Nostalgia roja: ‘souvenirs’ de las ruinas del comunismo
Países como Rumania, Serbia o Bosnia mantienen espacios socialistas con el objetivo de convertirlos en lugares ‘instagrameables’ en los que sentir, una vez más, el régimen del pasado

Busca una mirilla al pasado? ¿Prefiere la megalomanía o lo doméstico? ¿Conocer la cotidianidad de otra época o algunos episodios oscuros? En Rumania, la oferta es amplia. Puede visitar la mansión de Ceausescu, el palacio del Parlamento o incluso las cárceles que se utilizaron para acabar con la disidencia. Si acude a Serbia, Croacia o Bosnia, la experiencia resultará paradójica: frente a los lugares donde la guerra imprimió las peores instantáneas de finales del siglo XX, los tiempos de Tito gozarán de cierta amabilidad.
Son casos alejados, pero el resultado es parecido: la sombra del totalitarismo que vivieron aún planea sobre estas naciones del este de Europa. El comunismo sigue facturando gracias al turismo, en otra cabriola más del mercantilismo capitalista. Según afirma Katherine Verdery, antropóloga estadounidense especialista en la región y la memoria pos-socialista, solo ha habido un cambio de registro: “De ideología pasó a ser un repertorio emocional que expresa tanto pérdida como pertenencia”.
“La nostalgia no es tanto deseo de volver a ese sistema, sino un intento de dotar de sentido a la falta de estabilidad, comunidad y propósito que siguió a su caída”, escribe la experta por correo, remitiendo a su obra The Political Lives of Dead Bodies: Reburial and Postsocialist Change. Este fenómeno engloba una realidad con muchos matices. No se puede comparar el régimen rumano —donde las cifras muestran la encarcelación y el asesinato de miles de personas, las torturas en centros de detención o la vigilancia masiva de la Securitate (el servicio secreto)— con el de Tito en la desaparecida Yugoslavia.
En este conglomerado de países también se han documentado pugnas y episodios de represión, pero su ruptura con Stalin y la URSS provocó una estructura más descentralizada y de riqueza cultural. “Hay que distinguir entre distintos tipos de nostalgia y entre generaciones”, advierte el sociólogo británico Paul Stubbs, especialista en los Balcanes. “Para quienes vivieron la Yugoslavia socialista, la memoria política —el antifascismo, la autogestión o el movimiento de los No Alineados— se entrelaza con una emocional. No se trata solo de Tito, sino del recuerdo de una época que no se percibe como un desastre”. La Casa de las Flores de Belgrado, donde descansa el líder, es el corazón del Museo de Yugoslavia. El más visitado del país.
Una inmersión neoliberal en una época de control absoluto. “La gente echa de menos el ritmo de la vida colectiva, las rutinas compartidas, el espíritu de comunidad. Se añora la textura de lo ordinario: las colas, los uniformes, las amistades de barrio”, añade Ana Maria Luca, antropóloga italiana experta en migraciones. Ese anhelo se materializa hasta en bares o establecimientos decorados con iconografía soviética: “La gente no viaja solo para ver la historia, sino para sentirla”.
Pero la línea entre la memoria y el merchandising es cada vez más fina. Y la era de Instagram ha multiplicado esa estética: los edificios brutalistas, los uniformes y los emblemas de hoz y martillo han pasado de imágenes relacionadas con la autoridad a souvenirs. “El legado es una especie de máquina del tiempo visual”, concluye la investigadora, “y solo podemos volver vintage aquello que ya hemos aceptado; lo que aún duele no puede ser estético”. En ciertos países parece que sí. El comunismo ya no promete utopías, pero sigue generando ingresos.
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