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Collage de imágenes con José y Malak
XIMENA Y SERGIO

TODAS LAS MANOS QUE SOSTUVIERON A MALAK Y A JOSÉ

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Todas las manos que sostuvieron a Malak y a José

Son tantas las dificultades, tantos los factores que se tienen que alinear para que la igualdad de oportunidades se abra paso hasta los barrios más humildes, que el estatus social de las familias sigue siendo el mejor predictor del futuro de sus hijos. Pero, a veces, las cosas salen bien

J. A. Aunión

En el primer trimestre del curso en que José Santos se cambió al instituto público Séneca de Córdoba suspendió cinco asignaturas. Se había trasladado allí con la esperanza de alcanzar un nivel académico más alto que en el instituto de su barrio —uno de los más pobres de España, el Sector Sur—, y lograr así su objetivo de estudiar Periodismo en la Universidad. Pero después de los primeros tres meses, esos cinco suspensos —a él, que nunca había suspendido nada— le desfondaron, porque además no le estaba siendo nada fácil encajar; era el único gitano matriculado en el centro. Así que empezó a plantearse seriamente volver a su barrio tal y como, de hecho, le había recomendado su tutor al poco de llegar. Pero cuando José y sus padres fueron a hablar con Miguel Santiago, el orientador de la Fundación Secretariado Gitano que le había estado ayudando en sus estudios, este le dijo: “¿Te han quedado solo cinco? Enhorabuena, no está nada mal. ¿Tú sabes lo difícil que es lo que tú has hecho? Ya verás como el trimestre que viene te va mejor. Y a tus compañeros, dales la oportunidad de que te conozcan y vean lo buena persona que eres. Ellos se merecen conocerte y tú a ellos”. José aguantó y, efectivamente, todo acabó mejorando. Seguramente la vida de este joven periodista de 25 años sería hoy distinta si en aquel momento hubiera tomado otra decisión.

Algo parecido sucedió el día en que Manuel López, profesor de la FP de grado medio de Administración en la Fundación Tomillo de Madrid, paró un momento a una de sus alumnas, Malak Jaber Lafriakh, antes de entrar al aula: “No estás bien, vete por favor a ver a Bárbara [Muñoz García, la orientadora]”. Cuando la joven se preocupó por la clase que estaba a punto de perder, añadió: “Olvídate de eso. Ya la recuperaremos cuando sea. Ve”. En el despacho, la chica de 18 años por fin se desahogó: su padre, su referente, el hombre que un día llegó a España en patera desde Marruecos y logró sacar adelante a una familia de 12 hijos, acababa de morir. Y lo estaba pasando muy mal. La orientadora comenzó entonces un trabajo que, junto al de sus compañeros y al esfuerzo de la propia Malak, mantuvo a la muchacha en el camino. No solo se sacó aquella FP, sino después otra más. Ha trabajado en hostelería, como auxiliar de enfermería y asistente personal de una familia adinerada. Hoy tiene 29 años.

Son tantas las dificultades, tantos los factores que se tienen que alinear para que la igualdad de oportunidades se abra paso hasta los barrios más humildes, que el estatus social de las familias sigue siendo el mejor predictor del futuro de sus hijos. Ni Malak ni José proceden de los márgenes más extremos de la exclusión social, pero precisamente por eso sus historias ilustran tan bien toda la red de apoyo familiar e institucional, todas las personas que hacen falta para romper las barreras de prejuicios y de falta de expectativas, no ya para alcanzar una vida y un trabajo determinados, sino para poder tener la vida y el trabajo que elijan y no los que acepten pensando que no les queda más remedio.

Para contar su historia, les hemos pedido a los dos que nos señalen a esas personas que les ayudaron a tomar buenas decisiones y a seguir en el camino que se habían trazado.

La historia de José

“Yo vengo de una familia gitana, humilde. He crecido en el Sector Sur de Córdoba, muy pegado al polígono Guadalquivir y a los vikingos”, cuenta José Santos, de 25 años. “Allí el éxito educativo es muy bajo, muy pocos llegamos a la universidad o, incluso, a obtener el graduado básico. En el colegio de mi barrio, donde la mayoría de mis compañeros eran gitanos, estuve muy bien. Pero al llegar al instituto, vi que mis oportunidades iban bajando, el nivel educativo era menor, casi nadie tenía aspiraciones de seguir estudiando, pero yo sí”.

José ha querido hacer esta fotografía en el mercado de la Fuensanta, en Córdoba, donde cada sábado sus abuelos colocan un puesto de venta de ropa.

Posa, orgulloso de sus raíces, junto a su abuelo, José Tejada Hernández.

Y a su abuela, Antonia Flores Casado.

A su madre, Juana Tejada Flores, que trabaja como limpiadora en una clínica veterinaria.

Y su padre, Óscar Santos Ocaña, que trabaja como camarero en el centro de Córdoba.

“Siempre me han apoyado, pero no siempre supieron cómo ayudarme. A veces, les faltaban recursos, precisamente esos recursos que quieren que a ti no te falten”.

Por eso son tan importantes las instituciones y los profesionales que las conforman. Como Ana Vázquez, profesora de Inglés en el instituto público de su barrio, el San Álvaro.

En un centro como el suyo, cuenta Vázquez, es importante establecer una relación afectiva con el alumno para poder transmitir los contenidos; la desconfianza, la inseguridad y las bajas expectativas son las barreras más comunes.

Vázquez animó y ayudó a José y a otros cinco compañeros a editar una gaceta escolar. “Eran muy salados, creaban muy buen ambiente”. A todos les gustó hacer la gaceta, pero a José, además, le dio una vocación y un objetivo. Quería ser periodista.

Por eso buscó, con 13 años, otro instituto con un nivel académico más alto que le permitiera llegar a la universidad. El cambio en 3º de ESO al IES Séneca no fue fácil. Y en ese camino fue clave Miguel Santiago.

Él le atendía desde años atrás con un programa de la Fundación Secretariado Gitano que ofrece refuerzo y ayuda para progresar en la escuela; el 62,8% de los jóvenes gitanos no consigue el título de enseñanza obligatoria.

Al llegar al Séneca, Santiago hizo fuerza para que no enviaran a José al grupo de diversificación (un programa adaptado para los alumnos con dificultades) y le ayudó a superar la tormenta inicial de suspensos. También le acompañó en su primer viaje a Madrid, gracias a otra iniciativa de la fundación que le llevó de visita a la televisión y a la radio públicas.

Ya en 4º de ESO, José empezó a dar Latín con Amparo Ruedas. “Lo enseñaba con tanta pasión… Y yo de repente pasé a ser el que sacaba la mejor nota. Eso me dio mucha confianza”.

Ruedas se jubila este año después de 37 en la enseñanza pública. “Soy una profesora exigente, porque creo que mi disciplina puede ser un pilar básico para la vida, no solo en los estudios, sino para enfrentar todo tipo de problemas y saber que no se regala nada, al menos, nada que tenga valor”.

A estas alturas, la parte académica ya estaba encauzada, pero José no terminaba de encontrarse cómodo en un centro en el que era el único alumno gitano. “Al principio, notaba cierto rechazo hacia mí, por mi forma de vestir, por mi físico”.

La primera persona que le invitó a hacer algo fuera de clase fue Valle Roda Martínez. Le invitó a su cumpleaños en el verano en el que termiraron 4º de ESO. Se habían conocido durante el curso, en un viaje de intercambio a Francia.

Ese viaje, que fue como un sueño, se lo pagaron entre el instituto, el Secretariado Gitano y sus padres. Valle, que hoy prepara unas oposiciones, y José, siguen siendo amigos.

En bachillerato llegaron las becas de enseñanza posobligatoria (más cuantiosas), pero hubo que seguir haciendo esfuerzos. Su tía Ana Expósito, cuñada de su padre, le pagó durante dos años la academia de inglés.

José también quiere destacar el apoyo de su tía Cristina Tejada. “Por edad, es casi más una hermana”. Ella ha seguido los pasos de sus abuelos en el puesto del mercado.

Toda la familia volvió a apoyarle cuando se fue a estudiar Periodismo y Comunicación Audiovisual a Madrid, en la Rey Juan Carlos. “La beca no llegaba para todo...”. Esta etapa tampoco fue sencilla, pero en el camino encontró algún nuevo referente.

Como Ana Segovia Montoya, también gitana y también periodista. “José sabe de lo que habla, es tenaz, responsable, tiene criterio”. Segovia es hoy su jefa en el área de Comunicación de la Fundación Secretariado Gitano, donde José recaló tras varias experiencias más o menos precarias en distintos medios.

Ahora José vive en Madrid con su pareja, Marcos Martínez Rodríguez. “En la comunidad gitana no hay ni más ni menos homofobia que en cualquier otra parte de la sociedad. Desde luego, en mi familia lo han aceptado sin ningún problema y a Marcos lo quieren como a uno más”.

Aunque le dé reparo usar la palabra, lo cierto es que hoy seguramente es él un referente para otros. Cuando piensa en sus hermanos pequeños, simplemente aspira a ser un apoyo más en lo que sea que quieran hacer.

El mediano, Óscar, probó con la FP, pero no le gustó. Ahora es cocinero en el mismo restaurante en el que trabaja su padre.

Y el pequeño, Aarón, está en 2º de la ESO. Miguel Santiago también le está apoyando.

La historia de Malak

Malak Jaber Lafriakh tuvo claro muy pronto que el camino académico del bachillerato y la Universidad no era el suyo. Última de una prole de 12, llegó a España desde Marruecos, a un pueblo de Cuenca, a los tres años. Cuando a los seis, ya en Madrid, comenzó su escolarización, el idioma supuso una gran dificultad. Repitió segundo de primaria. Con todo, sus recuerdos del colegio, en el barrio del Puente de Vallecas, son muy felices. Fue al llegar al instituto cuando los estudios se le hicieron cuesta arriba; no podía con ellos. Y repitió también segundo de la ESO. Decidió que así no quería seguir. Pero una vecina le habló de una fundación que ofrecía unos cursos llamados PCPI con los que los chavales aprendían los rudimentos básicos de un oficio mientras seguían avanzando en las materias básicas. Eso sí, estaba en Orcasitas, a varias paradas de metro y otras pocas de cercanías. Su madre no estaba convencida. Por la lejanía (había perdido un hijo años atrás, enredado en una pelea, y se había vuelto mucho más protectora, sobre todo con las niñas), pero también porque creía que si no lo conseguía donde estaba, tampoco lo haría en un sitio nuevo. Su padre, aunque al igual que su esposa no terminaba de entender bien qué era aquello del PCPI, decidió confiar. Y acertó.

Malak posa para esta foto en la sede de Tomillo, en el distrito madrileño de Usera. Allí es donde logró encauzar sus estudios, sacarse el PCPI y matricularse en una FP de Administración.

Manuel López era uno de sus profesores. En Tomillo, cuenta, ofrecen apoyo a jóvenes vulnerables desde hace 40 años. “Lo más importante es no juzgar. Estos alumnos traen encima una pesadísima mochila de miradas de prejuicio por su origen. No puede ser que se vean derrotados con 17 años”, dice.

“Lo académico es importante, y tenemos que ser exigentes, pero el acogimiento es fundamental”. Por eso, cuando Malak repitió el primer curso del ciclo, a López no le pasaron inadvertidos los retrasos, las faltas de asistencia y el ennegrecimiento del carácter de una muchacha que siempre había sido todo alegría y positividad.

Así que un día pensó que lo mejor para Malak era parar un momento e ir a ver a la orientadora.

Bárbara Muñoz García escuchó a Malak, la consoló por la muerte de su padre y la animó a seguir. “Bárbara me contó que ella también había repetido cuando era estudiante. Y yo pensé: si ella ha podido, yo también”, recuerda Malak.

“Muchas veces, cuando trabajas con adolescentes, es duro, es frustrante, porque parece que no te están escuchando. Por eso es tan bonito cuando descubres que aquello que les dije fue importante”, dice Muñoz García.

Malak se sacó la FP de Administración, pero el mercado laboral no parecía dispuesto a premiar su título, así que probó en la hostelería, donde encontró buenas y malas experiencias.

Una de las buenas la encontró en un bar de Villa de Vallecas: “No sé como trabajarán en otros sitios, pero en este trabajábamos con el alma”. Allí conoció a Alejandra Vargas, una joven periodista venezolana reconvertida en cocinera. “Su historia me marcó mucho, porque es una chica muy preparada que tuvo que huir de su país, se recolocó y siguió estudiando”, cuenta Malak.

Eso mismo estaba haciendo Malak, mientras trabajaba en el bar, estudiaba otra FP, ahora, de Auxiliar de Enfermería. Las prácticas las hizo en la Fundación Jiménez Díaz.

Eliana Cano fue su tutora en la planta de medicina interna. Colombiana emigrada a España, Malak se vio reflejada en ella, en su forma de tratar a los pacientes, su seriedad a la hora de trabajar, pero con capacidad de guasa cuando hay ocasión. “Me hizo sentir una trabajadora más, no una alumna. Y hablaba muy bien de mí a los compañeros, a los jefes…”.

Después de las prácticas, Malak se quedó contratada como auxiliar. Y una de las enfermeras con las que coincidía era Carmen Serrano. “Al principio no nos llevábamos bien, chocábamos mucho”, confiesa Malak. “Es que tenemos un poco un carácter parecido, un humor un poco negro, somos un poco bordes diciendo las cosas”, añade Carmen.

Pero enseguida se hicieron uña y carne. “Me enseñó muchas cosas que no aprendí en las prácticas. Cada vez que me tocaba con ella, me ponía contenta. Además, me recomendó para otros trabajos fuera del hospital”, sigue Malak. Fueron años duros, los de la pandemia, pero fue feliz. Hasta que un viejo problema de espalda le apartó de la enfermería.

Tuvo que dejarlo. Pero, a estas alturas ya estaba equipada con la confianza y las herramientas necesarias para seguir adelante sin grandes aspavientos. Acordándose, tal vez, una vez más, de su padre: si él, que lo había tenido mucho más difícil, que había llegado a España en patera cuando apenas era un adolescente, había conseguido salir adelante —fue albañil, jardinero, pintor, carpintero…—, ella también podría.

Así, tras algo más de un año y medio como asistente personal de una familia adinerada, Malak lo dejó el mes pasado: “Soy muy joven para dedicarme a algo que requiere un compromiso y una disponibilidad que no dejan hueco para nada más”. Su idea es concentrarse durante unos meses en estudiar inglés y seguir su camino en el extranjero: “Estoy pensando en Suiza, Noruega, tal vez Luxemburgo…”.

José Santos, de momento, no piensa en marcharse de Madrid. Está contento en la fundación, aunque no se cierra la puerta a nada. Hace poco, estuvo en el Parlamento Europeo presentando una iniciativa de la red de jóvenes gitanos. “Yo estoy orgulloso de venir del mercado y por eso me he fotografiado aquí, en el puesto de mis abuelos. Pero ellos mismos, igual que siempre han querido que nos sintiéramos orgullosos, también han querido que progresáramos, porque esto es muy duro, el día que no vendes, no cobras…”.

Miguel Santiago, el orientador del Secretariado Gitano que siguió la progresión de José desde el principio, lleva toda la vida en el activismo en favor del pueblo gitano. Cuenta que, como parte del colectivo que tuvo más oportunidades, que pudo formarse, ha sentido siempre una cierta obligación. Después de posar para nuestra sesión de fotos, un sábado nublado en el mercado de la Fuensanta de Córdoba, cuenta las discusiones que tiene a veces con los jóvenes: “Si yo no te digo que seas una cosa o la otra. Y me parece muy bien que te quieras dedicar al mercado, pero fórmate. Primero, porque te irá mejor con el puesto y, si el día de mañana quieres por lo que sea hacer otra cosa, también te será más fácil. Es así de sencillo”.

Créditos

Diseño: Ruth Benito
Desarrollo: Carlos Muñoz

Sobre la firma

J. A. Aunión
Reportero de El País Semanal. Especializado en información educativa durante más de una década, también ha trabajado para las secciones de Local-Madrid, Reportajes, Cultura y EL PAÍS_LAB, el equipo del diario dedicado a experimentar con nuevos formatos.
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