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Nick Cave: “No sé dónde estaría si mi hijo no hubiera muerto. El dolor te convierte en persona. Antes estaba a medio hacer”

El cantante australiano ha perdido a dos hijos y a muchos amigos y familiares en los últimos años. Pero ha salido reforzado de ese bache. Lo expresa en un disco lleno de esperanza, ‘Wild God’

Nick Cave fotografiado el 9 de julio en Londres en exclusiva para ICON.
Nick Cave fotografiado el 9 de julio en Londres en exclusiva para ICON.Quentin de Briey

Impresiona estar frente a Nick Cave: el australiano salvaje, el más fiero de los punks, el yonqui renacido, el crooner que salió del infierno, el hombre que se come crudos a los periodistas. “¿Eso cuentan de mí? Bueno, está bien saberlo”, dice el músico (Australia, 1957), con una media sonrisa. A ver, lo primero que se lee en su libro Fe, esperanza y carnicería es que detesta las entrevistas. Cave vuelve a sonreír: “Ahora me gustan, porque disfruto de una buena conversación. Mi problema era esa terrible situación en la que me sentaba con un periodista de rock y sabía de qué íbamos a hablar: el nuevo disco o la próxima gira. Él se aburría y yo también”, explica, untando mantequilla delicadamente en su croissant. Desayunamos en un lujoso hotel de Londres un lunes de verano, justo después de la victoria laborista en las elecciones legislativas. Vive en Inglaterra desde hace décadas. ¿Le interesa la política? “Mucho, o al menos lo que sucede en el escenario internacional. Pero desde un punto de vista relativamente neutral, diría yo. A la gente no le gusta, pero soy así. Ni siquiera llega a ser una postura política. Puede que sea un terrible fracaso moral, pero no tengo verdaderas convicciones en ese sentido”, responde.

Aparenta, como mínimo, diez años menos de los 67 que cumplirá este mes. Bronceado, alto, delgado, los ojos increíblemente azules y el pelo teñido de negro cuidadosamente peinado hacia atrás. Viste uno de los trajes a medida que le hace su amiga, la diseñadora Bella Freud, y lleva alianza, reloj y camisa planchada. Es como una versión inquietante del perfecto caballero inglés.

El 31 de agosto publicó Wild God, el disco de estudio número 18 con su grupo, The Bad Seeds. Es un acontecimiento, como hace mucho que todos lo son. Este año se cumplen 40 desde la primera vez que Nick Cave firmó un álbum con su nombre. Antes era el líder de The Birthday Party, el grupo con el que se labró una terrible reputación de kamikaze; podría haber sucumbido a sus vicios, pero detrás de esa máscara se escondía una férrea determinación: mientas las estrellas de su generación se volvían intrascendentes, él crecía paso a paso. En los ochenta, dándole la vuelta al concepto de crooner, se convirtió en un músico de culto: Cave adoraba a Elvis Presley y era una versión retorcida y perversa de los cantantes románticos con voz de barítono de los años sesenta. Más que a Sinatra, recordaba a un Dean Martin poseído. Nada se le resistía. Su personalidad era tal que era capaz de grabar versiones de country clásico, un género entonces despreciado y redimirlo para el público punk. En los noventa, con el apogeo del rock alternativo, pasó a ser una estrella. Es su década gloriosa, la de canciones como Stagger Lee, Do You Love Me, Where The Wild Roses Grow (un inesperado dueto con Kylie Minogue), Into My Arms o Red Right Hand, el tema con el que le han descubierto las nuevas generaciones gracias a la serie Peaky Blinders.

Nick Cave viste uno de los trajes a medida que le diseña su amiga Bella Freud.
Nick Cave viste uno de los trajes a medida que le diseña su amiga Bella Freud.Quentin de Briey

Porque Nick Cave sigue en la cima. Si fue inesperado que la alcanzara, resulta admirable que nunca haya descendido. Hoy, es un orgullo nacional australiano, un músico mundialmente conocido y un fenómeno pop: pone su firma en libros, discos o bandas sonoras. Y todo lo que toca se vende, ya sean las entradas para su gira (el 24 de octubre actúa en el Palau Sant Jordi de Barcelona, el 25, en el WiZink Center de Madrid) o las cerámicas que creó en pandemia. Diecisiete figuritas hechas y pintadas por él mismo, que cuentan la vida del diablo al estilo de las de Staffordshire de la época victoriana. “No pensaba venderlas, pero a Xavier Hufkens, el famoso marchante belga, le encantaron. Se convirtió en mi agente y se las compran a precios altísimos. No me quejo”, dice con satisfacción.

Atrás quedaron los años salvajes. Sobre el escenario, Cave era una bestia con mirada de asesino y su público le admiraba porque nada parecía importarle demasiado. Cultivaba una imagen de rockero arisco, impulsivo, siempre a punto de saltar. Uno de esos tíos a los que es mejor no dar la espalda.

—Hace poco dijo que de joven era “un egocéntrico con baja autoestima y una enorme pulsión sexual”.

—Es cierto, era así. Y me encantaba serlo. Lo único que me importaba era pasarlo bien. Además tenía el impulso de hacer algo importante. Creía en mí mismo de una forma desmedida, a pesar de que en aquellos días no había nada que sugiriera que en mí había algo valioso que ofrecer al mundo. Pero he cambiado.

“La heroína te da una existencia más ordenada. Yo diría que es más conservadora. El conservador anhela sistemas, orden y ese tipo de cosas. Creo que soy esencialmente ese tipo de persona”

El Nick Cave que tengo delante nació el 14 de julio de 2015. Ese día, su hijo Arthur, de 15 años, uno de los gemelos que tuvo con su mujer, la diseñadora Susie Cave, murió tras caer por un acantilado en Brighton, donde vivía toda la familia. Aquel golpe desencadenó una profunda transformación. “No sé dónde estaría si Arthur no hubiera muerto. Lo digo con mucha cautela, pero creo que es el dolor lo que de verdad te convierte en persona. Antes estaba a medio hacer. Antes de que Arthur muriera yo era muy distinto, ahora lo veo claramente. Entonces, la vida era algo que pasaba. En realidad, ni siquiera le prestaba mucha atención. Pero el valor de la vida, una vez empezamos a superar la muerte de Arthur, cambió. Ahora veo el mundo como algo sistémicamente hermoso, y a las personas como criaturas extraordinarias, resistentes y vulnerables. Mi relación con el universo ha cambiado por completo porque Arthur murió. Reconozco que si pudiera hacer algún tipo de acuerdo cósmico y volver a mi vida anterior, lo haría, pero desafortunadamente ese tipo de acuerdos no son posibles”.

Desde entonces la muerte no ha dejado de rondarle. En 2022, Jethro, el mayor de sus cuatro hijos, fue encontrado sin vida en Melbourne. Tenía 31 años, era modelo y sufría esquizofrenia. No habla de él porque así se lo ha pedido su madre, la exmodelo Beau Lazenby. Padre e hijo no se conocieron hasta que este último tenía siete años: cuando nació, Cave vivía en São Paulo con su pareja de entonces y su hijo Luke, un mes más joven que Jethro. También ha perdido a amigos como Mark E. Smith, de The Fall, o Shane McGowan, de The Pogues, en cuyo funeral tocó. Y a dos de las personas más importantes de su vida: su madre, a quien siempre recurrió en sus momentos más oscuros, y Anita Lane, su primera novia, la inspiradora, y es posible que la creadora, del joven Nick Cave. A Lane dedica una canción preciosa en el nuevo disco: O Wow O Wow (How Wonderful She Is). “Anita era un ser humano extraordinariamente talentoso. Cuando el punk rock llegó a Melbourne hizo que un grupo de personas nos encontráramos y Anita era, con diferencia, a los ojos de todos, la más brillante y la más inteligente, mucho más que el resto. Trabajó muchísimo, pero era distinta a mí, no tenía la necesidad de mostrárselo al mundo. Ella decía que las mejores ideas son aquellas que nadie ve. Yo me desesperaba, pensaba que era un despilfarro terrible de su talento. Ya no lo creo”.

Nick Cave toma notas con pluma Montblanc y actitud de 'rockstar' tranquilo.
Nick Cave toma notas con pluma Montblanc y actitud de 'rockstar' tranquilo. Quentin de Briey

Desde 2015 todos los trabajos de Nick Cave, –y eso incluye The Red Hand Files, la web que abrió para contestar a sus fans y en la que ha recibido 100.000 preguntas–, hablan de muerte, dolor, luto, culpa y ahora, por fin, de esperanza. Wild God es el cuarto álbum de estudio que publica desde la muerte de Arthur. El anterior, Carnage, lo hizo a medias con su mano derecha, Warren Ellis. Los otros tres los grabó con The Bad Seeds, su banda, y parecen formar una trilogía, la trilogía de Arthur, que empieza en 2016 con el frío y hueco Skeleton Tree, un disco casi zombi; sigue en 2019 con Ghosteen, un bellísimo intento de invocar al espíritu de su hijo muerto, y concluye en este Wild God, un álbum exuberante, grandioso, lírico, lleno de coros casi religiosos. Una oda a la vida. El disco de alguien que intenta empezar de nuevo. “En parte tienes razón, pero no estaba planeado”, afirma. “Cuando grabamos no tenemos control sobre el resultado. Reconozco que Skeleton Tree está vacío. No es que no tenga buenas canciones, pero falta algo fundamental ahí. Cuando hice Ghosteen había enloquecido de pena. Pero veo Wild God como un disco alegre. La sola idea de Nick Cave grabando un disco alegre es bastante difícil de creer, ¿no te parece? Ha sido un viaje largo y radical, pero siento que he llegado a mi destino sin comprometer la autenticidad. ¿Tiene sentido lo que digo?”.

“Me temo que soy un creyente para los ateos y un ateo para los creyentes. La religión es para mí una estructura y un sistema. Lo veo muy parecido a mis hábitos de trabajo, que están muy estructurados pero dentro suceden todo tipo de cosas. Me sujetan, pero también alientan mi imaginación”

Lo tiene. Desde el principio Nick Cave fue de todo menos alegre. Ha sido sucio, furioso, ruidoso y cínico. Un mal bicho, carismático y sexual. Y un yonqui. Probó la heroína en Melbourne en 1980, meses antes de mudarse a Londres: tenía 22 años y no la dejaría definitivamente hasta bien entrados los 40. “En cierta medida, la heroína, aparte de la maravillosa sensación que da al principio, es una especie de extraño dispositivo que aporta orden a tu existencia. Parte de la tragedia humana está en saber qué hacer con tu vida. Mucha gente no sabe cómo vivirla. Pero un adicto a la heroína no tiene ese problema: un yonqui se despierta por la mañana y la única opción es meterse, de lo contrario el mundo entero se sumiría en el caos. Tiene que ir a por la dosis. Y necesita hacer eso dos veces al día. En cierto modo, es una forma de orden. Por eso, cuando lo deja, la vida de un drogadicto se convierte en un infierno. Está eliminando ese orden. Eso era lo que a mí me gustaba. Cuando consumía otras drogas no era lo mismo. Cuando vivía en Brasil no tenían heroína, sólo cocaína, que es una droga caótica y desagradable. La odio, joder. La tomaba todo el tiempo, pero es una droga terrible. El alcohol también es una droga caótica. En cuanto te emborrachas no sabes lo que va a pasar. Lo terrible de ser alcohólico, que también lo fui, es que no importa lo que hicieras la noche anterior. Podrías haber saltado a un lago y salvado a un bebé que se estaba ahogando. Pero te despiertas por la mañana sintiéndote culpable. Es algo terrible. La heroína te da una existencia más ordenada. Yo diría que es más conservadora. El conservador anhela sistemas, orden y ese tipo de cosas. Creo que soy esencialmente ese tipo de persona. Por cierto, cuando hablo de drogas de esa manera no las estoy promocionando... Tuve unos años muy buenos consumiéndolas, pero también perdí mucho tiempo. Y hubo situaciones terribles”.

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Quentin de Briey

—Sorprende que se defina como conservador.

—No me refiero a conservador desde un punto de vista político. Es más bien un rasgo de mi temperamento. Supongo que soy lo que llaman un conservador con ce minúscula. Alguien con una comprensión fundamental de la naturaleza de la pérdida que entiende que es mucho más fácil derribar algo que reconstruirlo. Creo que la configuración predeterminada de mucha gente es derribarlo todo. Pensar que el sistema no funciona y que hay que destruirlo. Yo no lo veo así. Creo que hay grandes problemas en el mundo que debemos abordar con cautela. Digamos que no tengo un temperamento naturalmente radical.

Sus últimos trabajos desprendían algo de este temperamento. Se ve, por ejemplo, en cómo ha cambiado su relación con Dios. Cave siempre ha usado la imaginería del cristianismo. En sus canciones hay citas del Evangelio, demonios, mártires, fuego celestial... Pero, más que creyente, parecía fascinado con el folclore bíblico y, en la eterna batalla entre el bien y el mal, él parecía estar de parte del ángel caído. Era la versión rock del siniestro predicador de La noche del cazador. Sí, en sus canciones rezaba, pero eran retadoras oraciones a un dios furibundo. A partir de la muerte de Arthur eso cambia. El músico necesita respuestas y formula sus dudas con algo que nunca había mostrado: humildad.

“Que me aprovecho del talento de otros es un relato popular entre algunos en Australia. La mayoría de ellos no son artistas, así que no tienen ni idea de lo que significa serlo. Ser un artista, en mi opinión, es colaborar e intercambiar ideas, y eso es lo que yo hago”

Criado como anglicano en un hogar no practicante, no le interesa la espiritualidad –algo que considera difuso y genérico–, sino la religión. Él ve muy clara la diferencia: “La religión es espiritualidad con rigor. Y no cualquier religión”, corrige. “El cristianismo”. El problema es que sus letras, que antes contaban historias, ahora son más abstractas y, por ejemplo, no queda claro quién o qué es ese Dios Salvaje que da título a su nuevo disco. “Para mí... Ni siquiera puedo creer que esté hablando de esto, pero para mí, el concepto de Dios no es el de un ser que está fuera del mundo, que no puede cambiar, que lo sabe todo, que mira al mundo con desprecio y que hace de nosotros una especie de marionetas danzantes. Yo creo que Dios está incrustado en el mundo y en sus creaciones, los seres humanos. Eso significa que no es estático, que es un proyecto en marcha que crece con nosotros”, explica. “Yo creo que Dios sufre y mi personaje de Wild God es un ser humano que también sufre, y que busca lo mismo que todos: alguien que crea en él. Me parece que anhelamos eso mucho más que algo en lo que creer. Lo que queremos los seres humanos es que alguien se siente frente a nosotros, nos mire y crea en nosotros, ¿comprendes?”.

—Entiendo la idea, pero si dice que lo que le atrae de la religión es el rigor, las normas que implica, no sé en qué culto encaja eso. ¿Es miembro de alguna congregación?

—No. Me temo que soy un creyente para los ateos y un ateo para los creyentes. Vuelvo a la idea de lo conservador. La religión es para mí una estructura y un sistema. Lo veo muy parecido a mis hábitos de trabajo, que están muy estructurados pero dentro suceden todo tipo de cosas. Me sujetan, pero también alientan mi imaginación. Así veo las iglesias. Para mí, son estructuras creadas por el hombre dedicadas a cierto tipo de liberación: allí te puedes entregar a la tristeza absoluta o a la alegría absoluta. Puedes dar rienda suelta a sentimientos que no tenemos manera de expresar adecuadamente en la sociedad secular. Hay cosas que siento en una iglesia que no tengo forma de expresar fuera, excepto tal vez con la música. Pero estoy lleno de dudas. Lo que sé es que cuando pienso que todo es ridículo, no leo textos cristianos. Acudo a Richard Dawkins, Sam Harris o Dan Dennet, los grandes ateos militantes. Y cuando les escucho hablar sobre su sistema de creencias, no me identifico. Ese no soy yo. Puede que no sea muy buen creyente y que me asalten las dudas, pero no soy ateo. Lo sé en lo más profundo de mi ser. Yo diría que, en lugar de ser cristiano, soy un ateo no practicante. Si no soy ateo es porque afronto la vida de una manera poética y personas como Dawkins la abordan de una manera racional: yo no lo hago. Nunca lo he hecho. Si Dios existe, no lo sé. Si Jesucristo murió por nuestros pecados, tampoco. Sé que, a veces, cuando estoy en la iglesia siento un apego emocional que… En cierta forma, las cosas empiezan a tener sentido para mí. Mi naturaleza religiosa es una lucha constante contra mi yo racional.

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Quentin de Briey

—¿Todo esto es posterior a la muerte de Arthur?

—No. La religión me ha acompañado hasta en mis momentos más caóticos. Cuando vivía en Berlín no iba mucho a la iglesia por el idioma, pero leía mucho la Biblia.

Berlín es el lugar donde Nick Cave se convirtió en solista junto a The Bad Seeds, su grupo desde entonces. Llegó de rebote. En 1980, The Boys Next Door, la banda australiana que lidera, decide probar suerte en Londres. En el avión se cambian de nombre y cuando aterrizan son The Birthday Party. Pero la experiencia es desastrosa. La crítica reconoce el valor de su furioso post punk gótico, pero no el público. Son demasiado extremos: una panda de salvajes arruinados que, si hay suerte, duermen en casa de algún ligue y, si no, en el suelo de una casa okupada junto a otras diez personas. En 1982, el grupo decide mudarse a la ciudad de los inadaptados. Un lugar donde la heroína es abundante, los pisos baratos y se vive como si cada día fuera el último: Berlín occidental antes de la caída del muro. “Fue un absoluto privilegio estar allí en aquel momento”, cuenta hoy Cave. “Era una especie de belle époque, pero más oscura y clandestina. Todo el mundo era artista de algún tipo. Compartíamos ideas. Bebíamos en los mismos bares, sin parar. Y todo, alimentado con anfetaminas muy fuertes. Fue extraordinario. Caótico, pero creativo”.

Dos años después de la mudanza, se disolvió The Birthday Party. O más bien lo hizo la alianza creativa entre Nick Cave y el otro compositor, Rowland S. Howard. Es un terreno pantanoso: Cave es más cantante y letrista que músico, siempre ha necesitado una contraparte y se le ha acusado de vampirizar a sus socios creativos para después abandonarlos. Howard no encajaba con sus planes y cuentan que cuando le comunicó que estaba fuera del grupo, se quedó devastado, incapaz de entender el por qué. “Que me aprovecho del talento de otros es un relato popular entre algunos en Australia. La mayoría de ellos no son artistas, así que no tienen ni idea de lo que significa serlo. Ser un artista, en mi opinión, es colaborar e intercambiar ideas, y eso es lo que yo hago. No solo no me parece que sea malo: una de las cosas de las que estoy más orgulloso en mi carrera es de haber tenido relaciones largas y muy creativas que han durado años y nos han beneficiado mutuamente. En el caso de Rowland, no tiene sentido decir que robé sus ideas. ¿Qué ideas? La gran diferencia entre nosotros era que yo no tengo una personalidad depresiva. No he estado deprimido ni un solo día en toda mi vida. Y Rowland sí la tenía. Era un ser extraordinariamente sensible y fácil de herir”.

“No soy una persona particularmente resistente. Puede que lo parezca, pero me da miedo ser devorado por la tragedia”

Cave sustituyó a Rowland por el alemán Blixa Bargeld, cuya guitarra imprevisible le dio al grupo el punto ácrata que le hizo destacar, hasta que se largó de un portazo en 2003. Ocupó su lugar Mick Harvey, el último de los músicos que llevaban con él desde Melbourne, y el sonido de la banda viró a un rock más clásico. Se fue en 2009, también muy enfadado, y desde entonces y hasta ahora el partenaire de Nick Cave es otro australiano, el multinstrumentista Warren Ellis. “Con Warren todo cambió. Cuando Mick se fue se llevó su guitarra, y nos alegramos de deshacernos de ese instrumento. Nos aburría porque todo lo convertía en rock. Ya había hecho muchos discos así y eso nos empujó en una dirección más abstracta, más atmosférica. Pero creo que, aunque la guitarra no haya regresado, en Wild God están The Bad Seeds. Tiene una energía que me lleva a lo que fuimos, sin tener que repetir cosas del pasado”.

Su sintonía con Ellis es tan profunda que hubo un tiempo en que parecía no necesitar al resto de The Bad Seeds. Él mismo reconoce que les había apartado en sus anteriores discos –”Lo intentamos, pero simplemente no funcionaba. Cada vez que sonaba la batería se perdía algo”, recuerda-. Quizás, antes de 2015, hubiera tomado una decisión drástica, pero el Nick Cave de hoy es otro: fue abuelo hace pocos meses y cada mañana se baña en agua helada (“acabo de volver de Islandia y allí el Atlántico está frío de verdad. Saltar a ese océano nada más levantarte no es ninguna tontería”, advierte). Ha experimentado la pérdida y sus consecuencias, incluida la depresión de su mujer. “Me asustó mucho lo que le ocurrió a mi esposa. La muerte de nuestro hijo puso a prueba nuestra relación. Ha sido testada de todas las formas posibles, y hemos salido con un vínculo muy particular, construido sobre el amor y la catástrofe. Somos muy, muy cuidadosos el uno con el otro. Sabemos lo vulnerables que somos. Si discutimos, lo solucionamos rápidamente. No permitimos que haya mala sangre”, explica.

Es admirable la franqueza con la que Cave indaga en sus traumas. “Mira, no soy una persona particularmente resistente. Puede que lo parezca, pero me da miedo ser devorado por la tragedia. Hace poco, una señora llamó a mi mujer. Su hijo había muerto cinco años atrás y no sabía qué hacer, porque ella y su marido todavía no habían hablado ni una palabra sobre ello. Esa es la otra alternativa: el duelo puede ser absolutamente aniquilador del espíritu. Necesitas mirar el mundo y ser capaz de verlo como algo que se inclina hacia la bondad”.

—Sinceramente: ¿cómo se encuentra ahora?

—En general, bastante bien. Las cosas van bien. El trabajo, bien. La relación con mi esposa, bien. Mis hijos, bien. Mis amigos, bien. Y el mundo está jodido.

—Lo pregunto porque hace poco escribió que no era de esas personas que se levantan felices por la mañana.

—Bueno, estoy seguro de que hay mucha gente en el mundo que se despierta bastante peor que yo.

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