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Redes sociales, sexo, soledad... La adolescencia hoy contada por los propios adolescentes

Los cambios sociales y tecnológicos parecen haber exacerbado los clásicos conflictos que marcan la etapa de tránsito entre la niñez y la edad adulta. Para intentar entender qué ha cambiado, hemos preguntado a una treintena de adolescentes sobre sus relaciones familiares, de pareja y amistad, qué esperan del futuro, cómo viven el sexo, manejan la soledad o afrontan las presiones de su entorno. Esto es lo que nos han contado

Adolescencia contando por adolescentes
J. A. Aunión

La vida de Amelia, de 15 años, giraba en torno al baloncesto. Por eso, cuando el día a día en su equipo se convirtió en un infierno porque una compañera “puso a todas las demás” en su contra, su mundo sufrió una tristísima sacudida de la que ahora por fin se está empezando a recuperar. La vida de Rubén, de 16, también cambió completamente cuando, tras pasar por un centro de menores, empezó a vivir hace un par de años con una prima mayor que le tiene marcado todo el día: con quién anda y por dónde, a qué dedica sus horas… Seguramente, las vidas de Rubén y Amelia tienen muy poco que ver; se podría decir casi que viven en planetas distintos. Pero los dos tienen claro, por ejemplo, que quieren seguir estudiando: uno quiere cursar una FP de mecánica, y la otra, la carrera de Ciencias de la Actividad Física y del Deporte. Y, sobre todo, los dos comparten ese nebuloso y desconcertante espacio que se llama adolescencia, y que desde hace algún tiempo parece haber exacerbado sus clásicos componentes de egocentrismo, desorientación mezclada con exceso de confianza, exploración y bailes frenéticos entre el gregarismo y la búsqueda de una identidad propia. Es como si los cambios sociales y, sobre todo, los tecnológicos hubieran girado hasta el máximo el volumen de la adolescencia.

Para intentar entender qué hay de nuevo y qué sigue, más o menos, como siempre, El País Semanal ha preguntado a 38 adolescentes —de los más variados contextos socioeconómicos y geográficos— cómo son sus relaciones de pareja, de amistad, con la familia, qué esperan del futuro, cómo viven el sexo o la soledad o cómo afrontan las presiones sociales. Para que hablaran abiertamente y para proteger su imagen, todos los testimonios son anónimos; ellos mismos han elegido sus nombres o iniciales supuestos. También les pedimos que eligieran uno o varios objetos importantes para ellos o que los definan de alguna manera, para que hicieran una foto con una polaroid que les facilitamos y escribieran debajo lo que les pareciera bien. Este es el resultado.

Serafina y todos los demás. Serafina tiene 15 años y pertenece a una familia de clase media trabajadora. Está perfectamente integrada en el instituto —“Vamos a estudiar y todo eso, claro, pero la verdad es que lo pasamos muy bien”, dice—, va sacando los cursos sin problemas y tiene muchos amigos, aunque “de verdad, de verdad, son seis”. Le gusta mucho leer —“sobre todo, libros de romance”— y también la fotografía. Dice que se lleva muy bien con sus padres, y los coloca ligeramente por delante de sus amigas, pero no mucho. Tiene móvil desde que llegó al instituto —este parece el estándar más extendido—, con unos controles que se fueron poco a poco relajando, muchas veces, por la vía de los hechos: “Cuando me pasé a iPhone, aunque mi madre encontró la manera de limitarme el TikTok, cuando [el aparato] me decía que ya había gastado las dos horas, yo le daba a un botón y podía seguir”.

Serafina admite que a veces se le va la mano: “Ayer, por ejemplo, estuve nueve horas enganchada. Pero también es que tenía poco que hacer, lo hice rápido y me puse con el móvil, pero hoy, que tengo las extraescolares, pues lo usaré menos… Es verdad que algún fin de semana sí que he notado que me pasaba, que decía: tío, es que llevo todo el día… Pero es que [miro alrededor y] está al lado mi madre, enfrente mi padre, y estamos todos con el móvil…”.

—¿Y si te lo quitaran ahora?

—A ver, podría aguantar sin móvil, lo que pasa es que ya estoy muy acostumbrada a tenerlo todo el día en la mano o en el bolsillo. Entonces, si me lo quitan, pues sería como raro… [Por la mañana] me despierto con la alarma del móvil. Me meto a Instagram para ver si hay algún mensaje y mirar las historias, a ver si es el cumpleaños de alguien. Hasta el desayuno no lo vuelvo a coger, para mirar TikTok. Hasta que no salgo de mi casa, no empiezo a contestar los mensajes. Hoy el primero se lo he mandado al niño con el que estoy ahí ahí. Un buenos días.

En el inicio y el desarrollo de las relaciones sentimentales, la tecnología es una pieza fundamental. Muchos chicos incluyen el periodo de flirteo online previo cuando se les pregunta por la duración de un noviazgo. Y, aun así, una gran parte de las relaciones de las que nos han contado son bastante cortas. Serafina está precisamente en esa fase previa: “Estamos en un punto en el que sabemos que va a pasar algo, pero todavía no ha pasado”. Cuenta que ha tenido tres o cuatro relaciones que considera serias, una de las cuales duró tres meses y terminó por las inseguridades del chico, influenciadas por lo que sus amigos le “metían en la cabeza”.

La influencia entre iguales de toda la vida parece hoy amplificada en este contexto de conexión permanente. Serafina se enrolló con un chico a los 13 años —“Fue un rollo, el chiquillo era muy bonico”— porque le apetecía, pero admite que hay cierta presión para “perder el boque”, esto es, dejar de ser un boquerón que nunca ha besado a nadie. Todos quieren saber lo que pasa en la vida de los demás. Y opinar: “A ver, es que esto va a sonar un poco mal, pero criticamos mucho. A las compañeras, a los amigos, en general. No es criticar, pero opinamos mucho de las cosas”. Y eso ¿no crea conflictos? “Bueno, hay peleas, pero son tonterías, no hay peleas gordas”.

El problema es que no todos lo viven igual. “La palabra chisme ha hecho tantísimo daño a esta generación. La gente quiere entrar en la vida de todo el mundo y, lo siento, pero algo serio no es un chisme y hace daño”, protesta Maite, de 17 años, que ha sufrido en sus carnes chismorreos que acabaron en “un poco de rechazo y acoso”, dice. “Me hacían capturas del Instagram para reírse de mí, era muy heavy”. Casi la mitad de los jóvenes españoles ha sufrido alguna agresión por medios cibernéticos y uno de cada 10 sufre ciberacoso, según un estudio de 2023 de la Universidad de las Islas Baleares. “Creo que nos falta empatía, que no le das la importancia que tiene o que te da igual. Aunque parezca que no, porque ya hemos bebido o tenido relaciones, seguimos siendo niños”, reflexiona Maite.

Los conflictos intensos y las reconciliaciones rápidas están alimentados por ese ambiente de gran hermano continuo donde los malentendidos se agigantan, abundan los infundios, incluso, con cuentas anónimas dedicadas a difundir cotilleos. “En mi antiguo colegio había una que publicaba rumores que igual no eran ciertos. Decían que uno se droga o aquel se enrolló con la prima del otro… Y eso creaba muchos conflictos”, cuenta una adolescente de 16 años que ha elegido el nombre de Chica Yeyé.

Todo parece haberse alineado para alimentar el drama inherente a esta edad. Primero, porque ellos mismos se sienten obligados a compartir su vida en redes, al alcance, si no de cualquiera, de muchos; no es raro que alguien suba un vídeo, por ejemplo, explicando a sus amigos los últimos avances de su relación. Alejandro, de 14 años, explica así por qué publica sus cosas en Instagram: “No sé… Es como lo que hace todo el mundo, es como una manera de comunicarse y así lo haces”. Esa misma experiencia comunicativa, además, los invita a interpretar su vida, a nivel más o menos consciente, con narrativas que tienen ingredientes de ficción, reality shows y creación de personajes. En fin, entre unas cosas y otras, a veces da la impresión de que estuvieran viviendo en una especie de telenovela juvenil permanente.

Alberto y la amistad. “Decidí alejarme de esos amigos porque no me gustaba mucho ese carácter suyo de, un poco, opinar de todo el mundo y meterse con la gente. A mí me gastaban bromas que no me hacían ni puñetera gracia”. Alberto tiene 15 años y se expresa con confianza y desparpajo. Tiene inquietudes políticas —“centristas”, aclara—, quiere ser abogado y aborrece el reguetón. Cuenta que el líder de sus antiguos amigos —“el cabeza del grupo, por decirlo así”— se echó una novia con la que Alberto se llevaba muy bien, así que dejaron de avisarle cuando quedaban todos y estaba ella también. “Pasó varias veces y, a la tercera, me fui con otra gente”.

Las rupturas de las amistades, en la adolescencia, pueden ser tanto o más dolorosas que las de pareja. Esto siempre fue así, pero, de nuevo, la hiperconexión puede hacerlas aún más duras. Algunos amigos, incluidos a veces los más cercanos, van y vienen a la misma velocidad que las parejas. Los distintos niveles de cercanía se reflejan en las redes sociales. En Instagram, por ejemplo, muchos mantienen varios perfiles. “Tengo tres cuentas. En la principal está todo el mundo que más o menos conozco. En la secundaria, gente más cercana, o sea, que he hablado con ella. En esta subo fotos mías, pero que no me gustan tanto para que las vea tanta gente. Y en mi tercera ya hay gente [con la] que tengo mucha confianza. Esta es para hacer el tonto, básicamente”, explica Chloe, de 16 años. Hay quien prefiere WhatsApp para comunicarse o quien ya solo lo usa para hablar con sus padres; quien solo habla por Instagram y quien lo utiliza como pasatiempo, como TikTok. Alicia, de 15 años, también tiene tres cuentas. En una tiene menos de 20 amigos, en la segunda unos 60 y en la principal, 400.

“Mucha gente acepta la solicitud porque quiere seguidores, agrandar la cuenta, y no saben ni siquiera quiénes son”, dice la Chica Yeyé. Ella lidia como puede con un miedo que está muy presente a todas las edades, pero quizá a la suya todavía más: a la soledad. “Me he metido mucho en un grupo de personas con las que yo no congenio bien, porque no tengo sus ideales ni los mismos gustos ni nada. Entonces, muchas veces no me veo con la libertad de poder opinar lo que yo quiero, porque me quedaría sola aquí [en el instituto]”, explica.

Alberto se arrepiente de algunas de las cosas que ha hecho para encajar. Como reírse con sus antiguos amigos de un chaval al que llamaban Meón. O decir a todo el mundo que él había dejado a su novia cuando en realidad había cortado ella. “No me llegué a liar ni nada de eso, aunque sentía la obligación de hacerlo, porque todo el mundo lo había hecho, porque mis amigos me decían: ‘Venga, hombre, que si no se va a ir”.

Alberto llegó un poco más tarde que sus compañeros al WhatsApp y al Instagram, lo que le costó perderse más de un plan y no estar al día de quién andaba con quién, lamenta. Asegura que ahora no se ve tan dependiente del móvil como otros compañeros, que ha aprendido a usarlo con cabeza: “Cuando me creé el Instagram, sentía esa inseguridad de tener pocos amigos, pero me he dado cuenta de que no hace falta y he quitado a mucha gente que no conozco”. Sin embargo, admite cierta ansiedad en ocasiones: “A veces, cuando estoy en mitad de alguna conversación importante, y me dice mi madre: ‘Oye, que ya, que se acabó’, estoy como inquieto, a ver qué han dicho, siento como que tengo que saberlo ya, o antes de dormir”.

Hay quien asegura que podría estar perfectamente sin móvil y que, de hecho, por épocas apenas lo usa, pero otros muchos admiten una dependencia alta. Chloe, por ejemplo, sufrió ansiedad cuando el año pasado la castigaron dos semanas sin móvil por las notas: “Me pasaba todo el día durmiendo porque no tenía otra cosa que hacer”. Algo más de la mitad de los entrevistados parecen lidiar sin mucha supervisión con su relación con el móvil. Rosalía, de 16 años, admite: “Anoche me puse [en TikTok] a las doce y cuando me quise dar cuenta eran las tres de la madrugada”. Para el resto, el dichoso aparato es fuente continua de conflictos con su familia: por el tiempo que lo usan, las aplicaciones, las cosas que no les permiten subir…

Juana y el ancho mundo. Juana tiene 15 años y vive en un barrio muy humilde de una capital de provincia. Cuenta que tuvo un amigo —“no tengo edad para novios”— con el que se llevaba muy bien, pero lo dejaron porque él era mayor. “Hacía ya cosas que no estoy preparada para hacer”. Lo conoció a través de TikTok: “Vi un vídeo suyo y dije: mira qué guapo. Y lo empecé a seguir. Nos pusimos a hablar (…). Le dije a mi madre: ‘Estoy conociendo a un chico’… Yo no salgo sin mi madre a la calle, porque ella no me deja y porque yo no quiero. [A] la primera cita fui con mi madre y mi hermana, juntos, a ver una película”.

A Juana le encanta ayudar a todo el mundo, a los compañeros de clase, pero también a desconocidos: “A veces hago de psicóloga cuando me meto yo sola a conocer a gente en una aplicación que se llama Azar”. Habla de una aplicación que hace videollamadas, como dice su nombre, al azar, a desconocidos que pueden ser de cualquier parte del mundo. “Lo hago para ayudar a la gente, porque me lo paso bien, me siento yo bien. Hablo con ellos y después ya no vuelvo a saber nada más. Lo que pasa es que hay un chico que me dio mucha pena, porque tenía problemas con las drogas y una relación tóxica, y le di el Instagram y seguí hablando con él”. Juana sabe que este tipo de aplicaciones tienen peligros, pero no parece importarle mucho. “Es verdad que hay gente que se mete para exhibir su cuerpo, sobre todo hombres. A mí me ha pasado. Cuando te sale eso, se te borra la pantalla y te sale: ‘Denunciar, continuar con el chat o pasar al siguiente”.

Los adolescentes saben que en las redes sociales hay gente que no es quien dice ser y que, si deciden quedar con alguien que no conocen, la cosa puede acabar muy mal. Todos cuentan historias de aquella foto o ese vídeo comprometido que acabó en el móvil de todos los compañeros… Pero, muy habitualmente, hablan de ello como de cosas que le ocurren a los demás, y muchos se muestran quizá demasiado confiados en su habilidad para sortear las amenazas. “Conozco a uno que se hizo un vídeo haciéndose una paja, se lo mandó a alguien que creía que era su pareja, pero era una cuenta falsa y era un tío. Y lo rondó por el mundo entero… Pero, a ver, si eres listo eso se puede saber… Por ejemplo, por los seguidores. Si llevas cinco años en Instagram, ¿cómo puedes tener solo 50 seguidores? Eso es imposible…”, dice Pepe.

Pepe y sus dos padres. Pepe es un muchacho de 16 años muy seguro de sí mismo. Se describe como un gamberro arrepentido. “Una vez le tiré la papelera en la cabeza a un profesor… Antes la liaba mucho, era muy contestón con los maestros. Eso fue hace dos años. Fui a un psicólogo y todo, para la conducta. Y ya no me porto mal. Ahora veo que [entonces] era tonto. No sé por qué lo hacía, no me gustaba estudiar, me aburría y eso era una forma de yo reírme. Ahora he cambiado, también por mi padre, que siempre me ha dicho que hay que estudiar, que hay que ser buena gente”.

Su padre y su madre se separaron cuando él era muy pequeño y desde entonces ha tenido dos casas. “Para mí es normal. Tengo dos casas, doble regalo, dobles vacaciones… Yo lo veo como una ventaja. Mi madre ha tenido un marido, como 12 años, pero hace uno se separaron. Y eso sí me dolió, porque era como mi padre. Desde los tres años… Yo sigo hablando con él, porque aparte él me ha querido como su hijo, me ha llevado de vacaciones y todo. Vamos, como si fuera su hijo”.

Igual que con las parejas y los amigos, hay adultos que entran y salen de la foto. A lo largo de estas 38 entrevistas nos han descrito muchas relaciones cercanas, de absoluta confianza, entre padres e hijos. Pero también otras muy conflictivas. “Mi padre está preso y mi madre, hace uno o dos años que no hablo con ella”, dice Rubén, de 16 años. Después de pasar por algún centro de menores, vive ahora con una prima. Ella es muy estricta, le quiere cambiar de instituto, le controla sus entradas y salidas, el uso del móvil… Y él, en general, lo agradece: “Estoy muy bien con ella”, asegura.

Mía, de 16 años, está justo ahora en lo peor de su conflicto familiar. Después de años de pelea interminable con su hermana —“nos llevamos muy mal desde siempre, siempre me odió”—, su madre la ha echado de casa y ahora vive con su padre: “Dijo que le pegué a ella y tal, y llamó a la policía y vinieron a casa y todo eso y hubo un rollo muy grande. Y pues tenemos que ir a un juicio ahora dentro de poco”. Su novio desde hace cuatro meses está teniendo que aguantar su constante mal humor, pero está siendo muy comprensivo, asegura. Más allá de eso, Mía cuenta su última pelea: “Una niña le dijo que me dejara, que ella era mejor para él y tal. Y [aun así] a veces habla con ella y, claro, yo me enfado con él…”.

En esa especie de folletín dramático que a veces describen, los celos parecen un ingrediente fundamental, y en muchos casos están bien vistos. Se perciben, incluso, como síntoma de interés verdadero. Y no solo en las relaciones amorosas. “También de tus propios amigos: [no quieren] que vayan de fiesta con este otro o que salgan y no me lo cuenten… Tengo dos amigas que tienen las claves de las cuentas de Instagram [cada una de la otra]”, explica K, de 16 años. Aunque hay quien se resiste e incluso quien milita en contra, es muy común, según cuentan, que las parejas compartan las claves de acceso al móvil o a las redes sociales. También nos han relatado casos de chicos y chicas que se crean perfiles falsos para tentar a su pareja y ver cómo reacciona. Y, claro, a veces reaccionan mal.

Los cuernos, de hecho, son una causa muy común de ruptura y su frecuencia, según algunos, el motivo de la corta duración de muchas relaciones. “Solo tuve una relación seria y se acabó después de cuatro meses porque ella me puso los cuernos”, explica Pepe. “Me enteré porque me lo contó ella misma, como intentando defenderse, [diciendo] como que estaba borracha y así… Ella tenía 18 años. Nos enrollamos y eso, pero no, no hicimos más”.

Alina y el sexo. “Las relaciones con los chicos nunca me habían traído nada bueno. Me acostumbré a que todo era el sexo, a que me usaran para eso, a que lo único que servía yo en una relación era para eso. Hasta que conocí a ese niño y vino a demostrarme que no era así y me gustaba mucho y lo dejamos y ahora estamos volviendo a intentarlo”. Alina, de 15 años, ha tenido una vida muy difícil. Cuenta que la expareja de su madre abusó de ella cuando tenía 10 años y que ahora está en la cárcel por ello. Se queja de que tiene que cuidar “todo el tiempo” a su hermana pequeña porque su madre trabaja.

“Veo ahora que fue un error”, afirma sobre la primera vez que tuvo relaciones sexuales, a los 14. “Me sentí muy presionada porque, claro, él ya había tenido relaciones. Pero luego me enteré de que estaba a la vez con otra y me sentí fatal”. Alina cree que las parejas en su entorno duran tan poco “por lo sexual”: “Porque se basan en eso. Ellos llegan y establecen la relación hasta que consiguen la relación sexual y luego se van”. Esta no es la imagen general que nos llevamos de las 38 entrevistas. Es cierto que algunas chicas nos han hablado de amigas que sienten presión para iniciar relaciones sexuales, o que lo han hecho a los 15, a los 14 o incluso a los 13 años, y luego se han arrepentido. Pero también hay otras que describen experiencias elegidas que les han ido bien y de las que en alguna ocasión han hablado con sus padres. Muchos lo viven con naturalidad, y otras y otros han decidido esperar. Sin embargo, pone los pelos de punta el hecho de que en una muestra aleatoria como esta, de 20 chicas, dos describan de forma cruda experiencias abusivas como la sufrida por Alina. La otra le ocurrió a Rosalía, de 16 años, que vive en un barrio humilde de una ciudad grande. Lo que cuenta tiene todas las características de una agresión:

—A mí, mi primera vez no me apetecía nada, pero pasó.

—¿Te presionaron?

—Sí. Fue como que yo entré en un bloqueo y no podía hablar. Me arrepiento mucho.

Rosalía dice que lo ha sufrido y que lo sabe por otras amigas —“para ellos, muchas veces un ‘no’ es como que nada: siguen haciendo lo que les da la gana”—, así que actúa en consecuencia: “Ahora me fijo mucho en las personas con las que me relaciono”.

Numerosos estudios —entre otros, (Des)información sexual: pornografía y adolescencia, de Save the Children (2020)— advierten de que el porno es hoy la principal vía de acceso a la sexualidad, lo que fomenta actitudes machistas y violentas entre los jóvenes. Muchos de los adolescentes entrevistados rehúsan hablar de ello. Algunos cuentan que tuvieron su primer contacto a los 7 u 8 años, y otros, a los 12 o 13. Unos llegaban por casualidad, descargando la versión incorrecta de la película Del revés o juntándose en el pueblo con unos chicos mayores que andaban ya con el móvil. Otros buscaron activamente, por curiosidad. Andrés, de 16 años, dice que el año pasado hablaron en clase del tema —de “sexualidad, porno, consentimiento…”— y su conclusión es que todos los chicos ven porno o lo han visto, y la mitad de las chicas también. “Yo ya no lo veo. Me parece como ponerle los cuernos a mi pareja. Estuve viéndolo como un año, cuando tenía 12. Me subí a la parra, masturbándome como un loco. Y luego ya me di cuenta de que eso no es real”.

Pero la distorsión de la realidad no es el único peligro. Uno de los profesores de los chicos con los que hemos hablado contaba el caso de un alumno que hizo un buen destrozo económico en casa consumiendo pornografía de pago. El Plan Nacional sobre Drogas habla de “una preocupación creciente por el potencial uso problemático de internet, los medios digitales y las redes sociales, así como el papel de las nuevas tecnologías como facilitadoras del acceso a, y potenciadoras de, otras conductas adictivas como la pornografía o los juegos de azar online, especialmente entre adolescentes”.

Desde luego, son un sector de riesgo. El 41% de los adolescentes españoles dice haber tenido o cree haber tenido un problema de salud mental en el último año, según un estudio de 2024 firmado por Unicef y la Universidad de Sevilla. Algunos de los chicos y chicas con los que hemos hablado prefieren afrontar sin ayuda los momentos de tristeza o soledad, sin embargo, buena parte de ellos no duda en compartirlo con sus amigos o su familia. Y la ayuda de psicólogos sobrevuela siempre, como una posibilidad más, su vida. Alina, que ha sufrido ansiedad y depresión en el pasado, dice que ahora le gustaría volver a la psicóloga para intentar mejorar la forma en que se relaciona.

Antonia y el amor. Antonia es una chica gitana de 16 años. Hace uno, su marido, de 21, se electrocutó mientras recogía chatarra. Le afectó la movilidad en los dos brazos. Ahora parece que se va poco a poco recuperando, pero ha sido muy duro. “Yo le dije: ‘Me quedo contigo, aunque pierda este curso, vuelvo al siguiente’. Me dijo que de ninguna manera, se enfadó conmigo y todo”, relata.

Antonia quiere estudiar una FP de Jardín de Infancia —su sueño es montar su propia guardería— y no quiere saber nada por el momento de tener niños. “Me he puesto el implante ese para no quedarte embarazada, un anticonceptivo, no sé cómo se llama; es como una varita que te va soltando hormonas”. Le gusta su vida tal y como es: “Estoy enamorada y me gusta estar casada. Yo no cambiaría nada de él ni de la relación… Igual sí me arrepiento de que quizá lo he hecho todo muy rápido. Yo estaba con él, me apalabré, me pedí y ya está, hasta hoy”.

Entre visiones más prácticas y más románticas, al igual que ocurre cuando hablan de la amistad, la lealtad y la incondicionalidad parecen ser los valores más cotizados. José (16 años) dice estar enamorado: “Es una sensación rara… Me dan muchas ganas de verla, la echo de menos, le tengo mucho aprecio…”. Chloe lo describe como “dos personas que se complementan y tienen conexión”.

La Chica Yeyé aporta un poco de descreimiento: “Las películas dicen mucho esto de que miras a una persona a los ojos y ya te enamoras. Y eso no es así”. Hay quien sabe perfectamente de qué quiere huir: “Cada uno tiene que estar en su vida y no puede depender emocionalmente de la otra persona… No quiero depender de nadie”, dice Juana. Esta chica independiente, de ideas claras, demuestra también la erosión del discurso feminista: “Yo no soy feminista, no estoy a favor ni del machismo ni del feminismo; yo estoy entre medias, por la igualdad, pero la igualdad de verdad, que tenga la misma gravedad lo que haga una mujer y lo que haga un hombre”, declara.

Aunque hemos encontrado adolescentes fervientemente feministas, de nuevo, también está muy extendido un discurso como este, incluso en ambientes claramente más tendentes al progresismo. En redes sociales, en todo caso, parecen predominar los mensajes más ultraconservadores. Nacho, por ejemplo, se define políticamente de izquierdas, pero dice que en el feed de Instagram y TikTok le llegan más cosas de derechas. “Sobre todo, cosas contra Pedro Sánchez”. Lo mismo dice Alberto, que se considera de centro: “Cuando las elecciones de EEUU, me salían muchos vídeos positivos de Donald Trump, pero muchos. Son vídeos que no me gustan, no es que les dé al corazón ni nada, pero me salen. Y a mis amigos, igual. El otro día, había uno que decía que España se va a convertir en un califato dentro de unos años”.

Daniel, K y el derecho a la adolescencia. Daniel es un chico trans de 17 años que cuenta que desde muy pequeño sabía que algo no encajaba. “Cuando jugábamos a cualquier cosa, yo, si no era el hermano o el padre, prefería ser el perro antes que cualquier personaje femenino… Cuando llegué al instituto, empecé a tener redes sociales y a leer de este tema, me sentí por fin comprendido. La gente dice que las redes sociales te lavan el cerebro, pero no es así, a mí me ayudaron porque empecé a identificar las cosas que me pasaban”. Daniel empezó su transición en segundo de la ESO y no dijo nada en el instituto hasta varios meses después. No ha sido fácil, pero tampoco sufrió en ningún momento bullying: “No lo hubiera permitido. Yo no tengo problema en hablar con un profesor si pasa algo”. Por lo demás, sus dudas con respecto al sexo, sus conflictos con amigos que se alejan y se acercan, las peleas con las parejas o sus dificultades para entenderse con sus padres se parecen mucho a las de otros adolescentes que han hablado hasta aquí.

Eso no es en absoluto sorprendente, pero K, de 16 años, cree que conviene recordarlo. “Las personas trans, igual que todo el mundo, tienen una adolescencia y el hecho de ser trans no te quita de eso. Tienes el mismo derecho a tener tu adolescencia y es un aspecto de tu vida que no te tiene que restar, te tiene que sumar”. K habla con cariño sobre el proceso que también han vivido sus padres: desde la negación a la incomprensión y, finalmente, el apoyo. Vive en un pueblo pequeño, de unos 7.000 habitantes, y saca unas notas magníficas en un instituto en el que ha vivido su transición sin grandes sobresaltos. “Bueno, hubo dos chavales que dijeron dos tonterías, que me seguían llamando por mi nombre antiguo, pero fui, hablé con ellos de cara y al final no tenían ningún problema. Envueltos en la multitud, [eran] como muy valientes, pero luego cara a cara ya… En el pueblo, en general, no he tenido problema, porque, aunque la gente es muy conservadora y haya quien no lo entienda, simplemente me conocen a mí y ya está”.

Después de escuchar a todos estos adolescentes y sus historias, podría decirse que el nivel de aceptación, integración, apoyo, de popularidad (o como quiera llamarse) es clave cuando hablamos de problemas de homofobia (pero también de racismo o acoso por cualquier otro motivo), a veces casi más que el contexto social, económico o cultural. En este periplo, solo hemos escuchado un caso grave de homofobia, de un chico que al parecer tuvo que cambiarse de instituto. De cualquier modo, parece estar más aceptada —o por lo menos, les dejan más en paz— la homosexualidad femenina que la masculina.

Joot y el Google Maps. Joot es extrovertido, tiene 23 años y muchos amigos. Es un poco mayor que los otros protagonistas de esta historia, porque en la asociación que nos ayudó a contactar con él explican que es a estas edades cuando los chicos y chicas con discapacidad intelectual, como él, experimentan los procesos clásicos de la adolescencia. Joot tiene móvil desde los 18 años, y asegura que no lo usa demasiado, aunque, al rascar un poco, resulta que juega a videojuegos, ve series y películas y sube cosas a Instagram, a la cuenta pública y a la privada. Está orgulloso de haber aprendido a controlar sus enfados y de ser quien guía a todos sus amigos en sus expediciones por la ciudad con la ayuda del Google Maps.

Todas las cosas importantes que le ocurren las habla tanto con sus padres como con sus mejores amigos. Un ejemplo: “Le conté lo de mi exnovia, porque mi madre ya sabía que me iba a hacer daño. Porque me puso tres veces los cuernos. Y en la tercera me hizo daño. Llevamos tres años juntos. Y estaba jugando conmigo”. Después de aquella decepción amorosa, tuvo otra novia que le enseñó “lo que es el amor de verdad”, porque no le controlaba, “era amable y fiel”. Lo dejaron, dice con resignación, porque ella necesitaba concentrarse en la preparación de unas oposiciones. Ahora está empezando a conocer a chicas de nuevo.

—¿Qué es lo que te gusta de tener pareja?

—Pues los besos, las quedadas, las caricias...

—¿Y cómo sería tu relación ideal?

—Un amor como el de La bella y bestia o el de Blanca Nieves. Uno que no me haga daño.

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Sobre la firma

J. A. Aunión
Reportero de El País Semanal. Especializado en información educativa durante más de una década, también ha trabajado para las secciones de Local-Madrid, Reportajes, Cultura y EL PAÍS_LAB, el equipo del diario dedicado a experimentar con nuevos formatos.
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