Núria Espert: “He sido valiente porque he tenido mucho miedo. De todo”
Premio Nacional de Teatro, Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, Max de Honor, Princesa de Asturias de las Artes… Con 89 años, el 5 de diciembre se subirá al escenario de los Teatros del Canal de Madrid para interpretar Todos pájaros, de Wajdi Mouawad, dirigida por Mario Gas.
Núria Espert Romero (Barcelona, 89 años) nació en el barrio obrero de Santa Eulàlia en L’Hospitalet de Llobregat. Hija de un padre tan idealista como ausente y de una madre que no sabía leer, vive frente al Palacio Real de Madrid en un piso que ha hipotecado tres veces para seguir haciendo teatro. Allí la entrevistamos. Solo este año ha sido nombrada doctora honoris causa por la Universidad de Londres y recibirá el Premio Mapfre a toda una vida. Rodeada de libros que acumula en estanterías, sobre la mesa y en los brazos de los sofás, conserva el porte de interpretar a clásicos griegos, la modernidad del teatro de vanguardia y la picardía de una niña que creció jugando en la calle.
El 30 de octubre de 1994 representaba en el María Guerrero El cerco de Leningrado. Terminó y fue al hospital a ver a su marido, Armando Moreno.
Me estaba esperando. Y murió.
En la siguiente función, subió al escenario.
Mi hija Alicia, que llevaba la gira, me preguntó si quería que lo dejáramos. Dije que el escenario era el único sitio donde sabía quién era. Hicimos una gira un poco desastrosa.
¿El teatro le ha servido para distraer los dolores de la vida?
A veces para posponerlos. Aunque cuando estás sin actuar afloran. En Mar del Plata, Armando tuvo un primer infarto. Y fue descendiendo su vitalidad… Tenía aguante, pero mala salud: no hacía ejercicio.
¿Usted ha hecho ejercicio?
No de un modo organizado, pero estudié danza clásica y flamenco. No tenía ningún talento. Pero eso me ha ayudado a actuar.
Tenía 22 años cuando fundaron la compañía Núria Espert. ¿Ambición o inocencia?
Desesperación. Se trataba de sobrevivir. Armando no tenía un céntimo. Yo, menos. Nos conocimos cuando yo doblaba a Carmen de Lirio en La pecadora y él se doblaba a sí mismo. Todavía no era director, había escrito poesía, guiones…
¿Fue un flechazo?
No fue un rapto, pero tenía ganas de volverlo a ver y le pedí que fuera a recogerme al teatro. Vino todas las noches. Luego me fui de gira y, allí donde llegábamos, el de la estación decía: “¿Una Núria?”. Siempre había carta suya. A los seis meses nos casamos. Era un guapo que no se creía guapo.
El teatro, durante el franquismo, eran comedias de tartamudos y muertos en el armario. Ustedes apostaron por la vanguardia: Las criadas, de Jean Genet.
¿A que es raro? No nos dejaron estrenar en Madrid, en Barcelona una señora nos tiró un bolso, pero… ganamos el premio en Belgrado.
¿Tener que triunfar fuera para que te reconozcan dentro es un retrato de España?
Es muy español, pero el mundo está lleno de gente con ganas y talento que no consigue reconocimiento. Para que un creador brille tiene que atravesar tantas barreras, miserias, envidias, desesperaciones… Y si es pobre —que suele ser el caso…— es difícil entender cómo se sobrevive a no ser que pienses que el talento es mejor que los filetes.
Tenían dos hijas que no comían talento. ¿Eran valientes o temerarios?
Realmente la que tenía dos niñas chiquititas era mi madre. Yo fui una señora que se las comía a besos, dormía con ellas y se iba al día siguiente. Pero cuando se tiene mucha hambre se va a por todas. Ya había trabajado en cosas mediocres buscando las 200 pesetas. Teníamos un amigo más culto que nosotros, Juan Basté, que nos pasó Las criadas porque Armando y yo sabíamos poco de teatro del siglo XX. Pero no sé si se puede ser valiente cuando no se tiene nada que perder. No hay nada más feo que decirles a los actores que no puedes pagarles la nómina. Y hemos tenido eso más que grandes éxitos. Pero… siempre he agradecido tanto que la señora Elvira Noriega no hiciera la Medea y que me tocara hacerla a mí.
Tenía 18 años.
Era la tercera del coro. Juan Germán Schroeder me llevó a un parque, se alejó y me hizo leer a gritos los monólogos. Dijo: “Va a llegar al final”. Se refería al final de la platea. Arranqué ahí.
Luego ha hecho Medea con 18, con 25, con 32,
con 48…
Y tengo que hacerla un día de estos, con 105. Ha ido envejeciendo conmigo. La he ido comprendiendo. De una mujer celosa y vengativa he pasado a verla como alguien ciegamente apasionada que asume el dolor. No la disculpo, pero la amo. Hay hogueras interiores que te van quemando hasta que no sabes ni quién eres. Los clásicos enseñan que se puede ser víctima y verdugo.
¿Eurípides dibujaba a las personas como son y Sófocles como deberían ser?
La realidad frente al ideal. Por eso lo resisten todo. Y siempre nos asisten. El mensaje de Eurípides era feminista.
Usted y Armando lo han sido. Él era el marido de Núria Espert.
No. El papel de víctima en Armando no existe. Se aprende a ser feminista, a tratar igual a las mujeres que a los hombres. Vivíamos con su madre porque no teníamos dinero para vivir solos. Y un día se le cayó un tenedor. Pensé: no debo recogerlo. No va a permitir que lo recoja su madre. Pero lo permitió. Y tomé nota. No volvió a ocurrir. Pero era protector. Le daba temor verme involucrada en los grupos antifranquistas. Era más conservador que yo.
¿Fue una figura paternal?
Sí. Me enseñó muchísimo. Había pasado por la universidad. Yo apenas por el colegio.
A Las criadas le siguió una Yerma histórica.
Porque una gran tela ocupaba todo el escenario. Estamos hechos de la miseria que Lorca retrata. Por eso es universal.
Glenda Jackson la llamó para que la dirigiera como Bernarda Alba.
Soy actriz, pero observando vas aprendiendo. Un director sube al escenario lo que es: su inteligencia o su falta de inteligencia, lo que ha aprendido o lo que lo ha cegado. Lorca habla de la negación de la inteligencia dando importancia a una fachada de armonía familiar que es falsa. Ese esfuerzo por construir lo falso, en lugar de dedicar la vida a los sentimientos de verdad. Bernarda Alba era autoritaria porque era frágil. El que grita todo el tiempo es de cristal. Los que hemos salido al mundo hemos pasado por las puertas que Lorca abrió con su vida.
Justo Espert, que era un carpintero, le hizo memorizar el Romancero gitano.
Mi padre era reivindicativo. Eso nos pasó factura porque le costaba encontrar trabajo. Mi madre vivía atada a un telar, lavaba ropa de otros. Y vendía pollos con su madre. Mi padre, que era guapo, simpático y muy popular en el barrio, no fue buen padre. Creo que se acostó con alguien y que paseó a su nueva conquista. Eso trajo dolor. Mi madre se vino a dormir conmigo. Compartían la misma casa, pero eso no es vivir juntos. Aun así… no quise saber. A veces pienso: ojalá le hubiera preguntado. También pienso que menos mal que no supe…, no sé.
¿Su padre la obligaba a memorizar poemas?
Querían que recitara en público. Solo descansaba el lunes, luego me iba poniendo nerviosa hasta que llegaba el fin de semana, que era horrible. Por eso fui una niña tímida y acomplejada.
¿Qué la acomplejaba?
Cuando empecé a coger el metro e iba al Liceo, porque daban clases de danza gratuitas, siempre estaba resfriada. Doña Marta me decía: “Suénate”. Pero no podía porque no tenía pañuelo y no quería decirlo. Me acomplejaba no estar a la altura. Con las discrepancias que había en mi casa, en lo único que estaban de acuerdo mis padres era en el teatro. Hoy pienso que hubiera sido fácil para mí mejorarle la vida a mi padre. No le tuve ningún cariño. Ni él a mí tampoco. Aquello se había desvanecido. Él no tenía nada. Y mi madre le daba de todo. Fue una heroína. Qué suerte he tenido. No solo me permitió ser, se puso como escalón para que yo pudiera llegar a ser. Mi madre me transmitió la necesidad de tener algo bonito en la vida cuando todo lo demás es horrible. Cuando empecé a trabajar en el Romea, con 14 años, por la noche no había ni metro ni autobús para volver a Santa Eulàlia y ella venía a buscarme andando. Y al día siguiente se iba a la fábrica. Jamás cogimos un taxi. No nos lo podíamos permitir.
¿Ha vuelto a sufrir necesidades económicas?
Nos hemos pasado la vida hipotecando nuestra casa. Ahora tengo una jubilación. Son los derechos por los que siempre he luchado.
Siendo tan pequeña en el teatro, ¿sufrió algún episodio de miedo o abuso?
No. Mis padres no lo temieron y a mí no me sucedió.
Su madre y usted salieron de los grandes reveses de la vida trabajando.
Sí. Ella en el telar y vendiendo pollos. Yo he estado en ese puesto del mercado, que detestaba, porque en Navidad los pobres, por pobres que sean, comen pollo. Y todos lo compraban a la señora Bienvenida que fiaba y regalaba las crestas y los pescuezos. Cuando yo era pequeña, mucha gente vivía de lo que se tira. Tuve una infancia más de calle que de casa. La yaya te daba pan con chocolate y bajabas a jugar.
La crio su abuela; y su madre, a sus hijas. ¿Ha criado a su nieta?
No. Bárbara fue la locura de Armando desde que nació. Le dio todo lo que tenía guardado, porque el carácter ya le había cambiado. La relación era buena, pero se había dado de sí con el tiempo, y Bárbara le aportó la pasión última de su vida. Igual no habíamos tenido tiempo de querer más a nuestras hijas…
¿Sus hijas les reprocharon que las descuidaran?
Dándole ese nombre, no. Núria fue una gran bailarina con Lindsay Kemp y hoy trabaja en el Teatro Real. Alicia fue delegada de Cultura y abrió teatros, como las Naves del Español en el Matadero.
¿Por qué se asocia la cultura a los partidos de izquierdas?
Es tan lógico como respirar. La cultura es atreverse a aprender de lo desconocido.
Otra de sus grandes interpretaciones lorquianas es casi contraria a Yerma: Doña Rosita la soltera.
Uno puede ver a una solterona. O quedarse con la ilusión de la espera, con la huida mental. En mi vida, el mundo mental ha sido más importante que el físico. La libertad, si hablas en serio del ser humano, apenas existe. Pero la imaginación se puede acercar a esa palabra.
Ha sido valiente.
Mucho. Porque he tenido mucho miedo. De todo, de salir de mi barrio, de actuar en Japón… Ser valiente no es no tener miedo.
Fue valiente al hablar de la depresión que atravesó.
No sé cómo llegué a ella. Iba de la cama al sofá. En Londres pasé miedo cuando monté Rigoletto, que me salió mal. Siempre he temido que la depresión volviera. Por eso cuando murió Armando me tiré de cabeza en la representación para huir de la Núria a la que se le había muerto Armando.
Lleva 30 años viuda.
Pensé que me interesaría por alguien. Me decía: Es pronto…, pero no ocurrió.
¿Actuando ha recurrido a sentimientos propios, como los celos, para interpretar a Medea?
No he sentido nunca celos. Pero de la literatura, de la vida, de la vecina de al lado, se aprende y se coge el material para hacer el personaje. Todo eso lo subo al escenario conmigo.
¿Una vida con pocos altibajos familiares es fruto de los problemas que vivió en su casa con la separación de sus padres?
Vemos la estabilidad como algo positivo, pero la estabilidad ¿qué es? Mi madre nunca tuvo a nadie tras mi padre. Mis hijas dicen que la yaya las influyó en cuanto a los hombres. No es bueno, pero ocurrió.
¿Tiene más amigas o amigos?
Tengo poco de todo. Y los quiero mucho. Algunos me han dejado ya, como Terenci.
¿Fueron injustos con Enric Majó cuando dejó a Terenci Moix?
No lo sé. Terenci era un poco “o conmigo o contra mí”. Yo estaba ensayando Salomé y Armando vino para decirme que estaba desnudo dentro de un armario diciendo que no tenía sentido vivir. Todos sus amigos fuimos para allá. Para Terenci fue una tragedia que le abandonara la persona que más había amado en la vida. Pero era tragicómico, claro. No sé. Si Enric deja a Terenci, que era nuestro amigo, ¿tiene que esperar que vayamos a verle? No sé. Cada uno hizo lo que pudo. Terenci era muy querido, pero… la yaya no lo soportaba. Con eso te digo todo. O lo amabas o no podías con él. Era un niño mimado. Pero no parabas de reírte con él. Una vez me peleé con Armando y lo llamé. “Vámonos a Egipto”. Dos días después, en Egipto, me dice: “¿L’Armando sap que soc gay, oi?”.
¿Su carácter también despierta amor y odio?
Espero que no. Hombre…, he echado un par de broncas y en una saqué una puerta de sitio cuando un actor no llegó a la función. Pero si he tenido problemas, están olvidados.
Temió el exilio por ideas políticas y ha tenido más reconocimiento por parte del PP madrileño que en Cataluña.
Los españoles no sabemos discrepar. En España existe la necesidad de oponerse a lo diferente en lugar de escucharlo. He vivido la evolución en España y he sido testigo de su involución. Con mis padres solo hablaba catalán. Y en lugar de verme como alguien que además de en catalán interpreta en castellano, lo critican. Los separatistas escribían en sus periódicos afines que sus críticas me convenían porque nos convertían en víctimas y por eso nos llamaban del extranjero. En fin. Por todo eso decidí marcharme de Cataluña. Adoro mi ciudad, pero no se puede vivir con un aire tan irrespirable. Supe que enfrentándome no sacaría nada en claro para quien no quiere claridad.
Ha recibido mucho reconocimiento, pero también críticas. La más recurrente es que es más usted que el personaje. ¿Eso la ha hecho sufrir?
No me ha gustado. Y tomé una decisión que todavía dura: no leo críticas. Aunque es una falacia porque siempre hay alguien que te lo cuenta. Cuando son buenas, las escucho. Si es mala: “¡He dicho que no quiero saber nada de la crítica!”.
Hizo ¿Quién teme a Virginia Woolf? con Adolfo Marsillach.
Nunca fuimos amigos, pero en el escenario él era una bestia muy interesante. Estaba moribundo, pobrecito mío. Yo entraba en su camerino: “¿A ver cómo han ido las cacas hoy?”, dice impostando un tono gruñón. Él contestaba: “¿Y usted? ¿Cómo va de cacas?”. Con esa relación la función salió estupenda.
Interpretando a Shakespeare ha sido Hamlet o el rey Lear. ¿Qué más puede hacer una actriz?
Shakespeare no habla de cosas de hombres o mujeres, habla del género humano: de reconciliación, de poder, de venganza… Los grandes personajes evolucionan en el escenario.
¿Cuál ha sido su evolución?
De la nada a, peldaño a peldaño: leer, buscar, tratar de comprender… Creo que he escuchado bien. He escuchado mucho más de lo que he hablado.
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