Sergio Cabrera, cineasta y embajador de Colombia en Pekín: “China descubrió hace tiempo que ni Marx ni Lenin son suficientes”
La biografía de este cineasta colombiano de éxito reconvertido en diplomático es, como poco, pintoresca. Echa de menos el cine, pero también deja hueco en su memoria para los tiempos de su adolescencia en la China de la Revolución Cultural, para los días vividos con la guerrilla colombiana y para cargar contra los fanatismos
El cineasta hispanocolombiano Sergio Cabrera (Medellín, Colombia, 74 años) camina por las callecitas arboladas de su adolescencia en Pekín. Al pasar junto a un bloque gris, mira hacia lo alto y señala: “Cuando llegamos a China, vivíamos en este edificio, en el cuarto piso. Esa ventana”. Aquello fue hace seis décadas. Hoy, Cabrera ha regresado como embajador de Colombia. Cuando Gustavo Petro, primer presidente de izquierdas de su país y exguerrillero como él, lo nombró en 2023, dijo: “A usted lo quieren allá, porque yo soy testigo de eso, lo reconocen en la memoria misma de la Revolución Popular china”.
Seguramente se trata del diplomático más atípico en China. Hijo de un actor de origen español —procedente de una familia de exiliados republicanos— y de una actriz colombiana, aterrizó en Pekín en 1963 con sus padres y su hermana. Tenía 13 años, el padre había aceptado un puesto de profesor en el Instituto de Lenguas Extranjeras. Se instalaron en este lugar, el Hotel de la Amistad, uno de los pocos donde el Gobierno comunista admitía extranjeros. Muchos eran revolucionarios o estaban en la senda de serlo, como ellos.
Su vida está contada con todo lujo de detalles en la biografía novelada Volver la vista atrás (2021), de su compatriota Juan Gabriel Vásquez. Al leerla, se puede concluir que Cabrera se ha dedicado a tratar de transformar el mundo de diversas formas: en su juventud, como miembro de la guerrilla; en la madurez, a través de sus películas; probó a hacerlo mediante la política, hasta que las amenazas de muerte terminaron con ello; y finalmente, de regreso en China, mediante la diplomacia. “Siempre he defendido mis ideas con mi vida”, dice en un pasaje del libro.
Esta es su tercera estancia en Pekín. Reside con su tercera esposa y la hija de ambos en la Embajada colombiana, en el centro de la ciudad, frente a un parque soleado. El Hotel de la Amistad queda en el norte. Al pasear por el complejo se le reactiva la memoria. Ante uno de los edificios, donde residió cuando sus padres volvieron a Colombia y dejaron a los hijos solos siendo menores, posa para una fotografía que envía a su hermana. Ambos recibieron instrucción militar en China y marcharon a Colombia para ingresar en la guerrilla.
Regresó a Pekín en los setenta, tras abandonar la lucha armada. Ingresó en la universidad, pero en sus venas latía la pulsión del cineasta y se marchó a Londres a estudiar cine. De vuelta en su país de origen, rodaría películas como La estrategia del caracol (1993) y Golpe de estadio (1998). Se convirtió en uno de los directores colombianos más reputados. En España, donde se refugió por las amenazas de muerte, ha dejado su huella como director de hasta 19 capítulos de la serie Cuéntame.
Cabrera se sienta en la cafetería del Hotel de la Amistad; la charla prosigue en el restaurante, un semisótano reconvertido donde, hace 60 años, jugaba al pimpón. La entrevista concluirá, semanas después, en su despacho en la Embajada. En el restaurante, el cineasta, de pelo cano, pide la comanda en un mandarín con acento pekinés que sorprende a los camareros. Al hablar, le brilla una mirada viva de color verde, que en ocasiones se contrae en un barullo de arrugas, como si la poseyera un pensador atormentado. Es un conversador magnético. Cuando toca un tema espinoso, se le escapa una risa nerviosa y breve.
Sus padres los dejaron en China siendo ustedes adolescentes. Cuesta comprenderlo.
Yo lo entiendo en el sentido de que querían garantizar que tuviéramos una buena educación, que no estaban seguros de que pudiéramos conseguir en Colombia, porque el plan de mi padre era dedicarse a la vida revolucionaria. Mi hermana lo decía con mucha gracia: es como los padres empresarios que creen que lo mejor es mandar a sus hijos a un internado en Suiza; para unos padres revolucionarios…
Este era un internado revolucionario.
Un internado revolucionario en unas condiciones óptimas. No estaba previsto que estallara la Revolución Cultural, eso tergiversó todo el proyecto. Pero el plan estaba muy bien.
¿Llegó a portar el brazalete de guardia rojo?
Sí, claro. El movimiento comenzó en las universidades, pero rápidamente llegó a los colegios. Y enseguida había que tomar la decisión de si uno se inscribía o no de guardia rojo. Tanto mi hermana como yo nos inscribimos. Al principio, salías a la calle y veías cómo le cortaban el pelo a las chicas, los zapatos a los que los llevaban puntudos, o, si tenían pantalón muy estrecho, con una tijera se lo abrían. Cosas agresivas, pero más o menos inofensivas. Poco a poco fue creciendo. Empezaron a sacar a la gente…, les ponían a hacer el avión [posición con los brazos a la espalda], con sus cucuruchos [en la cabeza], y los escupían. En mi colegio vi patear a profesores. Te sacaban cualquier recuerdo que tuviera alguien que podía servir para humillarte o criticarte. El fanatismo es contagioso.
¿Qué más recuerda?
En la calle siempre había forma de conseguir boletines que publicaban los propios guardias rojos, y ahí se contaban cosas terribles. Había una guerra civil, que se llamaba Revolución Cultural, pero en la práctica estaba enfrentándose media China con la otra media. Mientras tanto, todas las escuelas y las fábricas cerradas. Cerraron las universidades durante años. [Luego] como trabajábamos en una fábrica, todas las mañanas frente al retrato del presidente Mao le pedíamos que nos fuera bien durante la jornada; por la noche, agradecíamos porque todo había ido bien. Es una página en negro de la historia de China. La odian. Entiendo por qué no quieren ni hablar de esto, aunque quizás no tienen razón. Yo pienso que China logró salir adelante por su impacto: fue tan grande que contribuyó a hacerlos reflexionar y enderezar el camino.
¿Cómo es la China que se ha encontrado?
Me quito el sombrero. Este país ha logrado cosas que jamás hubiera imaginado. Esto que dicen que han eliminado la pobreza absoluta es verdad. Es un triunfo impresionante de la planificación y de la organización. Y de la capacidad de innovar y de desarrollar tecnología, todo eso es admirable. A veces me molesta la actitud internacional de buscar únicamente los defectos, de cerrar los ojos a las muchísimas virtudes que presenta esta sociedad. Para alguien que conoció la China de los años sesenta, esto es Suiza. Yo hablo chino, hablo con la gente. Los hay descontentos, pero uno no siente que este sea un país donde la gente hace esfuerzos por no comunicar lo que piensa. En general es admirable. Ahora, también siento que, con relación a hace algunos años, hay más restricciones en el área social y cultural…
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Cabrera se da cuenta de que se ha adentrado en un territorio sensible, y se detiene. A lo largo de la conversación se percibe cómo chocan en su discurso su pulsión como artista, que reclama libertad para expresarse, y la etiqueta de embajador, que exige circular entre los raíles de la diplomacia. En un momento dado, al hablar del poder transformador del cine, resumirá la creación libre en países autoritarios como “un dilema ético entre salvar una sociedad donde el 99% de la gente es feliz, pero donde no va a tener ese 1% de creatividad”. Prosigue: “Me admira lo bien que funciona este país. Las carreteras, los edificios, las empresas, las fábricas. [El territorio] es unas ocho veces Colombia, donde a pesar de muchos esfuerzos no logramos que las cosas funcionen, el Estado ha perdido el control de gran parte del territorio. Colombia es una especie de país neofeudal, con señores de la guerra con nombres rimbombantes pero que en realidad son guerrilleros o narcotraficantes o paramilitares. Nuestro país no está en condiciones de darle lecciones de democracia a ningún otro. Estamos luchando por hacer cambios, pero implica luchar contra una enorme oposición, contra grandes dificultades y vicios heredados: caciquismo, compra de votos, corrupción. Es un país con muchísimos problemas y si lo comparas con China, queda en una situación bastante desventajosa”.
Aquí la tensión es entre libertad, seguridad y desarrollo.
Cumplen sus planes. Todo este aparato chino está construido desde tiempos inmemoriales en el concepto de tener un buen plan y cumplirlo. En este momento tienen el plan de que en 2049, cuando se cumplen 100 años de la fundación de la República Popular, van a haber acabado con la pobreza. Es un buen plan. Los sacrificios que haya que hacer para que se cumpla, pues uno a veces puede estar de acuerdo o en desacuerdo, pero el plan es maravilloso.
¿Cómo lleva que su vida sea transparente tras la publicación de la novela?
Es extraño, porque siempre he sido una persona tímida. Juan Gabriel Vásquez y yo nos conocemos desde hace 20 años, y en ese tiempo a veces yo contaba alguna anécdota. Él, que es escritor y tiene la educación de coleccionar recuerdos y tomar notas, al cabo de muchos años, me dijo: “Oye, me gustaría escribir sobre ti”. No medí muy bien qué significaba. De alguna forma fue un revulsivo; ver la vida así ya contada me ha servido. No es que viva en estado de shock postraumático, pero hay cosas que marcan mucho, y haberlo contado me ha sido útil, hasta un poco sanador.
La novela explica la génesis de un cineasta.
Si tú ves mis películas, las del cine, son el resultado de mis experiencias revolucionarias, de mi paso por China. Por ejemplo, con La estrategia del caracol, lo primero que se me viene a la cabeza es la historia del viejo tonto que movió la montaña [un cuento que popularizó Mao para animar a las masas]. Esa película intenta mostrar que es posible hacer lo que no fui capaz de hacer. Es un manual de cómo se hace una revolución. Ahí se logra, en la vida real no pude.
Otra de las líneas centrales es el fanatismo.
Varias veces me he preguntado: ¿cómo es posible que haya gente que se inmola? Se me olvida que yo en cierta forma también fui un kamikaze dispuesto a inmolarme con entusiasmo. El fanatismo te puede llevar a unos extremos impresionantes. Es terrible; tiene un ingrediente adicional y es que, si estás rodeado de fanáticos, no te puedes desfanatizar porque te devoran.
Tienes que ser el más fanático.
Uno termina ahí camuflándose. Me volvió a pasar en la guerrilla. Es difícil decirlo, pero el fanatismo es verdaderamente la causa de que no se pueda hacer el proceso de paz a fondo en Colombia.
¿Aún no es posible?
Cuando era vicepresidente segundo de la Cámara organicé unas conversaciones de paz con el ELN con el apoyo del Comité Internacional de la Cruz Roja, un poco pensando que yo conozco el monstruo en sus entrañas. En Ginebra, Suiza. Estuvimos en conversaciones durante 15 días y yo decía: no puede ser, yo fui como ellos, fanáticos. Logré salir, pero ellos siguen ahí, no quieren escuchar, están solo pensando en su ideal, sin aterrizar en la realidad. Y eso me imagino que es lo que pasa todo el tiempo en las conversaciones con el ELN y cualquier grupo guerrillero.
¿Cómo fue su experiencia guerrillera? Usted pasó tres años.
Tres años y ocho meses. Cada día dolía. Entré con cierto orgullo, sentía que estaba finalmente haciendo lo que tenía que hacer. Pero tengo la sensación de que los dirigentes del partido aprovecharon la candidez nuestra —mi hermana entró al mismo tiempo—, se aprovecharon de esa ingenuidad de revolucionarios. Un poquito de carne fresca venía bien. Cumplí 19 años en el campamento, recién llegado. De repente estaba ahí. No hubo combates al principio. Y cuando va llegando el peligro poco a poco uno se va acostumbrando. Tengo el recuerdo claro de despertarme por las mañanas contento de estar vivo. El acostumbrarse a que uno se va a morir en cualquier momento se vuelve normal.
Me interesa la parte que tiene que ver con disparar al otro y saber que lo puede matar.
De las primeras cosas que aprende uno en un entrenamiento militar es que, si por alguna razón alguien te está disparando, la única forma de sobrevivir es disparar.
¿Es consciente de haber matado a alguien?
No. Son casi tres años y medio de combates, y pues claro, pasan muchas cosas. Lo he dicho muchas veces: lamento mucho el daño que pude haber hecho. Pero tú en un ejército no puedes actuar por tu cuenta. Una guerrilla se llama guerrilla, pero tiene una disciplina militar, incluso más estricta que la de un ejército regular.
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Esta parte de la entrevista transcurre en su despacho de la Embajada. En el mapa de Colombia que hay tras su escritorio indica las zonas por donde se movía su grupo guerrillero. Cabrera fue herido en tres ocasiones: “Uno aquí, que fue de bala (en el pie); esto acá de un machetazo (la tibia) y esto acá fue una esquirla de granada (junto al ojo y en el hombro). Ninguna fue muy grave”. Si uno le pregunta qué le empujó a abandonar la guerrilla, comienza una extensa argumentación sobre cómo se enfrentó a los jefes por la estrategia, que ponía en riesgo a la población civil; cita el conflicto entre teorías guerrilleras de Mao y del Che Guevara; habla de la detención de su madre, y de cómo fue abandonada en prisión por la organización. “Estas son cosas que si uno no las cuenta así, largo, es difícil que la gente entienda”.
¿Le costó aceptar el puesto de embajador?
Cuando me llamó el Canciller para decirme que el presidente quería que fuera embajador, me tomó de sorpresa. Estuve pensando que en el pasado yo había, en dos ocasiones, dado un pequeño salto mortal en la vida para ser fiel a mis convicciones. Primero para entrar a la guerrilla; después, cuando dejé el cine para entrar en el Congreso de la República. Esta era otra oportunidad de ser útil al país y a mis convicciones. Creo que, como embajador, puedo ser mejor que muchos otros. Debe haber quienes lo hagan mejor. Pero creo que Colombia se merece la oportunidad de tener un embajador que conoce el país, el idioma y que va a hacer lo imposible por mejorar las relaciones con China.
¿Echa de menos la faceta artística?
Mucho. El trabajo de embajador es de gran responsabilidad y hay momentos muy agradables, pero no deja de ser rutinario. Se repiten reuniones, cenas, cócteles, dar informes. Es interesante y tiene instantes muy emocionantes, pero a veces echo de menos el cine. Es un trabajo muy bonito. La sensación de construir un mundo cuando haces una película… Escoges a los que van a poblarlo, lo que van a decir y cómo se van a comportar. Es sentirse como un pequeño dictador, un dios.
¿Por qué es tan poderosa la ficción?
El arte te enseña a manejar tus emociones. El cine te muestra que es posible odiar, amar, sentir deseos de venganza, de matar, rencor, en una historia de dos horas sin hacerle daño a nadie. Experimentarlo enriquece al ser humano. El cine, el arte, la ficción tienen ese poder de sacarte emociones de donde no sabías que tenías; te saca lágrimas. Creo que tiene un valor muy especial en la sociedad. Hablo del cine, pero lo que sientes cuando ves un cuadro como el Guernica… El filósofo francés Alain Badiou dice que los artistas son los encargados de darle forma a lo que no tiene forma. El arte genera sentimientos fundamentales para el desarrollo del espíritu humano.
¿Ve una transformación en la gente en China?
Ha cambiado. En 2015, cuando vine, cuando ibas a comprar a alguna tienda todavía sacaban las cuentas con el ábaco. La tecnificación se produce a partir de 2012, es algo muy reciente. Ha llegado a todos lados. Viajo mucho y casi diría que prefiero cualquier otra ciudad que Pekín. La gente fuera de Pekín es más fresca y alegre.
A muchos les cuesta hablar, al menos con periodistas.
Había pensado hacer un documental, con el iphone o una camarita chiquita, recuperando antiguos guardias rojos. Entrevistando, no sé, a un reciclador de basura, a un maestro, a un mesero, y decirles: “Cuente, usted fue guardia rojo, ¿qué pensaba?, ¿qué quería?”. Pero me di cuenta de que eso, siendo embajador, no iba a tener una lectura elegante. Abandoné el proyecto.
¿Qué quería preguntarles?
¿Cuál era su sueño? ¿Cómo ha visto que se transformó ese sueño en la realidad? Porque, claro, eran todos tan revolucionarios…
¿Usted qué respondería?
Yo no tanto como guardia rojo, sino como joven revolucionario colombiano, pues diría que el sueño se ha ido diluyendo. El hecho de que Petro sea presidente es un poco un pedacito de un sueño que se hizo realidad. El país no ha cambiado. Ese sueño de cambiar el mundo: el mundo cambió a peor.
¿Diría que cambió a peor?
No sé si a peor, pero no mejoró. En la época en que yo estuve en la guerrilla no existía el narco, que ha distorsionado totalmente los sueños revolucionarios. Se han convertido en pesadillas. Si no existiera el narcotráfico no existiría guerrilla en Colombia.
¿Y el sueño funcionó en China?
Eso era lo que yo quería saber. Los guardias rojos luchaban contra el regreso del capitalismo. Pero el capitalismo regresó; de una forma diferente a la que imaginaban, pero regresó. Pienso que los intelectuales, y los artistas entre ellos, no estamos diseñados para dar soluciones. Nuestro trabajo es mostrar el mundo en que vivimos, dirigir el microscopio o el telescopio hacia los puntos negros donde se necesitan que vengan especialistas a resolver el problema. Pero no resolvemos. Me interesaba ver cuáles son los problemas que esos guardias rojos ya mayores detectan.
Es una gran pregunta: ¿qué quedó al cabo de los años?
Los restos del naufragio.
El sistema de China hoy es realmente complicado de definir.
Yo veo que Occidente, sin ninguna autoridad o derecho, trata de exigirle a China que cumpla con el reglamento del socialismo leninista y los conceptos marxistas, y China hace mucho tiempo que decidió que ni Marx ni Lenin son suficientes para hacer lo que quieren hacer aquí. Acá están armando un país que funcione. Sí, tratan de que se ajuste al ideal socialista, pero sin restricción.
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