año pasado, del que apenas se conocen detalles. De manera paralela, la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía (APDHA) también hace otro censo en toda Almería y el propio municipio de Níjar prepara el suyo. “Nos pasamos la vida haciendo diagnósticos de la situación, pero hay que pasar ya a la acción, hacer algo”, lamenta una trabajadora social, que critica también las dificultades que tienen los migrantes para empadronarse. Es casi misión imposible.
Muchos de ellos viven ahora con la amenaza de que se repita lo que ocurrió en Walili a principios de 2023. Entonces, la Guardia Civil fue, chabola a chabola, anunciando la obligación de desalojarlas. Pocas horas después, las piquetas no dejaron ni una en pie. Fue una iniciativa del Ayuntamiento de Níjar —entonces en manos del PSOE— que solo ofreció como alternativa un albergue temporal en una nave industrial y unos módulos prefabricados. Allí llegó el senegalés El Hadji Lemou Diatta, de 39 años. Allí continúa un año después. “Vivo peor. Comparto habitación con muchas personas y estoy a 30 minutos en bici del invernadero donde trabajo”, relata, cansado, al final de su jornada laboral. Hay una veintena de compatriotas en su misma situación, a las que se han sumado un grupo de unos 10 ghaneses desalojados por el municipio —ahora en manos de PP y Vox— hace unas semanas de un campamento cercano, conocido como Megasa o Cortijo Mali. “Todo parecía haberse calmado, pero tras ese derribo volvió el miedo”, subraya Khadiya Jiouak, de 30 años y educadora del SJM.
Viviendas listas, pero cerradas
“El Ayuntamiento de Níjar actúa sin ofrecer alternativas a estas personas, sin respetar sus derechos más básicos y desoyendo las recomendaciones de las organizaciones sociales”, criticaron entonces seis de ellas, como Andalucía Acoge, que informó hace unas semanas sobre la situación de estas infraviviendas en Bruselas, la enésima vez. El Consistorio sigue así adelante con su plan de erradicación de los asentamientos, cuyos pormenores se desconocen. “Creemos que todo se va a acelerar, tienen prisa por quitárselos del medio”, explican fuentes de una organización social. “Tanto Walili como Cortijo Mali eran los que estaban al borde de las carreteras turísticas hacia Cabo de Gata. Ahora ya no se ven, pero la gente sigue viviendo en asentamientos más dispersos y pequeños en medio de la nada”, añade Fernando Plaza, delegado de APDHA. “El problema sigue creciendo: hay más invernaderos, hace falta más mano de obra y la vivienda es cada vez más escasa”, insiste Plaza. También acaban en estas chabolas algunos de los migrantes trasladados a la Península que, como Abdelkrim, llegaron a las costas de Canarias.
Cerca de los barracones temporales hay 62 pequeños apartamentos ya construidos y equipados en la zona conocida como Los Grillos. Son una de las principales soluciones al desalojo de Walili y, aunque han sido anunciadas en numerosas ocasiones desde entonces, sus puertas siguen cerradas. Estos alojamientos transitorios —como se denominan oficialmente— tienen ya cocinas, baños y dormitorios equipados. Solo falta pavimentar el entorno, partida presupuestaria que el Consistorio nijareño afirma que acaba de liberar. Ahora las promete para abril. “Qué más da que haya tierra alrededor, si están listas deberíamos poder vivir ya ahí”, afirma el senegalés Diatta. Financiados por la Junta de Andalucía y el Gobierno central, están en manos del municipio, que derivará la gestión en una organización social —se desconoce cuál— para, aseguran, que puedan residir personas sin importar su situación administrativa.
Los módulos, con 166 plazas y donde solo se podrá residir un máximo de 11 meses, estarán vallados y tendrán una garita de seguridad que controlará el acceso. “La gente no podrá salir ni entrar a la hora que quiera, no podrá entrar todo el mundo. Tendrá un orden”, dice Ángeles Góngora, concejala de Servicios Sociales en Níjar. La responsable explica que han recibido una subvención —1,5 millones— de la Junta de Andalucía para construir más viviendas en una parcela anexa de 4.000 metros, pero no saben aún cuantas serán. También reconoce que la vivienda es un problema para cualquier persona en la zona porque no se construyen nuevas y que la Sareb (Sociedad de Activos Procedentes de la Reestructuración Bancaria) les ha ofrecido suelos para que el municipio las construya. No pueden comprarlas, dice, “porque el Ayuntamiento no tiene liquidez suficiente”. Los 52 suelos ofrecidos llegan con el 40% de descuento siempre que, según fuentes de la Sareb, se dediquen a usos sociales.
La irrupción de Techô
Quien sí ha comprado varios inmuebles a la Sareb en la zona es Techô, una socimi (sociedad anónima cotizada de inversión inmobiliaria) singular: es como el resto de las sociedades dedicadas a invertir en el mercado inmobiliario, pero está especializada en “inversiones de impacto”. “Es decir, cuando se invierte el dinero buscando rentabilidad, pero sabiendo que será menor porque intentas a la vez solucionar un problema, en nuestro caso, el sinhogarismo”, explica su consejera delegada, Blanca Hernández. Empezaron su trabajo en Madrid hace poco más de un año, pero uno de sus socios, Cosentino, los llevó a conocer Almería. Solo en Níjar han invertido dos millones de euros para adquirir inmuebles que luego alquilan —a precios, aseguran, un 30% por debajo del mercado— a organizaciones sociales, que las deben dedicar a acoger personas procedentes de asentamientos.
Sus inversiones han ido a parar a seis pareados y un local que Techô compró a la Sareb, ahora gestionados por las hermanas Mercedarias de la Caridad en San Isidro, que pagan 400 euros mensuales por cada una. Además, hay otras cuatro compradas a un fondo inmobiliario que dirigen Cáritas (3) y Cepaim (1) y un cortijo —vendido a Techô por la Junta de Andalucía— que dirigirá el SJM y donde residirán pronto 12 personas. También han construido una docena de viviendas —casi listas— de las que se encargarán igualmente los jesuitas y que podrán acoger a otras 60 personas. “Lo importante no es tanto lo cuantitativo como lo cualitativo. La idea es que estén ahí alrededor de un año y luego se independicen. Hacemos una apuesta grande, pero esto demuestra que se pueden hacer cosas distintas”, afirma Daniel Izuzquiza, director del SJM en Almería, quien cree que todas las partes —administraciones, empresarios, entidades sociales y ciudadanía— deben poner de su parte. “O aportamos todos o esto no se soluciona en muchos años más”, concluye.
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