La inmersión de Penélope Cruz y Juan Diego Botto en el drama de los desahucios
La última aventura de la actriz madrileña ha sido producir y protagonizar el debut como director de su gran amigo. ‘En los márgenes’, el largometraje que va a estrenar ahora en el festival de Venecia, es puro cine social, de autor, hiperrealista. Esta es la película que se debían el uno al otro. Aquí nos cuentan su vida y milagros desde que se conocieron a los 14 años.
Conectaron desde el primer minuto. Fue un golpe de suerte, una de esas cosas que ocurren pocas veces en la vida. De pronto, alguien que te entiende se cruza en tu camino.
Eran dos adolescentes. Ella había mentido sobre su edad para ingresar en la Escuela de Interpretación Cristina Rota, tenía 15 años, en vez de los 16 reglamentarios. Él, hijo de Cristina Rota, tenía 14.
Los dos recuerdan aquel día en que empezaron a improvisar una escena de Romeo y Julieta, el encuentro amoroso, y Cristina Rota los echó del escenario. Ambos cuentan que fue porque les salió fatal. Pero la versión de Rota es distinta: les hizo parar por el estupor que estaban causando entre sus compañeros de curso. Se empezaron a desnudar en escena, y era tal la intensidad y el desparpajo, que los alumnos empezaron a revolverse en sus asientos, a murmurar. “Lo hacían con una naturalidad que superaba la capacidad de entendimiento del resto del grupo”, recuerda Cristina Rota, “eran dos cuerpos libres”. Aquello no era normal, se dijo la maestra. “Su nivel cognitivo y emocional, la capacidad de trabajar con sus emociones, superaba su edad”. A pesar de ser los pequeños de la clase, Rota los hizo saltar de curso. Pasaron a trabajar con los de 17 años.
Se tomaban lo suyo muy en serio. En aquellos días, Penélope Cruz andaba obsesionada con Las criadas, de Jean Genet, una obra teatral desgarradora, poco susceptible de encandilar a una adolescente. Pero a ella le fascinaba. Y aquello le parecía de lo más natural a aquel Juan Diego Botto imberbe, con cara de niño. De hecho, se ofreció para ayudar en los ensayos de la obra para la escuela.
Juan y Pe eran muy intensos. “Lo que nos fascinaba nunca era alegre, ni ligero”, dice Cruz con una sonrisa en la boca. “Los dos hemos sido de comernos la cabeza mucho, desde los 13 años, y eso también nos ha acercado”, confiesa. “Encontré a alguien de mi edad muy parecido a mí”.
Bueno, también eran dos niños. Tenían clases de interpretación tres veces por semana, pero, alguna que otra tarde, la máquina de Tetris del bar de al lado arrastraba más que Genet.
Juan Diego Botto también recuerda aquellos ensayos de Las criadas, el montaje en el que Penélope sintió por primera vez que tal vez tenía madera para dedicarse a lo que le ha valido un Oscar, tres Goya, un Bafta, un David di Donatello y el Premio Nacional de Cinematografía 2022, entre otros reconocimientos. “Tenía mucha hondura”, asegura Botto, “mucha profundidad”.
La película que Cruz y Botto están a punto de estrenar, En los márgenes, seleccionada para concurrir en la Mostra de Venecia que arranca el próximo 31 de agosto, en la sección Horizontes, es la que se debían desde hace tiempo, la que pone la guinda a una amistad de 33 años; la que permite abordar una secuencia muy compleja con la complicidad y madurez actoral necesarias, la secuencia 85, volveremos a ella más adelante; la que satisface las ganas de ambos de contar historias relevantes, comprometidas con los más desfavorecidos, con vocación de agitar conciencias.
En los márgenes es un filme de estilo hiperrealista, cine de autor, cine social. Está rodada con una textura cercana a la del documental, se escuchan más ecos de los hermanos Dardenne que de Ken Loach, hay mucha cámara en mano, vocación experimental, ritmo de thriller. Cruza las trayectorias de una reponedora de supermercado a punto de ser desahuciada (Penélope Cruz), un abogado que intenta ayudar a los desamparados (Luis Tosar) y una madre (Adelfa Calvo) que no consigue ver a un hijo avergonzado por haber arruinado a sus padres tras pedirles un aval para su casa. Este es el tipo de cine que los mueve, el que la posición en la que se encuentran los obliga a hacer. Y es el trabajo con el que Juan Diego Botto da su anhelado salto a la dirección y donde Penélope Cruz confirma su salto a la producción, una de las facetas que más quiere cultivar en los próximos años.
Uno. La apuesta de Pe
A sus 48 años, Penélope Cruz dice tener muy claras sus prioridades: ante todo, dedicar tiempo de calidad a sus hijos. “Es la madre por excelencia, sus hijos son lo primero en su vida, a mí me habría gustado ser la mitad de buena madre de lo que es Penélope”, dice sin ambages Katrina Bayonas, su representante desde hace 35 años. Cruz no quiere rodar más de una película al año, a lo sumo dos, para tener tiempo de estar con Luna y Leo. Si hay que viajar, procura que el rodaje sea en verano, para poder llevarse a los niños. Y así lo ha hecho este año. Ha viajado con ellos a Italia, donde el 1 de agosto estaba previsto el inicio del rodaje de una cinta de Michael Mann —”es todo energía”—, director de Collateral y Miami Vice, sobre la vida de Enzo Ferrari, interpretado por Adam Driver, uno de los actores más sólidos de los últimos años —”me siento muy cómoda con él”—, y de Laura Ferrari, una mujer fascinante, pero en la sombra, a la que ella da vida. El día que habla con nosotros para esta entrevista, lo hace por videoconferencia —su agenda impide una entrevista en persona—, desde un lugar cerca de Módena, cuando se halla enfrascada en los ensayos con el actor estadounidense.
“En mi vida, todo gira en torno a la maternidad, y a las lecciones maravillosas que eso trae cada día”, dice sin dudar, ataviada con un vestido fresco, sin mangas, blanco, con motivos azules; se ha puesto las gafas, un mechón negro cae sobre su cara.
Desarrollar esa faceta de productora le conviene en este momento vital, le permite tener un trabajo cómodo, en Madrid, cerca de Luna y Leo. La productora se llama Moonlyon, en homenaje a sus hijos.
La idea es desarrollar pocos proyectos, pero bien cuidados. La primera vez que produjo fue en Ma ma (2015), de Julio Medem, un filme del que se enamoró. Y ahora ha vuelto a suceder. Cuenta que le han ofrecido producir más de 15 veces, y que siempre dijo que no, salvo en Ma ma, su primera experiencia, y ahora en En los márgenes.
Su implicación ha sido total, ha vivido la película como suya. “Ha defendido el proyecto con uñas y dientes”, asegura Juan Diego Botto. Estar en el proceso desde el principio, resolver el puzle de la financiación, tomar decisiones sobre el equipo, sobre el casting, velar por que la gente esté cuidada, a gusto. Así describe ella su papel de productora en la película. “Pero eres uno más, sin que todo dependa de ti”.
Tener a Penélope Cruz en la producción y de protagonista ayuda mucho a poner en marcha un filme como En los márgenes, cine de autor, social, de denuncia, que aborda una realidad tan dura como la de los desahucios. “Me apetece mucho producir”, confiesa Cruz. “La vida me ha colocado en una posición en la que hacerlo es un privilegio y, casi, una obligación. Me permite usar el lugar que tengo la suerte de tener ahora, después del trabajo de tantos años, para contribuir. Y lo que más me puede apasionar es que sea con gente nueva, con gente que empieza”. Como su amigo Juan, que debuta como director de cine con esta película que llegará a las salas el próximo 30 de septiembre.
Dos. El salto de Juan
La idea de escribir cine ya rondaba por la cabeza de Juan Diego Botto antes de que tuviera siquiera uso de razón. Tenía 11 años y andaba haciendo sus pinitos de niño actor, a las órdenes de Jaime Chávarri en El río de oro, cinta protagonizada por Ángela Molina, cuando, un día, ni corto ni perezoso, le espetó al guionista Álex Calvo-Sotelo: “Yo quiero escribir un guion”.
Calvo-Sotelo, que en aquella película hacía labores de ayudante de dirección, empezó a darle los primeros consejos: tienes que ir tomando notas de las ideas que se te ocurran, puedes anotarlas en una libreta, en algún post-it…
“Lo diría para hacerme el mayor”, sonríe de medio lado Botto, que cumple 47 años poco antes de la inauguración del Festival de Venecia. El actor, nacido en Buenos Aires, recuerda esta pequeña historia tras reflexionar unos segundos, mirando al techo del Café Comercial de Madrid, en la glorieta de Bilbao, donde saborea de buena mañana (a las 9.40) un café con leche. Lleva pantalones pesqueros beis, con grandes bolsillos, camisa azul claro y zapatillas deportivas negras. Se ha bajado desde Torrelodones en autobús para evitar el atascazo de la A-6 por las mañanas y llegar puntualmente a la cita.
A mediados de los ochenta, Cristina Rota y sus tres hijos vivían en la plaza de Santa Ana, zona en la que abundaba la prostitución. Botto conocía a un chico, hijo de una meretriz, con el que los chavales del barrio se metían a menudo. Y se montó una película, se la imaginó. “Creo que esa fue la primera vez en que se me pasó por la cabeza lo que sería hacer un filme, la primera vez en que pensé en escribir cine”, cuenta. Con 11 añitos. Nunca llegó a escribir ese guion. Pero la pulsión emergió temprana.
La inquietud por dirigir fue algo que fue creciendo a medida que fue despuntando su pasión por el teatro. Le inspiró ver cómo trabajaban sus dos grandes referentes, Montxo Armendáriz (“uno de mis mejores amigos, todo coherencia”), que lo colocó en el mapa como protagonista de Historias del Kronen (1995), y Adolfo Aristarain (“el hombre que me regaló uno de mis mejores filmes [Martin Hache, de 1997, junto al gran Federico Luppi], y la posibilidad de volver a Argentina trabajando como actor”). Pero lo que le condujo a dirigir fue la necesidad de contar sus propias historias. Y la perspectiva de tener pleno control sobre ellas.
Uno de los momentos clave que sirve para explicar su salto a la dirección con En los márgenes se produce a principios de 2004, cuando aún vivía en la calle de Carretas. Allí, en un loft con vistas a la Puerta del Sol, sentado a una gran mesa de madera que aún conserva, empezó a garabatear las primeras líneas de Un trozo invisible de este mundo, obra de la que es autor y director. La escribió en un cuaderno Moleskine, con bolígrafo de rosca —”me hacía sentir más importante”, dice, y sonríe—. La remató aquel verano en Esauira, cuando se fue de vacaciones con la que es su compañera, la periodista (y coguionista de En los márgenes) Olga Rodríguez.
Se sintió inesperadamente cómodo. Eso de tener el control creativo de todo el proceso le apetecía. Allí nació el Juan Diego Botto director.
Tres. Juan y Pe
Fue precisamente a la salida de una representación de Un trozo invisible de este mundo cuando se plantó la semilla de la futura colaboración entre Juan y Pe que ha desembocado en En los márgenes. Corría el año 2012 y, tras asistir a la primera obra escrita por su amigo Juan, Penélope Cruz le propuso que escribiera algo que pudieran hacer juntos, algo sobre celos. Juan Diego Botto recuerda que dejó dormir aquella idea durante un año y medio hasta que, un verano, de nuevo con su compañera, Olga, y su hija, Salma, de vacaciones, esta vez en Tánger, se puso manos a la obra. Comenzó a escribir la escena de una pareja que discute una noche, la que ha desembocado en la secuencia 85. Pero no le salió una historia de celos. Emergió un drama sobre dos personas vapuleadas por los estragos que genera una amenaza de desahucio, el tema que en aquellos momentos latía en las calles, la cabra tira al monte. Teniendo en cuenta el activismo del que ha hecho gala a lo largo de toda su carrera y su compromiso político (militancia en la Unificación Comunista de España en sus años mozos, manifestaciones contra la guerra de Irak junto a su amigo, el adorado Juan Diego, apoyo a familiares de las víctimas del franquismo como en el reciente desentierro de fosas comunes en Villadangos, León), el cine social era un punto de llegada casi obligado. Se lo planteó a Pe. Y Pe dijo sí, que la escribiera. La acabaría dirigiendo.
Fue su compañera, Olga Rodríguez, la que le puso en contacto con personas de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), la que le dijo que las mujeres tenían que tener peso en esta historia porque ellas son las que, mayoritariamente, crean redes de afectos. “Olga puso las vigas de este guion”, reconoce Botto.
Y fue en una de las múltiples asambleas de afectados por la hipoteca a las que asistió donde se reencontró con aquella vecina que tuvo cuando vivía con su madre cerca de Torres Blancas, encima de la mítica sala de conciertos Rockola. Allí estaba aquella mujer, la vecina del quinto, la que regentaba aquella pastelería en la que el Botto niño soñó una y mil veces quedarse atrapado una noche para comerse todos los pasteles. Tan alta como siempre, rubia, pero con 69 años, buscando cobijo en una asamblea de la PAH cerca del Puente de Vallecas. Corría mayo de 2013, había perdido su casa, la había hipotecado para sacar adelante la pastelería, las cosas no salieron bien. Era argentina, de clase media, como la madre de Botto cuando llegó a España. Le podría haber pasado a él, a su familia.
No le resultó difícil empatizar con esas historias de buenas gentes a las que un buen día todo se les tuerce y de pronto se encuentran en una situación en la cual no saben dónde van a meter a dormir a sus hijos al día siguiente. Cuando era pequeño, en Argentina, antes de llegar a España, se mudó 14 veces de casa poco después de que desapareciera su padre, también actor, Diego, un desaparecido más de la dictadura de Videla. “Esos son los ladrillos constitutivos de quien soy: el exilio, la desaparición de mi padre, el ir de un lado a otro, la lucha de mi madre por sacarnos adelante… De ahí debe de nacer la empatía con quienes lo han pasado mal. Cuando escribo, solo pienso en lo que me interesa y lo que me conmueve, nada más. Y a posteriori me doy cuenta de que siempre me salen historias desde abajo, de gente sin cargos, ni corbatas ni poder”.
A Penélope tampoco le costó empatizar. Ella se crio en Alcobendas y en San Sebastián de los Reyes, en el extrarradio de Madrid, “en una casa chiquitita”. Sabe lo que son los esfuerzos para llegar a fin de mes, su madre regentaba una peluquería, su padre trabajó en una ferretería. No vivió el drama de un desahucio, pero esos ambientes no le resultan ajenos. “Estoy orgullosa de haber podido contar la historia de estas personas, son cosas que siguen ocurriendo. Y todavía hay niños que se siguen quedando sin casa, en la calle”.
Juan y Pe, así se llaman el uno al otro, comparten una vocación social. Conectan en su manera de acercarse a la familia, al trabajo. Sus trayectorias cinematográficas se cruzaron en 1996, cuando rodaron La Celestina, de Gerardo Vera; él era Calisto, ella, Melibea. Si se les pregunta en qué son distintos, Botto contesta que a ella le encanta vivir a las afueras de Madrid y que él es “rata de ciudad”, se mudó del centro de Madrid hace un año y no lo lleva demasiado bien. Cruz, por su parte, cuenta entre risas que nunca ha entendido esa manera que tiene él de cruzar por los pasos de cebra sin mirar a izquierda y derecha como todo el mundo, él mira de frente, solo vigila con el rabillo del ojo.
Se ven a menudo, hablan cada dos por tres, y más ahora, cenan con sus respectivas parejas en sus respectivas casas. “Somos íntimos amigos”, afirma la actriz. “Yo le puedo contar a Juan cualquier cosa de mi vida, que ni se asusta, ni yo me voy a ir preocupada por si dice algo. Es como familia para mí”.
Por no destripar el argumento, no daremos detalles, pero Penélope Cruz y Juan Diego Botto se tiraron toda la película con cierto temor ante las dos noches en que se rodaría la secuencia 85, uno de los puntos culminantes, cuando sus dos personajes por fin cruzan sus trayectorias (él interpreta a un obrero de la construcción argentino): un plano de cuatro minutos y medio, duro, difícil, todo un desafío interpretativo. “Era como rodar teatro”, dice ella. “Y es uno de los días que más he disfrutado desde que empecé a trabajar cuando era casi una niña. Fue como un baile. Todos esos años de estudiar juntos, nuestra amistad, las pelis que hemos hecho juntos, todo lo que tenemos en común… Todo eso estaba ahí”.
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