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Aquí antes había un cine

Los estertores de la sala de cine como legado cultural no tienen fin. Sucede en todo el mundo, como en Madrid, donde algunas de las más icónicas han sido sustituidas por comercios y hoteles de lujo. Lo cuenta el libro ‘Última sesión’, homenaje a un tiempo en el que el cine marcaba el ritmo de la ciudad

Libro 'Última sesión'
Estaba en mi casa, pero no me sentía
dentro de ningún sitio.
(Raymond Carver, Catedral)

Contar los propios sueños a los demás suele ser tan tedioso (para los demás) como el archiconocido comentario “aquí antes había un cine” (¿a qué persona “de ahora” le importa?). Los “sueños” y el “cine” conviven en la oscuridad, en Buñuel y en Hitchcock, pero también en Terence Hill y Bud Spencer, y en las inmediaciones del psicoanálisis. En el relato de Delmore Schwartz titulado En los sueños empiezan las responsabilidades (1938), el protagonista sueña que en el cine ponen una película sobre el noviazgo de sus propios padres y trata de impedir su propio engendramiento gritando a la pantalla (el revés perverso de Regreso al futuro). ¿Por qué al ir por la calle nos llama tanto la atención que “aquí” antes hubiera un cine? Quizá la pregunta se basta a sí misma y no precisa una respuesta que la estropee. “Un mapa de aquí, pero con nombres extranjeros”, diría Juan Mayorga. “Aquí” para mí es Madrid, y el extranjero es el pasado cercano, la eternidad roñosa a la vuelta de la esquina que evoca esta colección de fotografías callejeras de Javier Campano.

Yo no sabía que recordaba estas imágenes perfectamente. Por los pelos no estoy pasando en ese momento por delante de los carteles de Tiburón 3, Herbie, Rojos, En el estanque dorado o Fuga de Alcatraz. Caras fragmentadas de vecinos imposibles, muy parecidos a actores, asomándose a las calles del centro y del barrio que pateaba Campano. Colores de caseta de feria, pintados para resaltar sobre el gris de las fachadas y de nuestro ánimo, aquí atrapados en el blanco y negro de esa Transición a la que en su día pusieron algo de magia. El sábado por la mañana yo salía de casa e iba en autobús al centro a comprar por anticipado las entradas para la tarde, porque el infinito aún no estaba a nuestro alcance. Lo más probable es que hubiera cola, amenizada por los fotocromos del estreno o de películas por venir. Las entradas, de un papel similar al del billete de autobús (qué manía con la nostalgia), se quedaban en la cartera como un tesoro hasta la hora de traspasar esas puertas de aluminio y cristal, y luego enseñarlas al acomodador, que llevaba uniforme y linterna.

Entrar en el cine era entrar en una catedral, participar de algo importante. Era como ir en un tren nocturno: fuera de casa, y dentro a la vez, en movimiento pero estático. No es este el sitio para lamentarse de que el cine Europa ahora sea una tienda de saneamientos, o el Salamanca una de ropa barata. Todo eso ya sabemos por qué ha sido, y, si no lo queríamos, tendríamos que haber hecho algo antes de entusiasmarnos con internet. Ahora se trata de pensar en el después, en cómo salvar lo que queda de lo que nos ha tocado. Este libro de Campano podría ser como el teseracto de Interstellar; una geometría en la cuarta dimensión por la que acceder al espacio-tiempo absoluto: todos los cines que ha habido, todas las sesiones, toda la gente que ha entrado y salido de ellos, todo a la vez y al mismo tiempo mientras uno cae por un agujero negro hasta incorporarse de golpe y sudando en la cama.

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