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Lluís Llach va a por Lukashenko: la enésima vida de una vieja canción protesta

La detención en Bielorrusia de un músico que entonaba ‘L’estaca’ contra su presidente recuerda el poder universal que tienen las canciones protesta.

Lluís Llach va a por Lukashenko
Disidentes bielorrusos, en una protesta contra su presidente en Varsovia.Jaap Arriens (Zuma Press / Conta

Dicen que pocas cosas unen más que la música, y si uno trazara con hilos sobre un mapa los lugares en los que L’estaca, la canción protesta compuesta por Lluís Llach en 1968, ha sido entonada, dibujaría una densa tela de araña. El punto más reciente se encuentra en Bielorrusia; la voz es la de un músico callejero, Aleksei Petrin, quien se ha sumado este año a la lista de detenidos por distribuir material “extremista” contra Aleksandr Lukashenko.

“Ya sé que [la estaca] está podrida, pero es que, Siset, pesa tanto, que a veces me abandonan las fuerzas. Repíteme tu canción…”. Poco podría imaginar ese Siset que hordas de manifestantes en distintas lenguas repetirían, década tras década, la balada que Llach compuso contra el franquismo. El tal Siset —Narcís Llansa Tubau, abuelo de un amigo de infancia— inspiró a Llach a escribir: “Si yo tiro fuerte por aquí y tú tiras fuerte por allí, seguro que cae, cae, cae, y podremos liberarnos”.

En los ochenta, el polaco Jacek Kaczmarski la adoptó bajo el título Walls (muros) y la popularizó como himno contra el régimen comunista en su país. Traducida al bielorruso por Andrej Chadanowicz, se alza hoy como bandera revolucionaria contra Lukashenko. Otras versiones han recorrido también las protestas tunecinas de la Primavera Árabe y las disidencias cubana y venezolana.

Tal y como ha ocurrido con otras canciones reivindicativas —la italiana Bella ciao o la chilena El pueblo unido—, L’estaca ha cruzado alfabetos e ideas. Igor Contreras, doctor de Musicología en la Universidad Complutense de Madrid, especializado en la relación entre música y política, señala que la canción de Llach tiene dos elementos clave que la convierten en éxito internacional: es fácil de cantar y de recordar, y tiene un alto valor alegórico y literario. La letra no señala al régimen, sino la sed de libertad. “Es esta plasticidad la que hace que trascienda fronteras y tiempos, pero también ideologías”, explica Contreras. En España, L’estaca ha estado tanto en boca de Podemos, en diversos mítines, como de la Policía Nacional cuando se ha manifestado en reclamo de mejoras laborales. Llach criticó en 2002 que la Policía tomara sus letras.

La universalidad de una canción puede ser también su talón de Aquiles, pues, según Contreras, hace “que no puede protegerse de ser utilizada en cualquier contexto”. Así sucedió con la Novena sinfonía, que Beethoven ideó como canto utópico a la hermandad entre pueblos, y que, en un giro cruel, acabó siendo abanderado como himno nacional el régimen del apartheid de la República de Rodesia, antes de convertirse en Zimbabue.

Frente al grito, que es en realidad una falta de lenguaje, la nada; el canto emociona, esperanza, une. Naomi Ziv, investigadora en The Academic College de Tel Aviv del efecto psicológico de la música en movimientos sociales, explica que el ritmo y la sincronización entre personas —moverse, cantar juntas— provoca que uno se sienta parte de muchos. “La música aporta una sensación de poder. Por unos segundos eres parte de algo más grande, dejas de ser una minoría. Eres fuerte”, apunta Ziv.

En Éramos unos niños, Patti Smith, cantante de los revolucionarios setenta, escribe: “Teníamos presente la imagen de Paul Revere recorriendo los caminos a caballo exhortando a la gente a despertar (…) También nosotros tomaríamos las armas, las armas de nuestra generación, la guitarra eléctrica y el micrófono”. Mientras exista dominación, el canto, parece sugerir Smith y parece probar la detención de Petrin, no cesará de ejercer como ventrículo de protesta, fuego para el motín, temido por el poder.

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