Todo es posible
Los que tienen la Constitución en la boca todo el tiempo son los menos interesados en que se cumpla.


Lo que se aprecia al fondo es un conjunto de cápsulas semejantes a aquellas en las que se conservan los cadáveres a la espera de la autopsia. Las hemos visto en las películas y a veces en la vida. Te avisan de que papá se ha muerto en plena calle, de un infarto, y lo han llevado al depósito, donde te acercas a reconocerlo. Entras en una habitación grande y glacial, el funcionario de turno abre un cajón metálico, de acero, y ahí aparece tu progenitor con la nariz azulada por el frío. Los cajones, aquí, son de madera nórdica, pero están ordenados de modo semejante. En una de esas cápsulas duerme cada día el hombre de la foto, Luis Miranda, un profesor de FP cuyo sueldo no alcanza para pagarse un apartamento decente en la muy libre y alegre urbe de Madrid.
De modo que cada noche, cuando regresa del trabajo, él mismo se archiva dócilmente en uno de estos cajones apilados como los contenedores en el puerto. Son legales porque la libertad de mercado prevalece sobre la dignidad humana. Cuando los padres de la Constitución, en su artículo 47, escribieron aquello de que todos los españoles tenían derecho a una vivienda digna, adecuada, y bla, bla, bla, estaban fumados, porque la Constitución en gran medida es papel mojado, o letra muerta, como ustedes prefieran. Sabemos, desde Alicia en el País de las Maravillas, que lo importante no es lo que digan las palabras, lo importante es quién manda, y aquí manda el dinero, qué le vamos a hacer. Los que tienen la Constitución en la boca todo el tiempo son los menos interesados en que se cumpla. Si esto es posible, cualquier otra aberración lo es.
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