Esperpento valleinclanesco, versión Congreso de los Diputados
La política debe responder a un compromiso: no regirse por el espectáculo, ofreciendo carnaza a los peores instintos; los ilustres diputados del Congreso han hecho el jueves todo lo contrario

Fabricar estrés se ha convertido en la primera especialidad de la política española. España negoció en Bruselas un paquete de fondos europeos sustancioso, 140.000 millones de euros para modernizar su economía y dejar atrás la durísima crisis pandémica, a cambio de un conjunto de reformas ambicioso. El Gobierno de coalición hizo incluso lo que parecía más difícil y logró un pacto con los sindicatos y la patronal para la primera gran curva de ese camino: la reforma laboral, esencial en un país en el que el paro y la precariedad son un problema endémico. Hasta ahí todo iba relativamente bien. Pero a partir de ese momento el relato de esa jugada política se parece al esperpento valleinclanesco, versión Congreso de los Diputados.
La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, lleva semanas empeñada en hacer una valoración triunfalista de la nueva reforma, y sobre todo en reeditar la mayoría de investidura en un pésimo cálculo político. Ese pésimo cálculo explica su primer patinazo: el PNV y ERC ya no están por la labor, por puro y simple electoralismo (otra manera de decir miopía), de apoyar al Ejecutivo. Y el PSOE hizo la guerra por su cuenta y negoció una mayoría alternativa que le ha salido rana: UPN es aún menos de fiar que Esquerra Republicana. El PP, el principal partido de la oposición, presumía de que esa reforma deja intacta su normativa de 2012, pero votó en contra para desgastar al Gobierno sin caer en la cuenta de que España se juega aquí su prestigio internacional y unas buenas decenas de miles de millones de euros, esenciales para salir de una crisis oceánica. Los populares parecen dispuestos a hacer casi cualquier cosa para tumbar al Gobierno. La carcajada rabelesiana de la que va camino la política española se resume en 30 segundos de vértigo en los que la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, hace mal las cuentas y el PP jalea el supuesto no a la reforma laboral, a pesar de sus gravísimas consecuencias para España; medio minuto después, Batet se corrige: la votación ha salido adelante por un error en el voto de un diputado del PP. Un disparate; una concatenación de disparates. El PSOE y Podemos celebran entonces un supuesto triunfo que les permite respirar en medio de un caos apenas disimulado.
La política debe responder a un compromiso: no regirse por el espectáculo, ofreciendo carnaza a los peores instintos; los ilustres diputados del Congreso hicieron el jueves todo lo contrario. La hipótesis de una mayoría alternativa —transversal— para la segunda parte de la legislatura hace agua; lo único que hay en la carrera de San Jerónimo es un redoble de tambores, un nivel de ocurrencias y decibelios de lo más singular, un cascarón vacío. No hay mayoría alternativa. No hay transversalidad. No hay giro al centro de cara al final de la legislatura. Lo único que hay es un sudor frío recorriendo el espinazo del presidente Sánchez y sus vicepresidentas Nadia Calviño y Yolanda Díaz en una tarde de perros en el Congreso. “Todo el mundo tiene un plan hasta que recibe un puñetazo en la boca”, decía el gran Mike Tyson: para los españoles, el puñetazo en la boca es esa querencia de sus señorías por encaminarse a toda velocidad hacia la antipolítica. “La política”, decía un expresidente de la Comisión Europea, “es la forma que tenemos de organizar la incertidumbre”. En España, la incertidumbre es la forma que tenemos de organizar la política, convertida en una cuesta arriba extenuante de diputados fogosos en un crescendo demagógico. Así nos luce el pelo.
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