Warren Ellis: “Nick Cave me dijo que me metió en su banda porque era divertido drogarse conmigo”
Durante gran parte de su carrera, con su grupo Dirty Three o acompañando a Nick Cave & The Bad Seeds, el músico australiano ha sido un escudero de lujo. Ahora presenta ‘Ellis Park’, documental sobre el santuario de animales que ha abierto en Sumatra

No es fácil definir a Warren Ellis. Es músico, de eso no hay duda, lo es desde que su padre le compró un violín en Ballarat, la pequeña ciudad australiana en la que nació hace 60 años. Pertenece a esa estirpe que nunca ha estado interesada en dar el paso adelante que distingue a las estrellas pero, para los aficionados al rock, ha estado por ahí desde principios de los noventa, cuando fundó en Melbourne Dirty Three, un intenso trío de rock instrumental, que aparece y desaparece. En 2024 publicaron Love Changes Everything, su primer álbum en estudio en 12 años. Quizás haya que explicar que en la segunda ciudad más poblada de Australia han ido creando, a partir del punk, un sonido propio. Es ruidoso, desastrado, cacofónico, oscuro y fascinante porque huye de las convenciones como del demonio. Da la impresión de que en cuanto aparece un estribillo salen corriendo en dirección contraria. Es música hecha por inadaptados que parecen vivir en una continua crisis existencial.
En cuatro décadas han surgido decenas de bandas, pero por encima de todas destaca un nombre hoy universalmente conocido: Nick Cave. “Ahora todo el mundo sabe de su carisma. Pero para cierto círculo en Australia siempre fue así. Nick era esa gran sombra que se cernía sobre todo, la música, la creatividad…, y cuando, en 1980, se mudó a Londres con su grupo de entonces, The Birthday Party, se volvió aún más grande e imponente. Tengo un amigo que jura que cuando volvieron de Inglaterra medían 30 centímetros más. Cuando conocí a Nick, a mediados de los ochenta, yo vivía en Melbourne con un traficante de heroína que vendía a toda la gente del rock and roll, gente como Johnny Thunders o Nico, que se quedó en su casa dos semanas. Un día apareció Nick con ese aire misterioso a su alrededor. Se sentó en una silla y cuando se fue no se permitía a nadie sentarse allí. Era la silla de Nick. Era increíble, tenía esa aura”, recuerda Ellis.

A mediados de los noventa, Ellis empezó a colaborar con Nick Cave. Era una actividad paralela que pasó a ser la principal cuando se convirtió en componente fijo de The Bad Seeds, la banda de Cave. Poco a poco, su papel fue ganando peso hasta que pasó a ser su mano derecha. Hoy parece su sombra, es absurdo hablar de uno sin hacerlo del otro. El 5 de diciembre publicarán un nuevo disco, Live God, que recoge actuaciones de la gira de su último álbum de estudio, Wild God. “He tocado 30 años con Nick. Todo ese tiempo le he vista viendo actuar desde un lado o detrás. Pero para hacer la mezcla del directo tuve que ver un concierto en vídeo. Por primera vez desde principios de los noventa, lo vi como el público. Y me emocioné hasta llorar. Porque sentí la emoción que me producía verlo actuar, que es muy diferente a cuando estás ahí dentro. Sigue siendo un intérprete increíble, el mejor”, dice.
Aunque Ellis se empeña en negarlo, los discos de Nick Cave sonarían distintos si él no formara parte de la ecuación. Es algo así como su director musical. Cave reconoce que, gracias a Ellis, suena más atmosférico y menos guitarrero. “Tampoco hay que darme tanta importancia. Nick no le tiene miedo a nada. Si no estuviera yo, él habría hecho otra cosa. El afortunado soy yo. Se me da bien colaborar. Trabajar con otros, sea Nick o Dirty Three, saca lo mejor de mí”, dice. “El otro día, durante la gira, tuvimos una discusión. Era sobre una canción que yo quería tocar y Nick no. Le dije: ‘Bueno, pues yo digo que sí y punto’. Él contestó: ‘Vale’. Y me crecí: ‘Ves, por eso me metiste en la banda. Porque sabes que no me gusta tomar el camino fácil y que siempre lucho hasta el final por estas cosas’. Y él respondió: ‘No, te metí porque era divertido drogarse contigo”, cuenta, y remata la historia con una sonora carcajada.
Es un soleado viernes de julio y Warren Ellis está de vacaciones. La parte americana de la gira de Nick Cave & The Bad Seeds acabó en mayo y ahora tiene unos meses para sus propios proyectos. Ha llegado puntual como un clavo a The Flask Tavern, un histórico pub de Highgate, zona noble del norte de Londres conocida por su cementerio, en el que están enterrados desde Karl Marx a George Michael. Cuando aparece queda claro que, además de músico, es un personaje. Chándal corto de Lidl, gafas de sol ochenteras, gorra de béisbol y botines blancos de tacón cubano. “¿Te gustan?, los compro aquí en Londres, pero los hacen en España”, dice orgulloso. Por si todo eso, las greñas y la barba hasta el pecho, fuera poco llamativo, lo acompañan dos espectaculares perros, pastores blancos suizos. Una hembra con un pelaje níveo y un macho cobrizo. No se separan de él. “Especialmente ella”, dice Ellis. “Lo suyo es amor incondicional. Incluso cuando hago terapia por Zoom se pone a mi lado. Hace dos años tuve un colapso. Uno de los grandes. Y su amor incondicional me ayudó a volver”, explica acariciándola.

En el precioso patio del pub pasa la tarde un amplio catálogo de vecinos de la zona. Ese tipo de gente guapa que parece educada, forrada y feliz. La utopía socialdemócrata a un paseo de Camden Town. “Ahora vivo aquí cerca, en casa de mi novia”, comenta. Ellis está saliendo con la mítica modelo estadounidense Kristen McMenamy. “¿Cuánto tiempo llevamos juntos? ¿Oficial o extraoficialmente? Extraoficialmente, tres años. Oficialmente, no estoy seguro”, dice.
Hasta hace poco, Ellis vivía en París con la música francesa Delphine Ciampi, su esposa desde 1999, y sus dos hijos. ¿Tuvo algo que ver esa ruptura con el colapso del que hablaba? “Mi vida profesional siempre fue muy buena, pero mi vida fuera, no. Tenía hijos, familia y todo eso, pero nunca supe cómo encajar en ese aspecto de la vida, así que siempre estaba trabajando para evadirme de los problemas. Y un día tuve que enfrentarme a un tsunami de mierda, tonterías y mentiras. Hace dos años fui al psiquiatra y me diagnosticaron tendencias suicidas y ansiedad. Estaba fuera de control. Me dijo que tenía que tomar antidepresivos. Fue como un reinicio”, explica. Habla de forma pausada, pero su sinceridad es tan torrencial que apabulla.

“Hace 25 años que no bebo”, le contesta al camarero que le ofrece una pinta y pide un agua con gas y una rodaja de limón. Ellis, como Nick Cave, vivió dos décadas de adicción. A la heroína, al alcohol, a lo que hubiera. Eran dos salvajes, hasta que dejaron de serlo. “Tuve una epifanía, si quieres llamarlo así, cuando vi morir a mucha gente. Primero mi muy querido amigo Dave McComb, de The Triffids. Yo había estado hablando con él hacía nada, completamente borracho, tirado en un sofá en casa de mi hermano pequeño. Murió y ni siquiera pude ir al funeral. Luego el bajista de otra banda en la que tocaba tuvo un bebé, volvió a casa, pasó algo y tuvo una sobredosis. Yo estaba tratando de encontrarme una vena con un clip, rascándome el brazo. Ni siquiera sabía quién era en ese momento y mi hermano entró, me dio un puñetazo y me dijo: ‘Eres un puto imbécil, Andrew murió hace una semana, y mírate’. En ese momento yo acababa de conocer a mi novia, que después se convirtió en mi esposa. Yo estaba en ese sofá, despertando, bebiendo media botella de whisky, desmayándome, despertando otra vez, bebiendo la otra mitad, desmayándome, yendo al bar, bebiendo más, desmayándome de nuevo, me meaba encima… Era un desastre. Y mi hermano me dijo: ‘¿Cuál es tu maldito problema?’. ‘No lo sé’, contesté. Subí a un avión y decidí que si llegaba vivo a París, dejaría todo. Iba puesto de heroína y alcohol. Aterrizamos, de algún modo llegué a casa, desperté, y eso fue todo. Simplemente paré, así, de golpe. Estuve metido en la cama seis semanas. El alcohol fue lo más difícil de desintoxicar. Probablemente fue peligroso hacerlo sin supervisión, por la cantidad y la frecuencia con que bebía. Pero no volví a consumir. Luego tuve hijos y me prometí a mí mismo que nunca dejaría que me vieran como era antes, borracho o drogado”.


Todo esto pasó en 1999, Ellis tenía 35 años. Meses después, Nick Cave consiguió que uno de sus grandes referentes, la mítica pianista, compositora, activista y rebelde de las de verdad Nina Simone se prestara a actuar en un festival que comisariaba en Londres. Simone tenía 67 años y estaba muy mal de salud. Aquella fue la penúltima vez que tocó ante un público. “El concierto de Nina Simone fue algo… indescriptible”, recuerda Ellis. “Para nosotros era una figura divina, pero todo parecía estar en su contra. Cuando salió apenas podía caminar. Parecía que iba a ser imposible que tocase. Y ella, simplemente, lo hizo. Veías cómo la música la poseía y la llenaba de una energía que no tenía. Me quedé tan impresionado…”, dice. Cuentan que cuando Simone abandonó la sala, con el público todavía en shock por lo que habían visto, Ellis subió al escenario como un poseso, cogió de debajo del piano un chicle masticado que la diva había pegado antes de empezar a tocar, lo envolvió cuidadosamente en la toalla en la que Simone se había secado el sudor y lo guardó en una bolsa de plástico. “Yo qué sé por qué lo hice. Fue el impulso de salvar algo que me pareció único y que se iba a perder. Pero cuando llegué a casa no sabía qué hacer con él. Con el tiempo se convirtió en un tótem, sentía que me protegía. Pero era una superstición privada. Nunca pensé que nadie pudiera estar interesado en ello”.
No podía estar más equivocado. En 2019, exactamente 20 años después, la biblioteca nacional de Dinamarca preparaba The Nick Cave Exhibition: Stranger Than Kindness. La idea era reunir en ocho grandes instalaciones centenares de objetos que conformaran una visión del viaje creativo y el universo de Nick Cave. El cantante escribió a Ellis para ver si tenía algo que quisiese incluir. “Tengo el chicle de Nina Simone”, le contestó. “¡Lo quiero!”, respondió Cave. “Aquello fue evolucionando. De alguna forma, el chicle ganó importancia. De repente todo el mundo se comportaba como si fuera sagrado. Terminó siendo exhibido en una urna y se convirtió en una de las piezas centrales de la muestra”, recuerda Ellis.
El proceso en el que aquel objeto sin ningún valor se ha convertido en una reliquia con un precio incalculable lo narró en un libro autobiográfico, El chicle de Nina Simone, que ha vendido 100.000 copias y ha sido traducido a 10 idiomas. “Ahora mismo el chicle está en mi casa. Es difícil saber cuánto vale. Cualquier objeto que se exhibe en público necesita ser asegurado. La primera vez fue por 1.000 dólares, después fueron 100.000 y sigue subiendo. Sobre todo después de la publicación del libro. Si saliera a subasta podría ser una locura. Ha adquirido peso, es el recuerdo de una noche que ahora ha alcanzado dimensiones míticas”, dice.
Quizás una de las claves es que nunca ha querido rentabilizar el chicle. Lleva, a modo de colgante, una reproducción en oro blanco. Si hubiera hecho centenares de copias, las hubiera vendido con facilidad. Pero no lo hizo. Prefirió encargar un puñado de réplicas en plata que ha ido repartiendo entre amigos y familia. “Nunca se me ocurrió comercializarlo. Es tan simple como eso. Te contaré algo: también guardo una colilla de Marianne Faithfull. Si junto el ADN de las dos podría crear una supermujer”.
El chicle le ha llevado por extraños caminos. Por ejemplo, está en el origen de uno de sus últimos proyectos, Ellis Park, un documental dirigido por Justin Kurzel, estrenado este otoño y que en España está disponible en Filmin. Pero para llegar a ese punto hay que dar un paso atrás, a la pandemia, cuando Ellis oyó hablar por primera vez de Femke den Haas, una activista que se dedica en Sumatra a rescatar animales víctimas de trata ilegal. “Llevaba tiempo queriendo hacer algo porque la música me ha dado mucho, estaba en una posición en la que ganaba dinero y quería devolver algo al mundo. Pero no sabía cómo ni dónde canalizarlo. Entonces, una amiga me habló de Femke. ‘Ya verás, conectarás enseguida’, me dijo. La conocí por Zoom. No hizo falta más, supe enseguida que era auténtica”.

Den Haas se había ganado una reputación y la llamaban cada vez que la policía de Sumatra encontraba un cargamento, pero no tenía un lugar donde cuidar a esos animales, muchos de los cuales están moribundos o nunca podrán volver a vivir en libertad. “Y así fue como abrí un santuario de animales en Sumatra, donde nunca había estado. Todo se hizo por WhatsApp y redes sociales. Lo lancé, recaudamos 100.000 euros y construimos la infraestructura con una escuela, un hospital y recintos, porque todos son animales que no pueden ser liberados en la naturaleza”.
Esta historia fue la que le contó a Justin Kurzel, y el director de cine le propuso convertir su primera visita al parque en un documental. Y aquí vuelve el chicle: “Al principio, mi idea era hacer una escultura de mármol rosa del chicle de tres metros y llevarla al parque por un río, subirla a una colina y dejarla allí”.
—¿Todo esto no suena un poco a la película Fitzcarraldo?
—La verdad es que era una idea un poco dantesca, lo reconozco. Fue Nick quien me dijo: “Esta es solo mi opinión, pero tu libro es tan hermoso porque trata de una cosa diminuta e insignificante. Piensa si hacerlo tan grande no resulta un poco grotesco”. Me di cuenta de que tenía razón, era algo obsceno.
El documental se convirtió entonces en un viaje desde sus orígenes hasta el parque. Un trayecto íntimo en el que se enfrenta a muchos de sus demonios. “Quería que fuera una película solo sobre el parque. No sentía la necesidad de hablar de mi vida, soy muy reservado con mi vida fuera de la música. No despierto curiosidad en la prensa. No escribo letras, hago música, a la gente le gusta o no. Si les gusta, genial, y si no, también. No me molesta. Pero Justin me dijo: ‘Tenemos que asumir que la mayoría de la gente no sabe quién eres, así que tienes que darles un poco de contexto’. Dijo que teníamos que empezar por mi infancia en Ballarat. Y para mí eso era problemático. Mi padre tenía cáncer. Mi madre, demencia. Pero mientras rodamos, todo fue íntimo y muy muy delicado. Al final de esa semana de rodaje, mi madre ingresó en una residencia y todavía sigue allí. A mi padre le operaron y yo me quedé después de la gira y le cuidé durante un mes. Murió a finales de ese año”.

Hoy ve la vida como una reacción en cadena: la música, su amistad con Nick Cave, el chicle, el libro, el parque, el documental… Todo está encadenado y ha hecho que pase de ser un egoísta a alguien con los ojos abiertos. No aspira a más. Se ha reconciliado consigo mismo. “Han sido años intensos”, dice, y acaricia a la perra, que ha estado todo el tiempo a sus pies y, de repente, se ha incorporado mirándole, uno juraría que con cierta preocupación. “El parque me abrió el corazón a algo que nunca hubiera imaginado. No esperaba obtener nada a cambio, solo quería hacerlo. Creo que todos aprendemos en algún momento que dar tiene grandes repercusiones. Cuando te acercas al mundo de una manera abierta, se produce un efecto dominó. Yo he sido negativo gran parte de mi vida, joder. Todavía puedo serlo, pero intento no ser tan crítico con lo humano. Ser más respetuoso, aunque creo que a veces puedo ser bastante cruel. Pero no me siento tan cruel como antes. En cierto modo, la crueldad me ha abandonado”.
Cuando acaba de hablar, la perra coloca el morro entre sus piernas. “¿Qué pasa, mi amor? Ya es hora de volver a casa, ¿verdad?”, le dice Ellis. Han pasado casi tres horas desde que apareció en el pub, pero da la impresión de que, si fuera por él, podría estar aquí toda la noche, bebiendo aguas con gas y charlando. Pero los perros ya están camino de la calle. Sí, es hora de volver a casa.
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